martes, 5 de febrero de 2008

No hace falta recesión para que haya crisis / Enrique Badía

Tanto o más que quién asumirá el Gobierno tras el próximo 9 de marzo, la incógnita dominante está en el alcance de los síntomas desfavorables que la economía empieza a mostrar: ¿se quedará en simple crisis o alcanzará categoría de recesión?


Lo cierto es que la profusión de diagnósticos extremos ayuda poco. Más que incidir en las recetas que la situación reclama y cada parte propone, el debate discurre polarizado entre quienes afirman que lo que ocurre no es demasiado importante y los inclinados a considerar que está a punto de llegar algo cercano a una catástrofe de honda dimensión.

Aunque la evidencia de algunos datos recientes —ayer, sin ir más lejos, los de empleo en enero— está cambiando algo el discurso: al menos en la contraposición de mensajes preelectorales, se ha pasado de discutir si hay o no problemas para proclamarse cada uno como el más capacitado para resolverlos.

Nunca es buena la coincidencia de malas noticias económicas y víspera electoral. No tanto por lo que pueda acarrear en términos de decantación del voto en las urnas, cuanto por lo que entraña de parálisis decisoria y consecuente retraso en encarar la situación.

Tal como está el calendario, el Ejecutivo que surja de los comicios difícilmente comenzará a actuar antes de las primeras semanas del mes de mayo, lo que viene a significar que cualquier medida de política económica, sobre todo si es de calado —hace falta—, empezará a rendir frutos en otoño, como pronto; esto es, casi un año más tarde del momento en que los primeros indicios de crisis comenzaron a aparecer.
Lo peor, en todo caso, es que la búsqueda del voto propicia todo lo contrario al análisis sereno, objetivo y ponderado que aconsejaría la situación. No es, como se está viendo, nada privativo del campo económico, y la verdad es que la dinámica genérica sorprende poco, teniendo en cuenta cómo han discurrido las cosas desde el 2004 en el ámbito de la política nacional.

Probable fruto de ello es la confluencia de dos desenfoques, a cual peor. De un lado, el intento de positivar datos que son en sí mismos preocupantes. De otro, la inclinación contraria, con ánimo de interpretarlos siempre bastante peor de lo que son.

Así, entre los unos y los otros, resulta difícil, por no decir imposible, que la mayoría acierte a calibrar cuál es la concreta realidad. Y eso, casi no hace falta decirlo, es lo menos propicio para que surjan soluciones y, todavía menos, su aplicación sea eficaz.

A lo que se podría agregar otro ingrediente que puede acabar resultando nefasto: la profusión de promesas y compromisos cargados sobre las cuentas públicas de este y próximos años.

Cumplirlos complicará sin duda la coyuntura, creando desequilibrios que luego resulta enormemente costoso restañar. Pero incumplirlos, evitando empeorar las cosas, es indudable que añadirá un poco más de erosión a la ya muy maltrecha credibilidad de lo que se anuncia y asegura en cada campaña electoral.

Algo que, en materia económica, es más importante de lo que a menudo parece, porque de las crisis se acostumbra a salir con liderazgo y crédito político, en tanto que la desconfianza suele ser una excelente receta para seguir profundizándolas cada día más.

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