sábado, 30 de agosto de 2008

Con déficit los problemas son más / Primo González

Ya estamos en déficit. España no sólo ha experimentado un severo frenazo en la actividad económica sino que ha abandonado el club de los países virtuosos, aquellos que presentaban cuentas públicas con superávit o al menos equilibradas. Queda la Seguridad Social como reserva del sistema, aunque su deterioro, bastante acelerado, está resultando patente con el paso del tiempo, ya que los gastos están aumentando a bastante mayor ritmo que los ingresos por la sencilla razón de que aumentan más los perceptores del seguro de desempleo que los nuevos cotizantes.

La presencia del déficit público, de las cuentas del Estado, representa realmente un salto cualitativo en el estado de la economía, aquejada tradicionalmente por un elevado déficit con el exterior (entre otras cosas, fruto de la fase de crecimiento económico, que ha acelerado las importaciones y más recientemente de la aceleración de la factura energética por el aumento del precio del petróleo) y por una elevadísima tasa de inflación, que de momento se ha plegado ligeramente por debajo del 5% aunque sigue manteniendo un enorme diferencial con el resto de las economías europeas con las que más nos relacionamos.

En suma, tres problemas serios en donde hasta ahora había sólo dos, uno de los cuales, el déficit comercial, era fruto propio de una economía en crecimiento, pero que se mantiene como problema incluso en la fase de paralización económica. Otro tanto se podría decir de la inflación. En definitiva, el tránsito del crecimiento a la paralización de la economía no sólo no ha aliviado alguno de nuestros males (inflación, exceso de importaciones) sino que añade otro nuevo (déficit público), consecuencia del frenazo en los ingresos, cuando no reducción, y del aumento de los gastos.

Más aún, el superávit público que lucía hasta hace bien poco España no se ha dilapidado, como habría sido más provechoso, mediante la realización de inversiones masivas, sino mediante un incremento del gasto improductivo. Los sindicatos han sido poco beligerantes en este terreno cuando podrían haber presionado al Gobierno frenando sus veleidades electoralistas y de aumento del gasto y proponiendo, por el contrario, planes de inversión que hicieran del sector público ese agente anticíclico que tanto gusta a algunos líderes sindicales: el superávit público debe gastarse en fase de tristeza económica a través de inyecciones de inversión a la economía.

Ahora, por desgracia, ya es tarde. Simplemente no hay superávit y no hay dinero que gastar. Tampoco desde el lado de los incentivos empresariales está el horno para bollos, ya que rebajar el Impuesto de Sociedades o algunos impuestos que gravan la actividad económica, medidas que tienen sentido cuando se observan los primeros síntomas de debilidad en la economía, es sencillamente inviable. A Solbes nadie se atreverá a proponerle en las actuales circunstancias, ni remotamente, ningún plan que pueda acarrear descenso de la recaudación tributaria.

Con estos tres problemas a cuestas, el panorama que se le ofrece a la economía española es realmente sombrío y las cavilaciones del jefe del Ejecutivo, prometiendo que pronto vamos a crecer al 3%, resultan patéticas. Una de las ventajas que nutría en estos últimos años el crecimiento español era el envidiable crédito que tenía el país, y por extensión sus empresas, en el ámbito financiero internacional. En las últimas semanas, la prima de riesgo española frente al exterior ha aumentado de forma espectacular, asunto que resulta más grave aún en una etapa de escasez de liquidez internacional como la actual.

Ya de por sí resulta preocupante que los créditos en los mercados exteriores nos los cobren a tipos bastante más altos que a nuestros competidores. Problemas de acceso al endeudamiento y de carestía de la deuda son ahora el resultado de haber medido mal las fuerzas. España ya no es un prestatario de primera fila. Las calificaciones internacionales de las agencias especializadas no tardarán en reflejar lo que por desgracia es ya una realidad que viven a diario las empresas españolas que dependen del exterior.

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