lunes, 9 de junio de 2008

Comienza el bloqueo… / Enrique Badía

Aunque en sentido estricto no sea del todo una huelga (Interrupción colectiva de la actividad laboral por parte de los trabajadores con el fin de reivindicar ciertas condiciones o manifestar una protesta, Diccionario RAE), las primeras 24 horas de cese de actividad de los transportistas, básicamente pequeños empresarios y autónomos, tiene visos de complicarse con relativa celeridad. Siguiendo la estela de episodios anteriores, el paro voluntario de unos se ha entreverado con la acción violenta de piquetes y sobre todo la profusión de actos orientados a perjudicar y, por decirlo claramente, soliviantar al resto de la sociedad.

Lo admitan o no sus promotores, el conflicto está planificado para provocar el mayor número posible de perjuicios al conjunto de los ciudadanos y, por ende, la economía nacional. Los profesionales del transporte por carretera y algunos otros parecen creerse los únicos perjudicados por la subida de los precios del petróleo, como si otros colectivos y por extensión todos los españoles no se estuviesen viendo afectados, de una u otra forma, por lo que es una súbita transferencia de riqueza a los que venden los barriles de crudo que el país necesita para funcionar. La evidencia de que empobrece a unos —consumidores— y enriquece a otros —productores— va más allá de lo que pueda considerarse afecta a tal o cual colectivo concreto.

El argumentario puesto en circulación para tratar de avalar la paralización del transporte por carretera va poco más allá de reclamar al Gobierno soluciones, evitando pronunciar la palabra que mejor define sus demandas: subvención. Porque lo que de verdad pretenden es que los contribuyentes paguen una parte de la factura aumentada del combustible. Nada menos, pero poco más. A lo que el Ejecutivo, instalado en el quietismo de esperar que escampe, replica que poco puede hacer para que los precios del petróleo vuelvan a descender. Sólo que, siendo cierto, no es toda la verdad.

Por una parte, es curioso que el Gobierno anuncie que va a presentar un paquete de medidas potente (el manejo léxico empieza a ser desesperante) mañana —miércoles—, 72 horas después de iniciada una movilización que se venía anunciando desde semanas atrás. ¿Qué otra cosa más importante tenía que hacer, entre otros, el equipo que encabeza la reconfirmada ministra de Fomento?

Un segundo aspecto a tener en cuenta es la reiterada pasividad del Ejecutivo ante los actos de perturbación, por no llamarlos simple vandalismo, que ya se produjeron en días previos al inicio del conflicto y se han acentuado en las últimas 24 horas. Para cualquier ciudadano es llamativo —peor, exasperante— que circular por encima de los límites de velocidad establecidos por capricho administrativo acarree sanción económica y eventual pérdida del permiso de conducir, pero bloquear una carretera, un paso fronterizo o los accesos a una capital no merezca otra cosa que resignación.

Un tercer punto a reseñar es que la actividad de transportista está sujeta a un documento administrativo —tarjeta—, es de suponer que con algunas previsiones reglamentarias de retirada o no renovación. ¿No figura entre éstas ninguna de las cosas que algunos están haciendo en las últimas horas?

Si el Gobierno está para algo, una de sus responsabilidades debería ser garantizar en la medida de lo posible que la economía y la vida cotidiana no se colapsen por un desabastecimiento generalizado de lo más elemental. Quiere decir que el creciente magma burocrático que sufragan los impuestos debería ser capaz de elaborar y ejecutar planes de contingencia orientados a evitar que se paralice la actividad. ¿Usando la red ferroviaria? ¿Arbitrando medios de protección? ¿Al menos facilitando información puntual, útil y veraz?

La película, sin embargo, será probablemente distinta. El conflicto se irá enconando, aparecerán problemas de abastecimiento, el Gobierno seguirá culpando a los productores de petróleo (la oposición persistirá en su lamentable actitud de dar la razón a los camioneros por aquello de desgastar al adversario) y cuando la presión social se torne insostenible surgirá el maná presupuestario en forma de ayuda-subvención; es decir, el contribuyente seguirá pagando el sobrecoste de llenar su propio depósito de combustible… pero también parte de algún camión.

Tampoco faltará la interesada y a menudo torticera apelación al mercado, tantas veces usada como espantajo para disfrazar la defensa de intereses puramente corporativos. La única admisible sería patrocinar que el juego de oferta y demanda determine la fijación de precios, pero será justamente la que no abundará.

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