miércoles, 6 de agosto de 2008

Otra vez "los parados" a las puertas del Evangelio y las Iglesias / José Ignacio Calleja Sáenz de Navarrete

De todos los efectos sociales que acarrea una crisis económica, sin duda el que más me inquieta es “el paro”. Quienes hemos crecido como ciudadanos en una democracia, precaria e inestable al principio, a mediados de los años setenta, más asentada poco a poco, en la siguiente década, y vivida con toda naturalidad, ya en los noventa, también hemos sido testigos de distintas crisis económicas.

En la memoria colectiva de mi generación ha quedado la promesa de Felipe González de que su gobierno crearía 800.000 puestos de trabajo, en el cuatrienio del 83 al 87. Si alguien quería mostrar el fracaso de las promesas electorales de González no tenía más que recurrir a su famosa promesa, y la sonrisa afloraba a la comisura de los labios de los oyentes. Una sonrisa, por otro lado, que se nos congelaba entre los labios, porque la economía española superó de lejos la cifra de los tres millones y medio de parados. Una cifra tan abrumadora sobre el conjunto de la población activa, que sociólogos y analistas de toda condición decían cada mañana que era propia de “una situación revolucionaria”.

(Entonces se utilizaba este lenguaje. Ahora se habla de que caminamos hacia “una revuelta social”. Es curiosa la diferencia. La situación revolucionaria apunta a que todo va ser puesto “patas arriba” y reestructurado socialmente. La revuelta social piensa más bien en que la protesta contra la autoridad va a ser más intensa y hasta quizá incontrolada. Es curioso cómo ven “lo social” los analistas de cada tiempo, y lo que revela su lenguaje sobre las aspiraciones de la gente con problemas. Pero dejo ahora este detalle).

El caso es que quienes vivimos esa experiencia de los tres millones y medio de parados, buena parte de ellos con prestaciones por desempleo consumidas o inexistentes, sabemos el drama humano que se plantea detrás de la inmensa mayoría de esas situaciones. Sabemos que suelen ser los trabajadores en condiciones laborales más precarias, con una cualificación profesional muy escasa, jóvenes que buscan su primer empleo o que venían saltando de uno a otro con absoluta provisionalidad, mujeres y mayores afectados por expedientes de regulación de empleo en sus empresas o sectores, y que están lejos aún de la edad de jubilación, y la novedad, hoy, de los inmigrantes que se han incorporado a sectores y tareas que, en la crisis “de la construcción”, y sus derivados, van a ser (son) los primeros en sufrir las consecuencias.

No pretendo aquí hacer un análisis de todo esto, es decir, el tipo de crisis, los motivos que la hacen tan grave en la economía española, las medidas drásticas que todo el mundo reclama, (y que, por cierto, pocos dicen cuáles y con qué reparto de costes para los distintos grupos sociales y productivos), si Zapatero nos engañó y retrasó las medidas a tomar, (pienso más bien, que retrasó reconocerlo, para mejor ganar las elecciones; no lo exculpo, pero creo que las medidas a tomar son de mucho calado y esfuerzo social, algo así como unos nuevos “pactos de la Moncloa”, cuando Suárez), si hemos crecido con pies de barro por el tipo de sectores en que nos hemos centrado, por el modo, y por la pérdida de productividad y competitividad de nuestra economía… de todo esto hay que hablar y cuanto antes pactar un salida “particular”.

Piensa y actúa globalmente, sí, porque la crisis tiene componentes “globales”, pero también piensa y actúa localmente, porque la crisis cobra unos perfiles casi únicos en España, dentro del mundo “desarrollado”, y tenemos que reconocer que no podemos construir, nunca mejor dicho, “castillos” en el aire. No podemos llenar el país de casas y urbanizaciones a las que acudirá la gente en coches de lujo, conseguir todo esto con préstamos baratos a largo plazo, especular un poco a ver si con un piso nos hacemos con un todoterreno, y esperar que sea el ahorro de otros países el que nos permita mantenernos en esta noria. Está claro que esto no iba durar siempre.

Pero yo quería recordar, insisto y pido disculpas por perderme en lo anterior, que el problema social de los problemas en una crisis económica es el paro, las personas que lo padecen. Quienes lo hemos vivido como hecho social, quienes hemos tenido durante años a familiares y amigos, y por nuestra condición de “sacerdotes”, a familias y personas particulares en esa situación, tenemos una huella en la conciencia casi imborrable, una cicatriz que todavía nos duele.

Ese mirar cada día el periódico y, luego internet, a ver qué se ofrece con el perfil de las personas que te dicen si sabes algo; ese preguntar a tus conocidos si conocen alguna oferta cerca de ellos que puedas comunicar a otros; ese decir a tus mejores contactos que si hay algo, “ya sabes”, llámame, “que tengo un chaval que lo necesita mucho, que tiene dos nenas y no tienen nada”, ese ver a los abuelos compartiéndolo todo con sus hijos necesitados, casa, comida, coche, fines de semana, todo, con tal de salvar la crisis, en fin, qué les contaré a los de mi generación.

Y fue un milagro, y los sociólogos dijeron que la sociedad española había barrido todas las teorías sociológicas sobre la crisis, porque subía la tasa de paro y el país seguía en paz, y la convivencia era bastante armoniosa, y la gente subsistía… Y cuando llegó el momento de decir por qué, pues “las ciencias sociales” siempre explican a posteriori sus fallos en la previsión, concluyeron, “han sido las familias quienes más se han sacrificado y las que han afrontado como una piña esas situaciones imposibles por inhumanas”. Bueno, sería fácil para mí entrar por el camino del valor de la familia ayer, hoy y siempre, pero no es ése el tema.

Ahora toca reconocer que el paro es el primer problema social. Cuando te toca, realmente te das cuenta de que todo queda patas arriba. No tienes ánimo ni para cuestiones morales de detalle ni teológicas. Si hay una familia de por medio, y llega la escasez, la incertidumbre de “¿y mañana qué?, entonces los debates políticos e ideológicos te suenan a “chino”, ofensivos casi, enredos entre gente que tiene resuelto el día a día de su subsistencia y la de los suyos, incluso con holgura, y por tanto se ocupa de otras cosas con descaro, con distancia, con interés.

No digo que ya no interese nada más. Dios me libre. Pero sí quiero exagerar, para que no nos despistemos hábilmente. A menudo, hay debates importantes, muy importantes incluso, pero no urgentes, no imperiosamente vitales para los sectores más débiles, peor situados, desplazados, amenazados de exclusión, excluidos por fin, y olvidados o silenciados. Toda una relación de situaciones humanas que hay que acoger como prioridad de la caridad y la fe de la Iglesia antes de que suceda.

Porque esta vez estamos más preparados, sabemos mejor cómo suceden las cosas, conocemos a quiénes debemos exigir y qué les podemos pedir política y económicamente. Cuando escucho en la radio, estos días, que la gente califica de “drama” si no puede permitirse las vacaciones que había previsto o soñado, me quedo impertérrito. Bueno, todo eso cabe como problema en un dedal. Pero si alguien dice, “me he quedado sin empleo y no encuentro otro, y mis niños esperan en casa”, atención han sonado todas las alarmas.

Sabemos de esto y vamos a ponernos en marcha ya. Confío en las Cáritas, y confío en otras instituciones de la Iglesia, para que inicien ya una palabra y una acción de denuncia, primero, y de movilización de activos, porque ya está aquí, a las puertas de las Iglesias y de “El Corte Inglés”, está aquí el paro y esto son personas con dificultades y necesidades extremas, de las que crean obligaciones morales y políticas irrenunciables. ¡Y claro está, no va a ser “El Corte Inglés”, quien las va a atender y denunciar su situación! Hablamos ya de derechos humanos fundamentales y aquí no caben componendas. Son las personas y familias sin empleo e ingresos. Pronto va a suceder. Está sucediendo poco a poco. Es ya el momento del Evangelio de los parados y olvidados, aunque sea verano, ¡ya está aquí!

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