sábado, 16 de febrero de 2008

Reguladores y consumidores / Enrique Badía

Entre la maraña de propuestas electorales no está logrando demasiado realce nada de lo planteado sobre los llamados órganos independientes de regulación. Son, a todas luces, entes bastante novedosos que no han acabado de encontrar del todo su encaje en el magma de la administración pública en ningún país.

Una de las cuestiones que suele ser controvertida es su grado de subordinación y dependencia del Gobierno de turno, con frecuencia simplificando la discusión en cuáles deben ser los mecanismos de designación de sus responsables.
Hasta ahora, la fórmula predominante en España consiste en nombramiento directo por el Consejo de Ministros, en parte siguiendo la norma no escrita de asignar puestos en función de cuotas de representación parlamentaria, con el añadido de fijar mandatos más extensos que los cuatro años previstos para la legislatura.
Esto último ha dado lugar, entre otras cosas, a no pocas situaciones conflictivas cada vez que un Ejecutivo se ha encontrado con reguladores designados por el anterior, tanto más si éste correspondía al partido rival.

Más de una vez se ha postulado transferir la designación de los responsables al Parlamento, pero ni la alternativa se puede considerar idónea ni es seguro que evitara que se produjeran situaciones parecidas a las que propicia el sistema actual. Además, trasladar el nombramiento del Gobierno a las Cámaras se suele patrocinar desde la oposición, pero se olvida cuando se accede al poder.

Dejando al margen tan enjundioso asunto, existen otros aspectos de relevancia sobre los que los responsables políticos no acaban de fijar posturas estables ni mantienen una línea ejecutoria diáfana cuando les toca gestionar.

Uno de esos aspectos figura esbozado en el avance de programa del PSOE para los próximos comicios del 9 de marzo: la protección de los derechos del consumidor. La propuesta plantea atribuir competencias en la materia a los órganos de regulación sectorial, en algún caso recuperando las que ostentaban en el momento de su puesta en marcha, no demasiados años atrás.

La idea puede tener sentido, al menos por dos razones. De una parte, porque vendría a llenar un vacío real en sectores que se han revelado enormemente sensibles y en cierta medida conflictivos. De otra, por la evidencia de que la promoción y vigilancia del nivel de competencia de un sector —objetivo esencial de los reguladores— suele quedar algo coja si no se complementa con la potestad de tutelar y corregir los comportamientos cara al consumidor.
En realidad, el trato adecuado a los consumidores es un indicador —no el único— del grado de competencia efectiva en un mercado.

Cabría añadir una razón sobre todo pragmática, pensando del lado del cliente-consumidor: facilitar su actuación en caso de abuso, fraude o desatención. Es harto frecuente que el consumidor que siente lesionados sus derechos no sepa o cuando menos no tenga claro dónde acudir para que le sean resarcidos los perjuicios que le ha tocado padecer. ¿Al órgano regulador? ¿Al ministerio sectorial? ¿Al de Sanidad y Consumo? ¿Al órgano autonómico? ¿Al ayuntamiento? ¿A las juntas arbitrales…?

Es indudable que algunos sectores poseen características y circunstancias muy específicas, y precisamente por eso se justifica la existencia de un órgano dedicado a regularlos. Suena racional, por tanto, que sean precisamente los más capacitados para vigilar y resolver cuestiones relacionadas con el trato, mejor el maltrato con que algunas empresas siguen viciando sus relaciones con el consumidor. ¿O no?

La propuesta socialista suena, pues, interesante. Habrá que ver si, caso de formar gobierno tras las próximas elecciones, pasa del programa a la realidad.

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