domingo, 18 de mayo de 2008

Fracaso iraní con los saudíes / José Javaloyes

La gira del presidente Bush por el Próximo Oriente ha podido contabilizar, que pueda saberse, un fruto importante, aunque no todo lo espectacular que hubieran esperado los mercados mundiales: el aumento de la exportación saudí de petróleo en 300.000 barriles de petróleo al día. Se trata de una medida —reguladora— destinada a rebajar la presión de la demanda, y así frenar, en cierta discreta medida, la subida permanente del precio del crudo.

Un movimiento de esta naturaleza, a lo que se había opuesto reiteradamente la OPEP desde que dio comienzo la actual carrera alcista —con un foco de resistencia a la presión internacional situado en Irán—, ha venido a lograrse por la petición de Bush al Rey Abdala. Presión resumible en el argumento de que el mundo industrializado necesita de una pausa en la presente evolución de los precios del oro negro. Un respiro al cabo del cual sea posible disponer de una ecuación energética diferente a la actual —para Estados Unidos y para los demás—, con un relanzamiento de la energía nuclear, la ampliación del recurso a las energías renovables y el incremento de las extracciones propias de hidrocarburos en Alaska.

Como se recordará, fue muy sonada la petición iraní —por boca de su presidente, Mahmud Ahmadineyad, y del venezolano Hugo Chávez— durante la última Cumbre de la OPEP, celebrada en Riad, de que el precio del barril pasara a nominarse en euros, en vez de seguirlo haciendo en dólares, puesto que la depreciación del billete verde es descontada automáticamente por los mercados con los precios ascendentes del propio petróleo y del resto de las materias primas.

Aquella maniobra había estado precedida de diversas iniciativas iraníes en política regional, entre las que destacó el conseguido cambio de clima en las relaciones entre Teherán y Riad. Ofreció la República Islámica de Irán la constitución de una superestructura que articulara a todos los países ribereños del Golfo Pérsico, destinada a reforzar su propia posición y de la que se habrían de derivar, necesariamente, sinergias diplomáticas para elevar el control político del crudo.

Quedó aquello en agua de borrajas. No podía ser de otra manera puesto que Arabia —con su influencia determinante sobre el resto de los Estados que integran el Consejo de Cooperación del Golfo— guarda con Estados Unidos nexos políticos y metapolíticos, que se remontan incluso a tiempos anteriores al actual Estado saudí, al haber apostado por la Casa de Saud durante la Primera Guerra Mundial, mientras que Gran Bretaña lo hacía por la dinastía de los Hachemíes. Ésta representaba el poder religioso de La Meca y aquélla el poder militar. En el reparto final de las respectivas influencias en la zona entre Washington y Londres, los dos poderes de Arabia fueron reconocidos al Rey Saud, mientras que a Feisal se le asignó Iraq y a su hermano Abdala la Transjordania.

Desde tales precedentes histórico-políticos, ¿qué posibilidades de prosperar podía tener la iniciativa iraní de regionalizar contra Estados Unidos el petróleo del Golfo Pérsico? Sólo las que caben en las ocurrencias de un perito mecánico pasado por la militancia propia de un guardián de la Revolución y discernido por los ayatolás para la Presidencia de la República Islámica. A su antecesor, Mohamed Jatami, tal cosa ni se le habría pasado por la cabeza.

La pregunta que habría de hacerse ahora es la de si Arabia vuelve y continúa por su histórica función de regular —ahora a la baja— los precios del petróleo de la OPEP, bien que en el marco de la nueva estructura en la demanda mundial. Pero, posiblemente, la subida de la producción saudí de petróleo sirva de bien poco si las réplicas del terremoto chino siguen agrietando muros de sus gigantescos embalses para la obtención de energía hidroeléctrica.

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