domingo, 10 de agosto de 2008

Observatorio con dioptrías / José Luis Nueno *

Los precios de los alimentos siguen su trayectoria alcista, tan intensa como desconcertante. Según la tabla de incrementos de precios presentada por el Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, esta misma semana, productos tan básicos como los limones, el aceite de girasol o la harina suben en lo que va de año un 60%, un 47% y un 35%, respectivamente.

Los portavoces de los agricultores apuntan que este comportamiento obedece a la codicia de los distribuidores, que de acuerdo con sus datos aplican multiplicadores de cuatro o más veces a los productos que ellos les venden y por los que no obtienen ni lo necesario para cubrir los aumentos en los costes de energía que afectan al gasóleo o los fertilizantes. Algunos acusan de sus males a los intermediarios de la cadena de suministro y sostienen que introducen ineficiencia y opacidad, y son la causa principal de la inflación alimentaria.

Una de las promesas electorales de Zapatero fue la creación de un observatorio de precios y márgenes con el fin de trazarlos a lo largo de la cadena. Se olvidó de que ya lo tenía. De hecho tiene uno en el Ministerio de Industria, otro en el INE, y el que recoge la dirección general de Política Comercial, entre otros. Los agricultores conjuntamente con asociaciones de consumidores, por ejemplo, presentan el índice de productos en origen y destino.

La desconfianza del consumidor se agrava cuando escucha del ministro de Economía que para reducir el diferencial de inflación con Europa “es necesario seguir trabajando a medio plazo para mejorar la competencia (y) los canales de distribución”. O al secretario de política económica y empleo del PP, Miguel Arias Cañete, cuando sugiere que “los agricultores se agrupen para que puedan comercializar directamente sus productos desde origen a destino… introduciendo más transparencia en el proceso comercial”.

La inflación en los alimentos es un fenómeno que ha cogido a todos por sorpresa. Sin embargo, pocos sectores han sido más efectivos en conseguir el suministro, variedad, seguridad y ahorro.

En Europa existía la certeza de que la comida no volvería a ser cara nunca más. En el 2003, en Alemania, en Holanda o Francia tuvieron deflación en los precios de los alimentos que vino siempre de la mano de la competencia entre distribuidores. Una competencia que vino a través del aumento de cuota de mercado de las tiendas de descuento, el desarrollo por parte de los distribuidores de marcas propias (los productos que llevan la marca de la enseña y cuyos precios bajos eran un dique para las tentaciones inflacionistas de otros concurrentes).

En un estudio que llevamos a cabo para Aecoc en el año 2006, concluíamos que en España no hubo deflación como en sus vecinos porque en cuatro años había pasado de un estancamiento demográfico, que hacía imposible un escenario de crecimiento, a recibir más de cinco millones de inmigrantes jóvenes, empleados… y que comían. La agricultura y la industria tenían la capacidad ajustada, y la demanda superó a la oferta, sosteniendo los precios. Luego llegó septiembre del 2007. donde se disparó un fenómeno de inflación global en los alimentos, que en casos se atribuyó erróneamente a la distribución.

Aun así, cuesta entender este fenómeno que debe ser tratado distinguiendo los productos envasados (los manufacturados) de los frescos. Entre los primeros, la existencia de competencia entre los distintos fabricantes, entre los productos de estos y los del distribuidor, o la disponibilidad de formatos y tipos de tienda o la publicidad convierten el mercado en el árbitro más efectivo en materia de precios.

Cada intervención de la administración pública en la regulación de las condiciones de competencia en el sector ha sido una tragedia. En España, imitando el modelo francés y con el objetivo de proteger al pequeño comercio, se introdujo la ley 7/ 1996, que prohibía la venta de un producto a un precio por debajo de aquel que figuraba en la factura del proveedor (pero ni prohibía ni controlaba las aportaciones fuera de factura al distribuidor); restringía las licencias de apertura de grandes superficies, y regulaba los horarios comerciales.

Todas estas medidas han tenido el efecto contrario al que buscaban. El pequeño comercio ha desaparecido al no poder resistir la expansión de supermercados y tiendas de descuento fortalecidas por el lastre impuesto por la ley 7/ 1996 a las grandes superficies.

Pero lo peor es que todas estas intervenciones han sido inflacionistas. Han supuesto aumentos de precios en las categorías en las que la venta a pérdida era habitual, y sobre todo han creado mecanismos de fair play entre concurrentes a través de esa transparencia que ha permitido formular tanto precios techo o máximos, como suelo o mínimos.

Y ¿en los frescos? La mayoría de las quejas que se escuchan provienen de la dialéctica entre agricultores y distribuidores. Estos argumentos de marcajes abusivos, demandas de erradicación de los intermediarios o de su sustitución por un funcionario olvidan dos conceptos que son centrales al problema.

El primero es que la comparación entre valor en origen y final es un tanto limitada. Hoy se añade mucho más valor al asegurar la disponibilidad, la comodidad, la seguridad, regularidad, el calibre u otros servicios de lo que se vende, que en su producción. Cuando un agricultor acude a un grower market o mercado de payeses, capta ese concepto rápidamente, ya que sus precios empatan los de cualquier comercio estacionario.

Justificadamente, pide ese precio porque ha seleccionado y calibrado su oferta, generando una merma. Ha transportado su surtido del huerto al puesto. Es el más fresco del mercado. Y es escaso, natural, dirá orgánico, por lo que puede pedir más. Nada que ver con la producción. El precio se forma en los servicios. Por eso es esencial que integren más servicio si quieren más margen.

Que los agricultores no se unan, se coordinen y reemplacen a esos a los que tachan de parásitos es chocante. Si el mayorista no tiene un papel, debería desaparecer, como ha pasado en el textil, en la electrónica de consumo o en la venta de perfumes.

Los perecederos son la clave del comercio alimentario. La mayoría de las cadenas que los tratan ganan dinero si gestionan bien los hortofrutícolas. Hay que ser bueno para empatar con la carne, y extraordinario para no palmar con el pescado.

Mirando la precariedad de los márgenes de última línea de cualquier cadena de distribución de alimentos se constata el rigor y la eficacia del mercado como árbitro. Los que nos administran tienen que ayudar de verdad a los productores de perecederos. Pero que dejen lo demás como está.

José Luis Nueno. Profesor del IESE. Miembro del consejo de administración de varias compañías, de la American Marketing Association y de la Académie des Sciencies Commerciales. Ha trabajado en la Universidad de Michigan y ha enseñado en la escuela de negocios de la Universidad de Harvard.

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