domingo, 1 de junio de 2008

Cómo fabricar una crisis global / Walden Bello*

Cuando cientos de miles de personas se manifestaron en México el año pasado contra un incremento al precio de la tortilla, muchos analistas culparon a los biocombustibles. A causa de los subsidios del gobierno estadunidense, los granjeros de ese país dedicaban más hectáreas al maíz para etanol que para alimento, lo cual disparó los precios.

Esta desviación del uso del maíz fue sin duda una causa de la elevación de precios, aunque probablemente la especulación de intermediarios con la demanda de biocumbustible tuvo mayor influencia. Sin embargo, a muchos se les escapó una pregunta interesante: ¿cómo es que los mexicanos, que viven en la tierra donde se domesticó el maíz, han llegado a depender del grano estadunidense?

La erosión de la agricultura mexicana

No puede entenderse la crisis alimentaria mexicana sin considerar que en los años anteriores a la crisis de la tortilla la patria del maíz fue convertida en una economía importadora de ese grano por las políticas de “libre mercado” promovidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y Washington.

El proceso comenzó con la crisis de deuda de principios de la década de 1980. México, uno de los dos mayores deudores del mundo en desarrollo, fue obligado a implorar dinero del banco y del FMI para pagar el servicio de su deuda con bancos comerciales internacionales. El precio de un rescate fue lo que un miembro del consejo ejecutivo del BM describió como “intervencionismo sin precedente”, diseñado para eliminar aranceles, reglamentaciones estatales e instituciones gubernamentales de apoyo, que la doctrina neoliberal identificaba como barreras a la eficiencia económica.

El pago de intereses se elevó de 19 por ciento del gasto federal total en 1982 a 57 por ciento en 1988, en tanto el gasto de capital se derrumbó de 19.3 a 4.4 por ciento. La contracción del gasto gubernamental se tradujo en el desmantelamiento del crédito estatal, de los insumos agrícolas subsidiados por el gobierno, los apoyos de precio, los consejos estatales de comercialización y los servicios de extensión.

Este golpe a la agricultura campesina fue seguido por uno aún mayor en 1994, cuando entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Aunque dicho tratado consideraba una prórroga de 15 años a la protección de productos agrícolas, entre ellos el maíz, pronto comenzó a fluir maíz estadunidense altamente subsidiado, lo cual redujo los precios a la mitad y hundió al sector maicero en una crisis crónica. En gran medida a causa de ese acuerdo, México se ha consolidado como importador neto de alimentos.

Con el cierre de la entidad gubernamental comercializadora de maíz, la distribución de importaciones maiceras de Estados Unidos y del grano nacional ha sido monopolizada por unas cuantas comercializadoras trasnacionales, como Cargill. Eso les ha dado tremendo poder para especular con las tendencias del mercado, de modo que pueden manipular y magnificar muchas veces los movimientos de demanda de biocombustibles. Al mismo tiempo, el control monopólico del comercio doméstico ha asegurado que una elevación en los precios internacionales del maíz no se traduzca en precios significativamente más altos a pagar a los pequeños productores.

Cada vez resulta más difícil a los productores mexicanos de maíz eludir el destino de muchos otros pequeños productores en sectores como arroz, carne de res, pollo y cerdo, quienes se han venido abajo por las ventajas concedidas por el TLCAN a los productos subsidiados estadunidenses. Según un informe del Fondo Carnegie de 2003, las importaciones agrícolas de EU han dejado sin trabajo a 1.3 millones de campesinos, muchos de los cuales han emigrado al país del norte.

Las perspectivas no son buenas, pues el gobierno mexicano continúa en manos de neoliberales que desmantelan sistemáticamente el sistema de apoyo al campo.

Creación de la crisis del arroz en Filipinas

Que la crisis global de alimentos se origina en la restructuración de la agricultura por el libre mercado resulta más claro en el caso del arroz. A diferencia del maíz, menos de 10 por ciento de la producción mundial de arroz se comercializa. Además, en el arroz no ha habido desviación del consumo hacia los biocombustibles.

Sin embargo, en este solo año los precios se han triplicado, de 380 dólares por tonelada en enero a más de mil dólares en abril. Sin duda, la inflación deriva en parte de la especulación de los cárteles mayoristas en una época de existencias escasas. Sin embargo, el mayor misterio es por qué varios países consumidores de arroz que eran autosuficientes se han vuelto severamente dependientes de las importaciones.

Filipinas ofrece un triste ejemplo de cómo la restructuración económica neoliberal transforma un país de exportador neto a importador neto de alimentos. Es el mayor importador mundial de arroz. El esfuerzo de Manila por asegurarse provisiones a cualquier precio se ha vuelto nota de primera plana, y las fotos de soldados que resguardan la distribución del cereal en comunidades pobres se ha vuelto emblemática de la crisis global.

Los trazos generales de la historia de Filpinas son similares a los de México. El dictador Ferdinando Marcos fue culpable de muchos crímenes y malos manejos, entre ellos no llevar adelante la reforma agraria, pero no se le puede acusar de privar al sector agrícola de fondos gubernamentales.

Para paliar el descontento de los campesinos, el régimen les otorgó fertilizantes y semillas subsidiadas, impulsó mecanismos de crédito y construyó infraestructura rural. Durante los 14 años de su dictadura, sólo en uno, 1973, se tuvo que importar arroz debido al extenso daño causado por tifones. Cuando Marcos huyó del país, en 1986, había 900 mil toneladas métricas de arroz en los almacenes del gobierno.

Paradójicamente, los siguientes años de gobierno democrático vieron encogerse la capacidad de inversión gubernamental. El BM y el FMI, actuando por cuenta de acreedores internacionales, presionaron al gobierno de Corazón Aquino para que diera prioridad al pago de la deuda externa, que ascendía a 26 mil millones de dólares. Aquino accedió, aunque los economistas de su país le advirtieron que sería “inútil buscar un programa de recuperación que sea consistente con el pago de la deuda fijado por nuestros acreedores”.

Entre 1986 y 1993, entre 8 y 10 por ciento del PIB salió de Filipinas cada año en pagos del servicio de la deuda. Los pagos de intereses en proporción al gasto gubernamental se elevaron de 7 por ciento en 1980 a 28 por ciento en 1994; los gastos de capital cayeron de 26 a 16 por ciento. En suma, el servicio de la deuda se volvió la prioridad del presupuesto nacional.

El gasto en agricultura cayó a menos de la mitad. El BM y sus acólitos locales no se preocupaban, porque un propósito del apretamiento del cinturón era dejar que el sector privado invirtiera en el campo. Pero la capacidad agrícola se erosionó con rapidez, el riego se estancó, y hacia finales de la década de 1990 sólo 19 por ciento de la red caminera del país estaba pavimentada, contra 82 por ciento en Tailandia y 75 por ciento en Malasia.

Las cosechas eran anémicas en general; el rendimiento promedio de arroz era de 2.8 toneladas por hectárea, muy debajo de los de China, Vietnam y Tailandia, donde los gobiernos promovían activamente la producción rural. La reforma agraria languideció en la era posterior a Marcos, privada de fondos para servicios de apoyo, que habían sido la clave para las exitosas reformas de Taiwán y Corea del Sur.

Como en México, los campesinos filipinos enfrentaron la retirada en gran escala del Estado como proveedor de apoyo. Y el recorte en programas agrícolas fue seguido por la liberalización comercial; la entrada de Filipinas en la Organización Mundial de Comercio (OMC) tuvo igual efecto que la firma del TLCAN para México.

La membresía en la OMC requería eliminar cuotas en las importaciones agrícolas excepto arroz, y permitir que cierta cantidad de cada producto ingresara con bajos aranceles. Si bien se permitió al país mantener una cuota en importaciones de arroz, tuvo que admitir el equivalente a entre uno y 4 por ciento del consumo doméstico en los 10 años siguientes. De hecho, a causa del debilitamiento de la producción derivado de la falta de apoyo oficial, el gobierno importó mucho más que eso para compensar una posible escasez.

Esas importaciones, que se elevaron de 263 mil toneladas en 1995 a 2.1 millones en 1998, deprimieron el precio del cereal, lo cual desalentó a los productores y mantuvo la producción a una tasa muy menor a la de los dos principales proveedores del país, Tailandia y Vietnam.

Las consecuencias del ingreso de Filipinas a la OMC barrieron con el resto de la agricultura como un tifón. Ante la invasión de importaciones baratas de maíz, los campesinos redujeron la tierra dedicada a ese cultivo de 3.1 millones de hectáreas en 1993 a 2.5 millones en 2000. La importación masiva de piezas de pollo casi acabó con esa industria, en tanto el aumento de importaciones desestabilizó las de aves de corral, cerdo y vegetales.

Los economistas del gobierno prometieron que las pérdidas en maíz y otros cultivos tradicionales serían más que compensadas por la nueva industria exportadora de cultivos “de alto valor agregado” como flores, espárragos y brécoles. Poco de eso se materializó. El empleo agrícola cayó de 11.2 millones en 1994 a 10.8 millones en 2001.

El doble golpe del ajuste impuesto por el FMI y la liberalización comercial impuesta por la OMC hizo que una economía agrícola en buena medida autosuficiente se volviera dependiente de las importaciones y marginó constantemente a los agricultores. Fue un proceso cuyo dolor fue descrito por un negociador del gobierno filipino durante una sesión de la OMC en Ginebra: “Nuestros pequeños productores agrícolas son masacrados por la brutal injusticia del entorno del comercio internacional”.

La gran transformación

La experiencia de México y Filipinas se reprodujo en un país tras otro, sujetos a los manejos del FMI y la OMC. Un estudio de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) en 14 países descubrió que los niveles de importaciones agrícolas en 1995-98 excedieron los de 1990-94. No era sorprendente, puesto que uno de los principales objetivos del acuerdo agrícola de la OMC era abrir mercados en países en desarrollo para que absorbieran la producción excedente del norte.

Los apóstoles del libre mercado y los defensores del dumping parecieran estar en extremos opuestos del espectro, pero las políticas que propugnan producen el mismo resultado: una agricultura capitalista industrial globalizada.

Los países en desarrollo se integran en un sistema en el que la producción de carne y grano para exportación está dominada por grandes granjas industrializadas como las manejadas por la trasnacional tailandesa CP, en las que la tecnología es mejorada continuamente por avances en ingeniería genética de firmas como Monsanto.

Y la eliminación de barreras tarifarias y no tarifarias facilita un supermercado agrícola global de consumidores de elite y clase media, atendidos por corporaciones comercializadoras de granos como Cargill y Archer Daniels Midland, y minoristas trasnacionales de alimentos como la británica Tesco y la francesa Carrefour.

No se trata sólo de la erosión de la autosuficiencia alimentaria nacional o de la seguridad alimentaria, sino de lo que la africanista Deborah Bryce-son, de Oxford, llama la “descampesinación”, es decir, la supresión de un modo de producción para hacer del campo un sitio más apropiado para la acumulación intensiva de capital.

Esta transformación es traumática para cientos de millones de personas, pues la producción campesina no es sólo una actividad económica: es un modo de vida milenario, una cultura, lo cual es una razón de que en India los campesinos desplazados o marginados hayan recurrido al suicidio. Se calcula que unos 15 mil campesinos indios han acabado con su vida.

El derrumbe de precios por la liberalización comercial y la pérdida de control sobre las semillas ante las empresas de biotecnología son parte de un problema integral, señala Vandana Shiva, activista por la justicia global: “En la globalización, el campesino o campesina pierde su identidad social, cultural y económica de productor. Ahora un campesino es ‘consumidor’ de semillas y químicos caros que venden las poderosas corporaciones trasnacionales por conducto de poderosos latifundistas y agiotistas locales”.

Agricultura africana: de la sumisión al desafío

La descampesinación se encuentra en estado avanzado en América Latina y Asia. Y si el Banco Mundial (BM) se sale con la suya, África marchará en la misma dirección. Como correctamente señalan Bryceson y sus colegas en un artículo reciente, el Informe mundial de desarrollo para 2008, que hace extensa referencia a la agricultura en África, es prácticamente un proyecto de transformación de la agricultura del continente, basada en campesinos, en una explotación agrícola comercial en gran escala. Sin embargo, como ocurre en muchos otros lugares hoy día, los pupilos del banco pasan del hosco resentimiento al abierto desafío.

En tiempos de la descolonización, en la década de 1960, África era en realidad exportadora neta de alimentos. Hoy el continente importa 25 por ciento de sus alimentos; prácticamente todos sus países son importadores netos. La hambruna se ha vuelto un fenómeno recurrente; sólo en los tres años pasados han surgido emergencias alimentarias en el cuerno de África, el Sahel y en las partes sur y centro del continente.

La agricultura en África se encuentra en profunda crisis, y las causas van desde las guerras hasta el mal gobierno, falta de tecnología agrícola y propagación del VIH/sida. Sin embargo, como en México y Filipinas, parte importante de la explicación es la cancelación de controles y mecanismos de apoyo gubernamentales conforme a los programas de ajuste estructural impuestos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el BM para apoyar en el servicio de la deuda externa.

El ajuste estructural acarreó descenso de la inversión, aumento del desempleo, reducción del gasto social, disminución del consumo y baja producción. Levantar los controles de precios a los fertilizantes y reducir al mismo tiempo los sistemas de crédito agrícola sencillamente condujo a una reducción en el uso de fertilizantes, cosechas menos abundantes y menor inversión. Además, la realidad se negó a conformarse a la expectativa doctrinaria de que el retiro del Estado abriría el camino para que el mercado dinamizara la agricultura. El sector privado, percibiendo correctamente que la reducción del gasto gubernamental crearía más riesgo, se abstuvo de entrar al quite.

En un país tras otro, la partida del Estado alejó la inversión privada en vez de atraerla. Si bien los comerciantes privados sí remplazaron al Estado, indica un informe de Oxfam, “a veces lo han hecho en términos sumamente desfavorables para los campesinos pobres”, con lo cual los campesinos “han quedado en mayor inseguridad alimentaria, y los gobiernos, atenidos a los flujos de ayuda internacional, que son impredecibles”. The Economist, por lo regular inclinado hacia el sector privado, está de acuerdo, pues reconoce que “muchas de las empresas privadas llevadas para remplazar a los investigadores del Estado resultaron ser monopolistas en busca de ganancias”.

El poco apoyo que se permitió acopiar a los gobiernos africanos fue canalizado por el Banco Mundial a la agricultura de exportación con el fin de generar divisas necesarias para el pago de la deuda. Pero, como en Etiopía durante la hambruna de la década de 1980, esto condujo a dedicar tierra buena a cultivos de exportación, y los de alimentos se desplazaron a suelo menos apropiado, lo cual exacerbó la inseguridad alimentaria.

Además, como el BM alentó a varias economías a enfocarse en los mismos cultivos de exportación, con frecuencia el resultado fue la sobreproducción, que generó caídas de precios en los mercados internacionales. Por ejemplo, el éxito mismo de la expansión de la producción de cacao en Ghana provocó un descenso de 48 por ciento en el precio internacional entre 1986 y 1989. En 2002-03, un colapso de los precios del café contribuyó a otra emergencia alimentaria en Etiopía.

Como en México y Filipinas, el ajuste estructural en África no se refirió sólo a la baja inversión estatal, sino también al desvío de esa inversión. Pero hubo una importante diferencia: en África el BM y el FMI ejercieron una microadministración, tomando decisiones referentes a con qué rapidez cancelar los subsidios, cuántos empleados públicos despedir y hasta, como en el caso de Malawi, cuántas de las reservas de granos del país había que vender y a quién. En otras palabras, los procónsules del banco y el FMI penetraron en la entraña misma de la participación estatal en la agricultura para desmantelarla.

En el impacto negativo del ajuste tuvieron parte las injustas prácticas comerciales de Estados Unidos y la Unión Europea. La liberalización permitió que carne de res subsidiada de la UE arruinara a los ganaderos de Sudáfrica. Con subsidios legitimados por la OMC, productores estadunidenses saturaron los mercados mundiales de algodón a entre 20 y 55 por ciento del costo de producción, lo que llevó a la bancarrota a campesinos de África occidental y central.

Según Oxfam, el número de africanos subsaharianos que viven con menos de un dólar al día casi se duplicó, a 313 millones, entre 1981 y 2001: 46 por ciento del continente. El papel del ajuste estructural en crear pobreza era difícil de negar. Como reconoció el economista en jefe del BM: “No creímos que los costos humanos de estos programas pudieran ser tan grandes, y que las ganancias económicas tardaran tanto en llegar”.

Malawi representa la tragedia africana desencadenada por el FMI y el BM. En 1999 el gobierno de ese país lanzó un programa para dar a cada familia de pequeños propietarios un paquete inicial de fertilizantes y semillas. El resultado fue un superávit nacional de maíz. Lo que vino después es una historia que debería ser consagrada como un clásico estudio de caso de una de las mayores metidas de pata de la economía neoliberal.

El Banco Mundial y otros donadores obligaron a reducir y a la larga eliminar el programa, alegando que el subsidio distorsionaba el comercio. Sin los paquetes gratuitos, la producción decayó. Entre tanto, el FMI insistió en que el gobierno vendiera gran parte de sus reservas de granos para permitir que la dependencia encargada de las reservas pagara sus deudas comerciales. El gobierno cedió.

Cuando la crisis alimentaria dio lugar a la hambruna de 2001-02, ya no quedaban reservas. Unas mil 500 personas perecieron. El FMI no mostró arrepentimiento; de hecho, suspendió sus desembolsos de un programa de ajuste sobre la base de que “el sector paraestatal continuará representando riesgos a la exitosa aplicación del presupuesto 2002-03. Las intervenciones gubernamentales en los alimentos y otros mercados agrícolas desalientan otras inversiones más productivas”.

Para cuando se desarrolló una crisis aún peor, en 2005, el gobierno había tenido suficiente de la estupidez del BM y el FMI. Un nuevo presidente reanudó el subsidio para fertilizantes, permitiendo a 2 millones de familias comprarlo a la tercera parte de su precio al menudeo, y adquirir semillas con descuento. El resultado: cosechas abundantes durante dos años, un superávit de un millón de toneladas de maíz y la transformación del país en proveedor de grano al sur de África.

Hace 10 años, el desafío de Malawi al BM habría sido un acto de resistencia heroico, pero inútil. Hoy el entorno es diferente, porque el ajuste estructural ha ganado descrédito en toda África. Incluso algunos gobiernos y ONG donantes que solían apoyarlo se han distanciado del banco. Tal vez la motivación sea prevenir que su influencia en el continente se vea más erosionada al asociarlo con un enfoque fallido e instituciones impopulares en momentos en que la ayuda china fluye como alternativa al Banco Mundial, el FMI y los programas de ayuda de los gobiernos occidentales.

Soberanía alimentaria: ¿paradigma alternativo?

No sólo el desafío de gobiernos como el de Malawi y el disenso de antiguos aliados socavan al FMI y al BM. Organizaciones campesinas de todo el planeta se han vuelto cada vez más militantes en su resistencia a la globalización de la agricultura industrial. De hecho, la presión de los grupos campesinos ha llevado a los gobiernos del Sur a negarse a otorgar mayor acceso a sus mercados agrícolas y a exigir un cuantioso recorte a los subsidios agrícolas de Estados Unidos y la Unión Europea, lo cual condujo al estancamiento de las negociaciones de la ronda de Doha de la OMC.

Los grupos campesinos tienen ahora redes internacionales; una de las más dinámicas que han surgido es Vía Campesina, que no sólo busca “sacar a la OMC de la agricultura” y se opone al paradigma de una agricultura industrial globalizada, sino también propone la soberanía alimentaria como alternativa.

La soberanía alimentaria significa, en primer lugar, el derecho de una nación a determinar su producción y consumo de alimentos y la exclusión de la agricultura de regímenes de comercio global como el de la OMC. También significa consolidar una agricultura centrada en los pequeños productores protegiendo al mercado doméstico contra las importaciones baratas, fijando precios competitivos para campesinos y pescadores, suprimiendo todos los subsidios directos e indirectos y suspendiendo las subvenciones domésticas que promuevan una agricultura no sustentable.

La plataforma de Vía también demanda poner fin al régimen de derechos de propiedad intelectual relativos al comercio (TRIP, por sus siglas en inglés), que permite a las corporaciones patentar semillas; se opone a la agrotecnología basada en la ingeniería genética, y demanda una reforma agraria. En contraste con un monocultivo integrado global, Vía ofrece la visión de una economía agrícola internacional compuesta de diversas economías agrícolas nacionales que comercien entre sí, pero enfocadas sobre todo a la producción doméstica.

Alguna vez considerados reliquias de una era preindustrial, los campesinos encabezan ahora la oposición a una agricultura capitalista industrial que los enviaría al basurero de la historia. Se han vuelto lo que Karl Marx describió como una “clase para sí misma”, políticamente consciente, lo cual contradice sus predicciones de extinción. Con la crisis global de alimentos, se han colocado en el centro del escenario y cuentan con aliados y partidarios. Porque a la vez que los campesinos se niegan a desaparecer y luchan contra la descampesinación, los sucesos del siglo XXI revelan que la panacea de la agricultura industrial capitalista globalizada es una pesadilla.

Conforme se multiplican las crisis ambientales, se acumulan las disfunciones sociales de la vida urbana industrial y la agricultura industrializada crea mayor inseguridad alimentaria, el movimiento campesino cobra mayor relevancia no sólo para ese sector, sino para todos los que se ven amenazados por las consecuencias catastróficas de la visión capitalista global de organizar la producción, la comunidad y la vida misma.


* Walden Bello es analista y ex director ejecutivo del instituto de investigación y activismo Enfoque en el Sur Global, con sede en Bangkok.

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