domingo, 14 de septiembre de 2008

El dilema de la intervención / Luis de Guindos

El Tesoro norteamericano acaba de realizar la mayor operación de rescate de la historia de los mercados financieros tomando el control de las dos grandes instituciones hipotecarias americanas con patrocinio público: Fannie Mae y Freddie Mac. Fannie Mae nació en los años 30 al calor del New Deal para facilitar el acceso de los norteamericanos a la vivienda a través de la adquisición de hipotecas, y así liberar recursos y permitir a los bancos continuar con la concesión de créditos hipotecarios.

En ambos casos se trata, sin embargo, de instituciones privadas que cotizan en bolsa, aunque cuentan con un estatus especial al haber sido creadas por una legislación federal, lo que les otorgaba el privilegio de la garantía implícita del Gobierno, que no las dejaría caer en el supuesto, hoy real, de dificultades financieras.

Fannie y Freddie han intervenido, o mantienen en balance, hipotecas por más de cinco billones de dólares -casi el 50 del total concedido- con un capital de sólo 81.000 millones. Los recientes problemas del sector inmobiliario les han generado enormes pérdidas y la necesidad de capital adicional, lo que ha llevado a su colapso en Bolsa. Ante esta situación, el Tesoro anunció un plan para su intervención y control, lo que de alguna forma hace explícita la garantía tácita con la que contaban.

Lógicamente, esta actuación ha intensificado con virulencia el debate de la intervención del sector público en las entidades bancarias. Los argumentos teóricos contra la intervención son de dos tipos. El primero se suele identificar con posturas ultraliberales y señala que las ayudas a los bancos por parte del sector público son inútiles y acaban siendo contraproducentes. Dichas ayudas generan riesgo moral en el sentido de que la intervención impide que el mercado recompense a los virtuosos y castigue a los imprudentes, con lo que se eliminan los incentivos a comportarse correctamente.

Además, al impedir que desaparezcan las instituciones mal gestionadas se evita una reasignación eficiente de los recursos en el sector y la necesaria consolidación, imprescindible para eliminar el exceso de oferta. Los contrarios a la intervención propugnan, por tanto, que paguen las instituciones imprudentes con su desaparición, lo cual a su vez no tiene impacto sobre las cuentas públicas y los contribuyentes, y evita la arbitrariedad del Gobierno en su actuación.

La segunda crítica contra las ayudas al sistema bancario proviene del otro extremo del espectro ideológico. Paradójicamente, de los propios intervencionistas. Estos consideran a los bancos la esencia del capitalismo y resaltan la contradicción que supone ayudarlos cuando vienen mal dadas mientras en tiempos de bonanza se apropian de los beneficios y defienden su desregulación. Por ello propugnan, para evitar la anterior asimetría, la nacionalización de la banca ya que sus accionistas y gestores son incapaces de salvar las crisis sin ayuda pública, mientras que se quedan con los beneficios en las épocas de vacas gordas. Se trata, por decirlo de otro modo, de evitar caer en una especie de socialismo de ricos.

La defensa de la intervención parte, por su lado, de la consideración de que el sector bancario es distinto al resto de la economía ya que sustenta el sistema de cobros y pagos y de crédito sin los que no puede funcionar el conjunto de la actividad económica.Un colapso del entramado bancario arrastraría a la globalidad del sistema. Además, el negocio bancario descansa en la confianza.Se basa en tomar a corto plazo depósitos de clientes y en prestar a largo plazo. Sin esta confianza resulta prácticamente imposible que la actividad bancaria se ejecute en condiciones adecuadas.

Es por ello que el sector bancario está sometido a una regulación y a unas exigencias especiales, y existe un supervisor específico -normalmente el banco central- que vigila que las entidades se ajusten en su operatoria a dichas normas. Por ello, el debate real no debe centrarse tanto en términos de intervención o no intervención, como de cuáles deben ser los instrumentos de la intervención que minimicen su coste. Y es aquí donde existen diversas alternativas.

La más usual, que forma parte de las funciones tradicionales de los bancos centrales, es la de ejercer de prestamista en última instancia, que consiste en proporcionar liquidez por parte de la autoridad monetaria a los bancos cuando los mercados privados se cierran por cualquier razón. Se trata de una actuación extremadamente importante puesto que, en banca, las crisis de liquidez se pueden acabar convirtiendo en crisis de solvencia.

Un paso más allá en la ayuda es cuando los bancos centrales bajan los tipos de interés para intentar reducir el coste de financiación de la banca privada e inducir una curva de tipos con pendiente positiva.La reducción de tipos se da normalmente cuando los problemas de liquidez se generalizan y puede producir efectos colaterales indeseados como es la generación de tensiones inflacionistas o burbujas en el precio de los activos.

Por último, existe la posibilidad de acciones más agresivas, como serían la adquisición de activos problemáticos a los bancos por parte del sector público o la intervención y nacionalización de la entidad. En estos casos, aparte del coste de eficiencia que supone el riesgo moral, se puede producir un impacto presupuestario y en el contribuyente.

A lo largo del último año hemos visto actuaciones que abarcan todo el espectro anterior. El BCE se ha limitado a inyectar liquidez con generosidad, mientras que la FED y el Tesoro de Estados Unidos han asumido mucho más riesgo, utilizando todo el arsenal disponible, nacionalización incluida, al igual que en el Reino Unido con el caso de Northern Rock.

La historia de las crisis bancarias pone de manifiesto que las mismas acaban teniendo, normalmente, un coste elevado en términos de pérdida de PIB. Por concluir, la intervención es el síntoma de un fracaso. Siempre resulta más adecuado actuar preventivamente, a través de unas políticas monetarias y financieras prudentes, que no exacerben el ciclo de crédito y la asunción de riesgos excesivos por parte de los bancos y de los propios tomadores de préstamos. Sin embargo, tales lecciones sólo se suelen hacer evidentes cuando la intervención ya resulta inevitable.

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