domingo, 21 de septiembre de 2008

¿El fin del capitalismo 'salvaje'?

WASHINGTON.- El Monumento a Franklin Delano Roosevelt no está entre los lugares más llamativos del Mall, el inmenso parque que rodea el Capitolio y la Casa Blanca, en el centro de Washington. Eso se debe, en parte, a que no es un edificio de aspecto monumental, sino que está formado por una serie de muros de piedra con algunas frases célebres del presidente grabadas en ellos, de pequeños estanques y de esculturas.

Entre ellas, una estatua de Roosevelt, el hombre que sentó las bases del Estado de Bienestar en EEUU. Y otra de cuatro hombres en fila india en una de las llamadas «colas del pan»: las acumulaciones de personas que, en la Gran Depresión de los años 30, esperaban pacientemente en las casas beneficencia, relata hoy "El Mundo".

El Monumento a Roosevelt es también poco conocido porque, en un parque que ocupa la superficie de 500 campos de fútbol, está en una esquina. Es como si los estadounidenses no quisieran recordar no sólo la Gran Depresión, sino a Roosevelt. Y en cierto modo así es. Desde finales de los años 70, con Jimmy Carter, Estados Unidos se ha ido alejando progresivamente del modelo económico de Roosevelt. El país ha avanzado por la desregulación, y la mayor parte de los programas del New Deal (El nuevo trato) rooseveltiano sólo han sido expandidos cuando las necesidades políticas lo requerían.

Por ejemplo, por George W. Bush en 2004, cuando reforzó las ayudas a la compra de fármacos por los jubilados en un claro esfuerzo de ganarse su voto. Pero nunca por ideología. El mayor ataque al New Deal probablemente llegó el 3 de noviembre de 2004, cuando Bush, tras ganar las elecciones declaró: «Tengo capital político. Y voy a gastarlo». No hablaba de una guerra con Irán o de poner al hombre en Marte. Su mensaje era otro. Estados Unidos iba a privatizar la joya del New Deal: el sistema público de pensiones. El Estado de Bienestar se iba a acabar para siempre.

Menos de cuatro años después, Bush gastaba el viernes por la mañana todo el capital político que le quedaba en la mayor intervención de los poderes públicos en la economía de la historia: un gigantesco plan para que el Estado asumiera los activos no líquidos de todo el sistema financiero estadounidense. Washington se hacía, así pues, cargo de gran parte de la deuda hipotecaria que ha llevado a las entidades financieras de todo el mundo a registrar minusvalías de más de 350.000 millones de dólares en 13 meses.

Pero además, EEUU limitaba la venta a corto de acciones, es decir, la posibilidad de que un inversor apueste por que el precio de un titulo va a bajar. Y el presidente de Estados Unidos anunciaba que las inversiones en fondos de dinero, que invierten en deuda a corto plazo, estarán garantizadas por la FDIC, el equivalente del Fondo de Garantía de Depósitos, una institución creada por Roosevelt.

Así que Bush, el liberal, ha acabado dirigiendo la mayor intervención del Estado en la economía de la historia. Una intervención que va a salir, según el secretario del Tesoro (y ex presidente de Goldman Sachs, un gigante de Wall Street cuyo futuro ahora tampoco está claro) «por cientos de miles de millones de dólares».

Pero miembros del Congreso, citados por la publicación especializada Politico, ya elevaban ayer la factura para el contribuyente a un billón de dólares, o 700.000 millones de euros. Súmese esa cantidad a los 900.000 millones que ya van a costar las medidas aprobadas por la Casa Blanca y el Congreso y 13 meses de crisis financiera le habrán salido al contribuyente estadounidense más de tres veces más caros que cinco años y medio de Guerra en Irak.

El plan llega, además, tras la mayor nacionalización de la historia, que tuvo lugar el 4 de septiembre, cuando el Estado rescató las agencias hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac a un coste de 200.000 millones de dólares. Y tras la alambicada operación del miércoles en virtud de la cual la Reserva Federal se hizo con el control de AIG, la tercera mayor aseguradora del mundo, aunque no de todo su capital, sino tan solo del 79,9%, con lo que, desde el punto de vista contable, no lo tiene que consolidar en sus balances.

En otras palabras: Washington no sólo ha decretado barra libre a cuenta del contribuyente. También ha puesto en marcha su propia ingeniería financiera para combatir la ingeniería financiera de Wall Street.

Así que George W. Bush se ha convertido en el mayor intervencionista de la historia. Es algo, en cierto sentido, comprensible, porque su retórica del libre mercado nunca se ha correspondido con la realidad de muchos de sus actos ni con la filosofía económica de algunos de sus asesores.

Ahí está, por ejemplo, Wayne Angell, ex miembro de la Reserva Federal y principal asesor económico del vicepresidente Dick Cheney, a quien no se le ha ocurrido mejor cosa que justificar la intervención del Estado en la economía con una frase alegando que «la Reserva federal tiene un balance ilimitado». Efectivamente, Angell está en lo cierto. La Fed puede imprimir todo el dinero que quiera. A cambio, eso sí, puede sepultar a EEUU en una hiperinflación.

Esa actitud contradictoria se ha reflejado en el plan de rescate, que ha irritado a los hedge funds, a los líderes del mercado, a los contribuyentes, a los liberales y a los intervencionistas.

Todos tienen algún motivo de queja. Los hedge funds se quejan de la prohibición de venta a corto, que van a llevar a los tribunales, ya que consideran que es casi tanto como decir que se prohíbe vender acciones. Los liberales lo ven como un nuevo intervencionismo de unos poderes públicos que primero alentaron la burbuja inmobiliaria con una política monetaria ultraexpansiva.

Y también recuerdan que la masiva impresión de dinero que la Reserva Federal está haciendo para inyectar liquidez en el sistema, unida a la explosión del déficit público necesario para financiar estos rescates, va a acabar siendo pagada por el consumidor en forma de mayor inflación y un dólar más débil. Los defensores de un papel fuerte del Estado en la economía recuerdan que la Administración Bush puso todo el énfasis en la autorregulación del mercado y lamentan que este rescate no impide casos como el de Stan O'Neal que, tras quebrar el banco de inversión Merrill Lynch, se llevó una indemnización de 188 millones de dólares cuando lo echaron del banco, en diciembre pasado.

El plan no ha sido motivado por la ideología. Lo ha sido por el pánico. El jueves por la tarde, antes de que se empezara a filtrar la decisión de la Casa Blanca de intervenir, Robert, de 44 años, licenciado en Empresariales se preguntaba si sus ahorros «están seguros». La posibilidad de un pánico que provocara una retirada masiva de depósitos de los bancos de la primera economía mundial no era impensable.

Esa combinación de terror y caos era resumida por Hugo Dixon y Edward Hadas en Breakingviews.com el viernes, «las buenas noticias son que los políticos, los reguladores, los banqueros centrales, y los líderes del mercado estaban tan asustados que estaban dispuestos a llegar a cualquier acuerdo. Las malas noticias, que esto va a ser engañoso, caro y con un enorme riesgo moral».

Efectivamente: a partir de ahora, queda claro que si una empresa financiera es lo suficientemente grande y lo hace lo suficientemente mal para caer, siempre podrá contar con el respaldo del Estado. Y el plan de rescate no soluciona las tendencias kamikazes de Wall Street o de las familias estadounidenses, como su incapacidad manifiesta para el ahorro.

Al final, la solución a todos esos problemas que amenazaban con llevarse por delante la economía mundial ha sido este plan. Acaso no fuera posible hacer otra cosa. El éxito del mercado es lo que ha hecho imposible una solución a la antigua usanza, como cuando estalló la crisis de la deuda latinoamericana a principios de los años 80: juntar en una mesa a los banqueros y a los acreedores y hacerles llegar a un acuerdo de caballeros. Hoy el mercado tiene miles de agentes y ninguno de ellos posee la capacidad de influir de forma decisiva en los acontecimientos.

Al final, cada operador tiene sus propias armas de destrucción masiva. Así lo veía el miércoles el consejero delegado de Fusion IQ, una consultora de Wall Street, Barry Ritholtz, en una explicación «para el lego» en la cadena de televisión Cmedy Central:

«Lehman era como el niñito que está tirando de la cola a un perro. Sabes que el perro le va a morder, pero sólo le va a hacer daño a él.Bear Stearns [el banco que la Reserva Federal entregó a JP Morgan en marzo con 29.000 millones de dólares de dinero público] es el pirómano: el chaval que siempre juega con cerillas y que puede prender la casa y hasta incendiar el barrio entero. Y AIG es el chaval que por casualidad entra en un laboratorio de guerra biológica, encuentra un montón de frascos sin etiquetas, los coge y se va a al parque a jugar con ellos».

Así pues, no estamos en un mercado, sino en un campo de tiro.Y acaso ésa sea la mayor critica que se ha formulado a las autoridades económicas estadounidenses: el paquete de ayuda es sólo una solución temporal y apresurada. Y sus efectos serán sólo temporales.

Pero los tiempos han cambiado y no parece que hoy nadie vaya a crear un nuevo marco regulatorio que reduzca el riesgo de estas catástrofes de forma significativa y modernice los sistemas de supervisión de forma efectiva. Desde su pequeño y recóndito Monumento, Roosevelt sigue, 64 años después de su muerte, dirigiendo la política económica de Estados Unidos.

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