domingo, 1 de junio de 2008

Crisis económica: la mirada de un historiador / Robert Brenner *

La agitación que se observa en Gran Bretaña y EE.UU. en el préstamo hipotecario y en la banca parece contenida, pero el futuro de la misma sigue siendo más que dudoso. Si, como vienen diciendo desde hace tiempo los funcionarios veteranos, los elementos fundamentales de la economía son robustos, los miedos ante el impacto de la crisis deberían irse apaciguando. Pero ¿es así?

Las alegres embestidas de los 80, los 90 y la primera mitad de la presente década, con sus transferencias de renta al 1% más rico de la población, han eclipsado la realidad económica básica del debilitamiento en el largo plazo de las economías capitalistas avanzadas. El rendimiento económico de los EEUU, Europa occidental y Japón, medido con prácticamente todos los indicadores posibles –volumen de producción, inversión, empleo y salarios—, no ha hecho sino deteriorarse, década tras década, ciclo económico tras ciclo económico, desde comienzos de los 70.

Los años transcurridos desde que empezara el actual ciclo a comienzos de 2001 han sido los peores: en EEUU, el crecimiento del PIB y del empleo ha sido el más lento desde fines de los años 40, y los salarios reales por hora trabajada no han hecho, para el 80% de la población, sino retroceder al nivel de 1979.

El descenso del dinamismo de las economías capitalistas avanzadas arraiga en una caída importante de la tasa de beneficios, caída causada por una tendencia crónica a la sobrecapacidad en la industria manufacturera global, que se remonta a finales de los 60. Las reducidas tasas de beneficios han llevado, desde los 70, a un continuo declive de la tasa de inversión como porción del PIB, así como a paulatinas reducciones del crecimiento del stock de capital y del empleo.

Esa desaceleración de la acumulación de capital, sumada a la presión granempresarial para restaurar sus tasas de retorno manteniendo bajos los salarios, ha reducido la demanda agregada; una debilidad que viene a constituir desde tiempos inveterados el principal obstáculo atravesado en el camino del crecimiento de las economías avanzadas.

Los gobiernos, con el de los EEUU en cabeza, han emitido volúmenes cada vez mayores de deuda, a través de canales cada vez más barrocos, para subsidiar el poder de compra. En los 70 y en los 80 incurrieron en déficit cada vez más grandes, a fin de sostener el crecimiento. Desde mediados de los 90, empero, tuvieron que recurrir a formas más drásticas y más arriesgadas de estímulo para contrarrestar la tendencia al estancamiento, substituyendo los déficit públicos del keynesianismo tradicional por los déficit privados y la inflación de activos, en lo que bien podría llamarse un keynesianismo de precios de activos, o, con igual pertinencia, una política económica de la burbuja.

A despecho de sus protestas en contrario, fue Alan Greenspan, y nadie más, quien lanzó el experimento macroeconómico que alimentó la gran carrera especulativa de los mercados de valores a fines de los 90, tras el fracaso de los intentos de la administración Clinton y de la UE por arrancar a la economía de su dependencia del crédito mediante ajustes presupuestarios de impronta neoliberal.

Esos intentos naufragaron frente a las hondas recesiones en Europa y en Japón, frente la recuperación sin creación de empleo en los EEUU y frente a la crisis del peso mexicano. En la medida en que las corporaciones empresariales y los hogares ricos comenzaron a disfrutar de su creciente riqueza sobre el papel, se embarcaron en un aumento sin precedentes de endeudamiento, lo que estuvo en la base de una potente expansión de la inversión y del consumo, el malhadado boom de la “nueva economía”.

Sin embargo, el incremento de los precios de los valores, a despecho de unas tasas de beneficio declinantes y de la escalada de sobrecapacidad resultante de una inversión acelerada, provocó el crac y la recesión de 2000-2001.

Imperturbables, los bancos centrales recurrieron de nuevo a la inflación de los precios de los activos. Reduciendo las tasas de interés real a corto plazo a cero durante tres años, facilitaron una explosión del préstamo hipotecario en el mercado inmobiliario que, a su vez, contribuyó a –e incentivó— que se dispararan los precios de las viviendas. La riqueza inmobiliaria así inflada permitió un incremento en el gasto de consumo, el cual, a su vez, dio fuelle a la expansión.

El consumo personal, sumado a la inversión en vivienda, representó el 90-100% del crecimiento del PIB en los primeros cinco años del presente ciclo. Sin embargo, el sólo sector de la vivienda es responsable del crecimiento del PIB en más de un 40%, lo que contribuyó a obscurecer la debilidad de la recuperación.

El incremento de la demanda resucitó a la economía. Pero, aunque los consumidores hicieron su tarea, no puede decirse lo mismo del mundo de los negocios, a pesar del incentivo que significaban unos préstamos inmobiliarios sin precedentes.

Centradas en restaurar sus tasas de beneficio, las grandes empresas desencadenaron una brutal ofensiva contra los trabajadores. Incrementaron el crecimiento de la productividad, no tanto con inversiones en equipo, como por la vía del recorte del empleo y de obligar a los empleados a cargar con los costes de los períodos de poca actividad. Mantuvieron bajos los salarios, al tiempo que lograban exprimir más rendimiento de cada persona, lo que les permitió apropiarse de una porción sin precedentes del incremento que de ello resultó en el PIB no-financiero.

Las corporaciones empresariales no-financieras, así pues, aumentaron sus tasas de beneficio significativamente, aun cuando ni siquiera a los niveles ya rebajados de los 90. Pero al mantener en bajos niveles la creación de empleo, la inversión y los salarios, mantuvieron bajo también el crecimiento de la demanda agregada, socavando así su propio incentivo para expandirse.

Lo que hicieron, en cambio, en vez de aumentar la inversión y crear más empleo, fue explotar las ventajas del crédito barato y dedicar una parte sin precedentes de sus recursos a la recompra de sus propias acciones, a la financiación de fusiones y adquisiciones de otras empresas y a pagar dividendos a los accionistas.

Con ese trasfondo de debilidad de los fundamentos de la economía productiva real, la crisis desencadenada por el colapso del mercado de hipotecas de alto riesgo resulta extremadamente amenazante. Ben Bernanke –que sustituyó a Greenspan como presidente de la Reserva federal de EEUU— tiene, pues, pocas opciones, aparte de seguir rebajando el coste de los préstamos.

La deflación de la burbuja inmobiliaria desde 2005 –su momento culminante— venía ya ejerciendo presión sobre el gasto del consumidor y sobre la construcción de vivienda, un problema que no hará verosímilmente más que empeorar, a medida que las ventas y los precios de las viviendas se desplomen.

Además, a la vista de la débil respuesta que han dado a uno de los paquetes de estímulos más imponentes de la historia, difícilmente puede esperarse que las corporaciones empresariales aflojen: de hecho, empezaron a reducir el crecimiento del empleo antes incluso de que la crisis financiera estallara.

Hay, además, razones para dudar de la eficacia de los tipos reducidos de la Fed. ¿Cómo habrían de lanzarse al consumo los consumidores, si los precios en declive de sus viviendas inducen al ahorro, no al consumo? El boom estimulado por el consumo parece destinado a su fin.

¿O acaso la bajada del dólar, que ha de ir de consuno con los movimientos de la Fed, no forzará un alza en los tipos de interés a largo plazo, con la consiguiente amenaza de rebajar los precios de los activos y estorbar el crecimiento económico? ¿Cómo puede la rebaja de costes de los préstamos reducir las masivas pérdidas en títulos hipotecarios que tienen inexorablemente que resultar del maremoto de morosidad que no ha hecho sino comenzar?

No ofrece duda: se avecinan duros tiempos; el final de la expansión puede venir acompañado de llanto y crujir de dientes.

*Robert Brenner es director del Center for Social Theory and Comparative History en la Universidad de California-Los Ángeles.

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