domingo, 5 de agosto de 2007

El retrato de una realidad / Arturo Pérez Reverte


Hablo de memoria, pero creo recordar que, hace unas semanas, a un ministro de Sanidad chino lo fusilaron por corrupto; y otro japonés, tras ser pillado de marrón, se hizo el harakiri en plan grosero, ahorcándose antes de que la Policía le dijera estás servido.

Ambos episodios se prestan a comentarios e interpretaciones según el punto de vista de cada cual. En lo que respecta al chino, hay quien verá el asunto con la indignación del que se opone a la pena de muerte, y hay quien opinará que, puestos a meter en algún sitio doce balas de AK-47, las asaduras de un ministro corrupto son lugar adecuado.


Yo no voy a pisar ese jardín. Me limitaré a decir que, aunque me parece mal la pena de muerte en términos generales –en casos particulares y personales ya hilo más fino–, el fusilamiento de un ministro de Sanidad corrupto no me quita el sueño, ni en China ni en Leganés; que me disculpen los usuarios de mecheros Bic y el borreguito de Norit. Lo que me desvela, poniéndome una mala leche espantosa, es la impunidad que nuestra confortable y humanitaria España brinda a tanto sinvergüenza, sea ministro o sea gorrilla de aparcamiento junto a la Giralda –y que me perdonen los gorrillas por mezclarlos con esa turbia compañía–.

Eso me lleva a hablarles del otro difunto. Del japonés. Porque imaginen el caso. Mikedo Kontodo, o como se llame el fulano, se entera de que lo suyo va a hacerse público, y de que el telediario contará con pelos y señales cómo se lo llevó crudo con terrenos recalificados en Osaka, se conchabó con los yakuzas, trincó comisiones fraudulentas hasta del dibujante de Heidi, y se gastó la viruta con geishas y lumis vestidas de colegialas con calcetines, que eso allí los pone a todos como Yamahas.

Así que nuestro primo Mikedo, que tuvo un antepasado samurái en Okinawa, otro en Tsushima y otro con los Cuarenta y Siete Ronin, decide que el deshonor es demasiado para su cuerpo serrano. Para rehabilitarse él y su familia ante la sociedad a la que defraudó, dice Banzai, se pone el kimono, se calza media botella de sake para que no le tiemble el pulso, y como rajarse las tripas le da repelús –hasta los japoneses se están amariconando ya– decide ahorcarse en el jardín, entre bonsáis, antes que verse en boca del vulgo, como la Lirio.

Si un político español se entera de que mañana airean su cuenta en Gibraltar, los ladrillos de su compadre o las bolsas con billetes de quinientos euros de su legítima, encoge los hombros, se fuma un puro y marca el teléfono de una sauna de ucranianas. Que venga Ivanka a relajarme, que estoy algo tenso. Entonces vas y le explicas lo del japonés: aquel caballero decidió salvar su honor con esto y lo otro. Samurái, ya sabe. Gente así. ¿No seguiría usted su ejemplo, más que nada para desinfectar el paisaje? Anímese, hombre. Apenas duele. Honor y demás parafernalia.

Entonces el fulano, tapando el teléfono con la mano, pregunta de qué vas, Tomás, y te recomienda eches un vistazo a los últimos resultados electorales: pese a los procesos que tiene abiertos por corrupción urbanística, trata de blancas y conducir sin carnet, en su pueblo acaban de reelegirlo por mayoría absoluta. Esto es España, listillo, remata. Que eres un listillo. Aquí estamos en familia; todos somos presuntos de algo, así que no pasa nada. Cuervo no come cuervo. En el peor de los casos, un juicio, fotos y titulares de prensa, algo de talego, y después a disfrutar. Que son dos días.

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