domingo, 19 de octubre de 2008

La guerra de Irak fue el cementerio de los neoconservadores / Luis González

El premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz la bautizó como «la guerra de los tres billones de dólares». La factura, que supone 5.000 dólares por segundo, 12.000 millones al mes, o lo que es lo mismo, 390.000 dólares por soldado y año, le otorga a lo que Bush denominó «el frente central de la lucha contra el terror», el dudoso privilegio de ser la segunda contienda bélica más cara de la historia, por detrás de la Segunda Guerra Mundial.

Pero la invasión tiene otro precio que no se puede medir en dólares. Según el índice sobre Irak que elabora la Brookings Institution, los soldados de EE.UU. muertos hasta principios de este mes eran 4.178, y 30.680 los heridos. El número de iraquíes que perdieron la vida varía según las fuentes: estaría entre 50.000 y 100.000 si son ciertas las cifras que facilitan los norteamericanos, pero ascendería a 600.000 en el caso de que llevaran razón los iraquíes. Los desplazados están por encima de los dos millones.

Despilfarro económico y sufrimiento humano. Hay un tercer daño que no se puede soslayar. Basada en la teoría de la guerra preventiva, que Bush formuló en West Point y que justifica el que EE.UU. ataque de forma unilateral a otros países si advierte en su conducta una amenaza a su seguridad, la invasión conculcó las normas aceptadas por la comunidad internacional. En cuarto lugar, desató secuelas negativas en el plano estratégico.

Paul Salem, director del Carnegie Endowment en el Líbano, sostiene que la desaparición de la dictadura de Sadam ha tenido como efecto indeseado la aparición de Irán como potencia regional y el ascenso, en este país, del ala más dura en detrimento del sector reformista. Además, agravó las tradicionales diferencias entre suníes y chiíes, lo que está generando un rosario de conflictos más allá de las fronteras iraquíes.

Queda aún por contabilizar el desprestigio para la imagen de marca de EE.?UU. El Center for Public Integrity, del que forman parte comunicadores como Charles Lewis o Bill Kovach, documentó 935 falsas afirmaciones de la Administración Bush previas al ataque. La traca final sonó cuando se comprobó que las armas de destrucción masiva, cuya existencia se esgrimió para justificar la agresión, eran en realidad un producto de la máquina de inteligencia.

Tapándose las narices, como hacen todos los imperios, Washington tal vez hubiera podido tomar estos costes como males menores si, en contrapartida, hubiese logrado arreglar Irak, pacificado la región y encontrado a Bin Laden. Pero nada de esto se consiguió. La operación Libertad Iraquí distrajo la atención de Afganistán, donde el fundador de Al Qaida sigue impune, radicalizó a las opiniones públicas árabes y amplió la cantera del yihadismo.

Es cierto que el cambio de estrategia que impuso el general Petraeus ha evitado lo que iba camino de convertirse en un segundo Vietnam. Pero ello no equivale a la victoria que Bush ansiaba, ni atenúa la percepción de desatino que produjo su deseo de dejar huella en el desierto. Según Zbigniew Brzezinski, lo mejor que se puede decir de Irak es que se convirtió en «el cementerio de los sueños neoconservadores».

En su opinión, si la invasión hubiera tenido éxito, «EE.UU. podría estar hoy en guerra contra Siria e Irán.

Brzezinski es un autor respetado.

www.lavozdegalicia.es

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