domingo, 21 de septiembre de 2008

¿Cuándo acabará la crisis? / Juan Ignacio Crespo*

Cuándo acabará la crisis? Es razonable hacerse una pregunta tan ambiciosa y, ya no digamos, intentar responderla?

Sí y no. No porque, las predicciones, incluso cuando aciertan, se suelen hacer realidad de manera muy diferente de como fueron concebidas. Y sí porque cuando las economías se adentran en aguas sin cartografiar es mejor que lo hagan dotadas de una hipótesis de trabajo con la que comparar los acontecimientos.

Una posible carta de navegación para los próximos años la proporcionan las pautas de comportamiento que pueden, mejor que peor, identificarse en las pasadas crisis. Con ellas en la mano, puede aventurarse que la fase aguda que afecta a los mercados financieros tiene todavía un año más de recorrido, hasta el otoño de 2009, cuando, previsiblemente, las bolsas llegarán a su nivel más bajo de este ciclo.

A partir de ese momento, y coincidiendo con la recuperación de los índices, el estado de ánimo general empezará a mejorar, aunque aún le quedará seguramente un año más de fase aguda al sector inmobiliario (sobre todo si se ve afectado el sector de oficinas y locales comerciales), así como a las cajas de ahorros y a los bancos más volcados en el crédito hipotecario. El final de la fase aguda habría que situarlo, por tanto, a finales de 2010.

Sin embargo es probable que haya también una fase crónica cuya duración (calculada utilizando los mismos patrones históricos) podría prolongar hasta siete años más la enfermedad que padecen las economías desarrolladas.

¿Y cómo describir esa fase crónica? Con lo que en la jerga anglosajona suele llamarse double dip o triple dip. Es decir, la doble o triple caída que, tras haberse recuperado del tropezón inicial, sufrirán probablemente las economías de Occidente que habrían entrado así en un largo periodo en el que alternar aceleradamente crecimiento y recesión.

Lo errado o correcto de este diagnóstico dependerá del acierto en elegir las referencias históricas adecuadas, que en este caso son la recesión norteamericana de 1907 (con las dos recaídas que la siguieron) y la de 1973-1975 (junto con las dos recaídas del periodo 1980-1982). Y de lo que de original e inesperado tenga la crisis actual.

Una comparación así tiene algo malo y algo bueno. Lo malo es que las dificultades económicas son de orden superior a las experimentadas en cualquiera de los últimos 25 años y lo bueno es que quedarán muy lejos de la gravedad de la conocida Gran Depresión de los pasados años treinta, y también muy lejos de lo sucedido en otro periodo poco conocido al que suele llamarse la otra Gran Depresión (años setenta del siglo XIX).

Una situación, si el diagnóstico es correcto, mala pero no desesperada, en la que la buena gestión de la crisis de liquidez actual por parte de los bancos centrales ha conjurado el peligro de las quiebras bancarias masivas propias de los años treinta (entonces se redujo el producto nacional neto de Estados Unidos a la mitad) y que, sin embargo, podría hacer que viéramos caídas del PIB de la magnitud de la que experimentó el de Estados Unidos en 1982: 1,9% negativo.

Las semejanzas y diferencias entre los periodos comparados darían para horas de discusión. Sin embargo, lo que hace únicas en la historia la crisis actual y la de los años 1973-1975 es que la desaceleración de las economías coincide con una fuerte subida del precio de las materias primas (en otras recesiones lo normal es que el retroceso de la demanda hiciera caer el precio de éstas). De ahí que lo específico e inusual tanto de los años setenta como del momento actual sea que el retroceso de la actividad se produce a la vez que la subida de los precios.

Y, por si eso fuera poco, hasta el diagnóstico sobre el origen o el factor de aceleración de ambas crisis es idéntico: la política monetaria extremadamente laxa de la Reserva Federal norteamericana en 1971-1972, primero (para huir de la recesión de 1970), y de 2001-2004, después (para huir de la de 2001). En ambos casos, la política de dinero fácil terminó provocando los excesos especulativos y el aumento de la inflación. (En 1907 no existía la Reserva Federal, pero también los excesos en la compra de activos a crédito precipitaron la crisis).

¿Por qué es tan difícil la situación?

Porque buena parte de los recursos propios de bancos y cajas de ahorro se ha destruido o se va a destruir en este proceso, por lo que necesitarán un tiempo para reconstruirlos, reduciendo o eliminando el pago de dividendos (o de sus dotaciones a la obra social en el caso de las cajas), así como realizando ampliaciones de capital para, de esta forma, poder volver a conceder el nivel de préstamos que permite crecer a las economías. Mientras dure esa situación los préstamos serán, pues, más escasos y caros.

En paralelo, el sector inmobiliario de países como España o Estados Unidos tendrá que dar salida a la acumulación de viviendas no vendidas, algo que impone un parón de la construcción. Y la construcción es el sector que con mayor rapidez crea o destruye empleo.

Habrá en el proceso sectores más perjudicados que otros. De manera muy general puede decirse que si la comparación con 1974 es adecuada, los tipos de interés se mantienen bajos y la inflación relativamente alta (es decir, con tipos de interés reales negativos como ya ocurre en este momento) se producirá una tremenda transferencia de riqueza desde los ahorradores hacia los deudores ya que a la vez que el ahorro pierde poder adquisitivo el coste real de devolver una deuda con inflación por medio se reduce.

¿Se puede hacer algo para salir de la crisis?

Desgraciadamente, a corto plazo, no. O muy poco. Aquí las grandes líneas de actuación siguen siendo las de los años setenta y ochenta que ya se esbozan en las propuestas que hacen los grandes partidos: reducción de trámites y de impuestos (sociedades y plusvalías), desde la derecha, y aumento del gasto social y de las obras públicas, desde la izquierda.

Cada una de esas propuestas ha dado buenos resultados en algún momento de la historia: con Ronald Reagan, las primeras, y con Franklin D. Roosevelt, las segundas. Aunque en ambos casos tras periodos tan largos de dificultades económicas que se puede dudar de cuál fue el mérito de las medidas y cuál el del paso del tiempo.

La debilidad de los sindicatos y el aumento del desempleo probablemente impedirá que se genere la espiral incremento de precios/incremento de salarios que también caracterizó los años setenta.

Sea como sea, los desequilibrios internacionales son demasiado grandes como para que cualquier país pueda hacer nada aisladamente. Además, el margen fiscal de que goza Estados Unidos es demasiado bajo (con un déficit camino del 5% de su PIB) y el que fue superávit español era demasiado pequeño para la magnitud del desafío.

Con el agravante, en el caso español, de que cualquier política de obras públicas que no vaya coordinada con el resto de la Unión Europea agravará el déficit comercial que ya acumula España.

Y es que crecer cuando tus socios comerciales no lo hacen está fuertemente contraindicado como aprendieron a su costa en el primer Gobierno de François Mitterrand cuando el intento de salir por su cuenta de la crisis de los setenta llevó al sector exterior y al franco francés a una situación insostenible.

En el corto plazo, pues, la situación no va a mejorar. Ni siquiera está claro que las materias primas hayan alcanzado ya sus precios máximos. No al menos hasta que haya pasado un otoño preñado de los peligros que el vacío de poder que se produce en la Casa Blanca durante la campaña electoral norteamericana alienta, imán inevitable de las tensiones geopolíticas.

*Juan Ignacio Crespo es director europeo en Thomson Reuters.

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