viernes, 15 de febrero de 2008

Anatomía de una crisis / Josep Borrell

Dos días de reuniones y debates en el Banco Mundial y en el FMI ayudan a entender cómo las hipotecas subprime americanas han provocado una crisis mundial que ha arrastrado a las bolsas y sumido a las economías desarrolladas en la incertidumbre.

Como manifestación evidente de esa crisis, los grandes bancos mundiales han tenido que reconocer sus pérdidas provocadas por el hundimiento del mercado inmobiliario en EEUU y la diseminación de créditos de alto riesgo concedidos a inversores poco solventes a través de productos financieros opacos.

Antes que una crisis bursátil, la actual es sobre todo una crisis de crédito y especialmente de la “titulización” del crédito. Los genios de las finanzas desreguladas argumentaban que convertir los créditos en títulos que cualquier inversor podía comprar aumentaría la solvencia del sistema al distribuir los riesgos entre muchos inversores en vez de estar concentrados en el balance de los bancos.

Pero, en la práctica, la “titulización” ha sido una grave causa de fragilidad que vamos descubriendo a medida que la crisis se extiende.

Primero, porque si los prestamistas podían desembarazarse rápidamente de los créditos que concedían no tenían porque ser demasiado exigentes con la solvencia de sus clientes.

Si no hay que preocuparse por la devolución del crédito que se concede, se da más fácilmente: el crédito hipotecario a deudores de poca solvencia concedido por establecimientos financieros no regulados se disparó: en el 2006 las hipotecas subprime representaban casi la mitad de todas las concedidas.

Segundo, porque los compradores de esos títulos no podían verdaderamente valorar los riesgos que asumían dada la sofisticación financiera con la que se generaban, produciendo, de paso, sabrosas comisiones a los emisores.

Tercero, por la contribución de las agencias de valoración al camuflaje del riesgo. Algunas han concedido la clasificación triple A, a títulos respaldados mayoritariamente por subprimes y créditos al consumo. Han sido jueces y parte asesorando a los bancos en su producción y a la vez calificando su riesgo.

Cuarto, porque no se tomó en cuenta el riesgo de liquidez, es decir, que una baja general de los precios inmobiliarios aumentara todos los riesgos simultáneamente y que los tenedores de esos títulos no encontrasen comprador.
Es lo que empezó a pasar después del verano y cuando las agencias empezaron a revisar sus notaciones a la baja no hicieron sino echar leña al fuego retrayendo las compras de activos “contaminados” al alertar sobre el nivel de riesgo que ayer minusvaloraban.

Quinto, porque en realidad los riesgos no estaban realmente diseminados en el conjunto del sistema sino concentrados en operaciones bancarias fuera de balance.

El total de las hipotecas subprime concedidas es del orden de 1,3 billones de dólares y las pérdidas potenciales estimadas en un máximo de 400.000 millones. Mucho dinero, sin duda, pero hay que compararlo con los 20 billones de dólares de obligaciones emitidas para financiar deuda privada en EEUU.

El problema es que una parte muy importante de esos activos estaban concentrados en agentes financieros ligados a bancos, pero fuera de su balance, para escapar a controles de supervisión y reglas prudenciales, los denominados structured investments vehicles (SIV), dotados de muy poco capital propio.
Cuando los títulos que emitían no encontraron comprador, los bancos-madre han tenido que reintegrar en sus balances los activos dudosos de sus SIV.

El tiro ha salido por la culata. Si la titulización debía reducir los riesgos financieros de los bancos, ahora éstos se encuentran entre dos fuegos. Por una parte, la dimensión de sus balances aumenta lo que les obliga a inmovilizar más capitales propios. Pero al mismo tiempo las pérdidas que sufren reducen sus capitales propios y menos capitales propios implica menos posibilidad de conceder créditos.

Esa situación, junto a una desconfianza generalizada, es lo que ha producido una reducción drástica del crédito concedido al conjunto del sistema económico y la consiguiente disminución de actividad. Ello afecta especialmente a las transacciones inmobiliarias y se refleja en su reducción.

La intensidad y la duración de este credit crunch dependerá de la magnitud de las pérdidas en las que han incurrido los bancos. Según algunas estimaciones, las subprimes habrían costado 130.000 millones de dólares a los 20 más grandes bancos en el 2007.
Pero lo cierto es que no se sabe cuántas pueden ser y cuándo se acabará de tomarlas todas en cuenta. El ejemplo de la Societe Generale es ilustrativo: poco antes del episodio rocambolesco del trader que invirtió 50.000 millones de euros por libre, su Pdg minusvaloraba el problema cifrándolo en 200 millones, pero ahora reconoce que son más de 2.000.

Mientras esa incertidumbre persiste, la desconfianza se extiende y los mercados se paran (¿y cómo valorar productos financieros complejos si no hay mercado?). Y la crisis afecta a nuevas víctimas, como las entidades de garantía de créditos, monolines en inglés.
Esas empresas se dedicaban inicialmente a garantizar las obligaciones emitidas por entidades locales, pero extendieron su negocio a la titulización de subprimes y la crisis ha afectado de lleno a Ambac, uno de los más importantes monolines, y a la calidad de los títulos que ha garantizado.

Ello contribuye a la reacción en cadena de desconfianza, ventas, caída de precios, degradación de los balances bancarios, restricción del crédito, temor a la recesión y caída de las bolsas. Éstos han sido los mecanismos de la crisis financiera.
Otra cosa es cómo se sale de ella. Las recetas para resolverla están cambiando y hasta el FMI de la bienvenida a la intervención publica para sostener la demanda a través de “impulsos” fiscales.

Pero éste es tema para otro día.

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