lunes, 21 de abril de 2008

Misterios de la comida cara / Enrique Badía

Entre las cosas que están pasando, sorprende el alza que están experimentando los precios de ciertos alimentos básicos. Algunos lo atribuyen al efecto de una demanda incrementada, fruto de la mayor capacidad adquisitiva de grupos de población en las economías emergentes más vigorosas.

Otros, rescatan las predicciones más pesimistas de los años setenta del pasado siglo, desde una supuesta incapacidad de la producción mundial para alimentar a los más de seis mil millones de personas que ahora mismo habitan el planeta.


Y los hay, en último término, que achacan el encarecimiento a la pujante producción de biocombustibles, que estaría detrayendo cosechas y superficies cultivables para surtir las plantas de transformación.

Pero la verdad es que ninguna de las explicaciones, ni siquiera todas juntas, parecen convencer.
La primera cuestión que induce serias dudas es que las reglas de mercado, el juego oferta-demanda no suelen regir en materia agrícola. Antes bien, imperan distintas formas de intervención y proteccionismo en todo lo referido a la producción y el comercio de alimentos, particularmente en las naciones más desarrolladas: Estados Unidos, Unión Europea y Japón.

Junto a ello, hay que considerar que ni los posibles incrementos en la demanda ni las presumidas reducciones en la oferta aparecen soportados en datos que sugieran cambios lo suficientemente significativos y súbitos como para provocar un vuelco tan intenso. Tampoco parece que los precios en origen, pagados a los productores, estén evolucionando en similar magnitud.

Sean cuales sean las causas, lo cierto es que el encarecimiento se está produciendo, añadiendo tensiones a unas tasas de inflación castigadas por el alza sostenido del coste de materias primas, con protagonismo destacado de fuentes energéticas primarias como petróleo y gas natural. Probablemente, el origen sea complejo, pero resulta dudoso que las profundas distorsiones que padecen la producción y el comercio agrícolas no tengan nada que ver.


A grandes rasgos, la producción y el comercio de alimentos están fuertemente distorsionados por los subsidios públicos y las trabas al libre comercio en los países desarrollados. Algo que, como es sabido, ha motivado el persistente fracaso de la Ronda Doha en el seno de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Luego es difícil considerar como precios de estricto mercado lo que está encareciéndose de forma generalizada en los últimos meses a escala más o menos mundial.

Tampoco está de más recordar que la tantas veces controvertida Política Agraria Común (PAC), sobre la que se concentra la porción más relevante del dispendio comunitario, se ha pasado años centrada en subvencionar la eliminación de cultivos y, por tanto, el recorte de diversas producciones, sobre todo en la Europa meridional.


Allá por los años 70 del pasado siglo, el que fuera primer ministro británico, Harold Wilson, mostraba expresivamente su oposición a las instituciones de Bruselas, y por ende a la entrada de su país en la entonces Comunidad Económica Europea (CEE), señalando que ésta era una especie de montaña de mantequilla disolviéndose permanentemente, a un coste insostenible, en un enorme lago de vino.


La destrucción de excedentes y la limitación de superficies dedicadas a determinados cultivos han sido dos de los aspectos más discutidos de la PAC, pero nada distinto de lo que han hecho Estados Unidos o Japón.

Unas políticas que han discurrido en paralelo, complementarias al cierre estricto a las importaciones desde terceros países, a los que no sólo se ha impedido progresar económicamente por esa vía, sino que se les ha privado de mantener cultivos y producciones, así como propiciar procesos de modernización y mejora de su agricultura que, sin duda, hubieran ayudado a mejorar los índices de productividad de la tierra.

Sin duda, es más espinoso asumir que el encarecimiento actual de los alimentos pueda derivar de las políticas agrarias impuestas por las naciones más desarrolladas, que cargar las culpas, como se está haciendo, en las nuevas tendencias de producción de biocombustibles, por más que su incidencia real esté por demostrar.
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