domingo, 19 de octubre de 2008

La hora de la diligencia / Emilio Ontiveros*

La semana que concluyó con las reuniones de otoño del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y del G7 estuvo también a punto de ofrecer el mayor desastre financiero desde el que preludió la Gran Depresión.

No sólo ha registrado una destrucción de riqueza financiera sin precedentes, a través de desplomes generalizados en las cotizaciones bursátiles de todo el mundo, sino que también ha estado a punto de infartar el conjunto de la economía mundial. La severidad del racionamiento crediticio se extendió a todo tipo de operaciones comerciales y de empresas en una buena parte de economías de la OCDE.

El temor a que volviera a quebrar alguna entidad financiera de gran tamaño, la desconfianza acerca de la voluntad o la capacidad de las autoridades, no sólo estadounidenses, para evitar el desplome de alguna ficha clave en el dominó financiero mundial, reforzó la inhibición, situando la aversión al riesgo en niveles desconocidos. Nadie se fiaba de nadie y, por tanto, no fiaban, ni a los plazos más inmediatos. La distancia al colapso era mínima.

La reacción de los gobiernos, particularmente los europeos, en mayor medida que el G7, fue determinante para evitar males peores. Ha sido Europa la que puso fin a los peligros de unilateralismo terapéutico.

La decisión del británico fue esencial. Aunque formalmente era el Eurogrupo el que había sido convocado por el presidente de turno de la Unión Europea, fue Gordon Brown el que marcó la senda a seguir desde los postulados radicales que su propio Gobierno había asumido días antes: con dinero de los contribuyentes habrá que comprar acciones de los bancos que precisen de recapitalización.

No es la hora de los prejuicios ni del temor a las palabras: la única vía de eludir amenazas no muy distintas a las de los años treinta del siglo pasado es la nacionalización de aquellas empresas financieras demasiado grandes o demasiado conectadas e interdependientes.

La contrapartida: un buen control del comportamiento de las entidades apoyadas y un detalle suficientemente transparente de los costes de la operación, con el fin de que el contribuyente pueda recuperar sus necesarios anticipos en algún momento.

Las decisiones allí adoptadas y las confirmaciones de algunos consejos de ministros del lunes, el español entre ellos, contribuyeron a una renovación de la confianza que tuvo reflejo en los mercados no sólo de acciones, sino en los más directamente expresivos del riesgo de crédito. Ha durado poco.

La presunción de que la instrumentación de las decisiones adoptadas por los gobiernos será más lenta de lo debido en la mayoría de los países, prolongando excesivamente el racionamiento crediticio, y la emergencia de indicadores inequívocamente anticipadores de recesión en las economías más importantes, Estados Unidos de forma destacada, han vuelto a ensombrecer notablemente el panorama.

Efectivamente, el apoyo a los bancos, ya sea mediante la nacionalización o el aval de sus pasivos, ha podido llegar demasiado tarde. Esas ayudas evitarán que se venga abajo alguna entidad financiera grande, pero no van a impedir la cadena de suspensiones de pagos de pequeñas y medianas empresas, determinadas por las dificultades para refinanciar deudas, para financiar proyectos nuevos o, no mucho mejor, por la rápida y pronunciada caída en las ventas.

En la métrica de circunstancias con que se pueden evaluar los efectos del credit crunch, que las entidades bancarias denegaran peticiones (que el problema fuera "de oferta") era grave, pero lo es mucho más que los empresarios o las familias, decepcionados, ni siquiera decidan insistir en las solicitudes de crédito (que se atribuya a la atonía de la demanda). Si hemos llegado a esta situación, allí donde el endeudamiento privado es elevado, las consecuencias recesivas van a ser, efectivamente, mucho más agudas, con daños difíciles de recuperar pronto en numerosas empresas.

La mitad de la OCDE debe ya estar en recesión y algunas de las economías emergentes hasta ahora resistentes a la desaceleración empiezan a dar muestras de debilidad. El último mensaje del presidente de la Reserva Federal es concluyente: incluso en el caso, todavía no garantizado, en que los planes de salvamento bancario prosperen, la recuperación económica no va a estar a la vuelta de la esquina.

La caída de las ventas al por menor, consecuente con índices de confianza de las familias en mínimos y ascensos inquietantes en la tasa de paro, es el denominador común de aquellas economías que han sufrido en mayor medida esa suerte de torniquete financiero que ha podido gangrenar parcialmente partes del potencial productivo de las economías. La española no está precisamente distanciada de un diagnóstico tal. El Gobierno ha actuado bien, pero lo ha hecho un poco tarde.

Ante ello, además de respaldar cualquier iniciativa de estímulo de ámbito europeo, debemos aplicarnos a concretar lo que ya tenemos aprobado (y afortunadamente, con el respaldo de la oposición) y tratar de no complicarnos la vida con la apertura de nuevos frentes en la toma de decisiones. Es la hora de la diligencia: para articular el fondo destinado a la adquisición de activos del sistema crediticio y, desde luego, para concretar el aval a las emisiones que han de renovar los importantes pasivos pendientes de bancos y cajas.

El problema más importante de nuestra economía nunca fue la estabilidad del sistema crediticio, sino la transmisión del impacto de la restricción crediticia global a las empresas y familias. A medida que se conocía la información relevante sobre bancos y cajas era evidente que no había infección equivalente a la de otros sistemas bancarios, pero sí necesidad de respiración asistida para no taponar las posibilidades de refinanciación de ese déficit por cuenta corriente récord.

Lo hemos concebido finalmente, pero ahora hay que aplicarlo con más diligencia de lo que otros países hacen con sus medidas. Nuevamente el ejemplo británico es relevante: lo fue en la primera decisión de permuta de bonos públicos por activos, y lo es ahora en la capacidad para trabajar por la normalización del funcionamiento del sistema financiero.

Claro que podríamos abrir nuevos ámbitos decisionales, como las fusiones intra e interregionales de cajas de ahorros, o las de bancos o cooperativas de crédito en nuestro país. Pero la capacidad de decisión de nuestras autoridades nacionales y regionales es limitada y más vale que nos prioricemos. Sobre todo, porque las concentraciones de empresas bancarias no es bueno contemplarlas como terapias universales, sino como desenlaces lógicos de la dinámica de una industria cada día más madura.

Dejemos ese análisis para cuando hayamos resuelto lo que ya tenemos encima: la salida de la recesión más seria de los últimos tres lustros. Plantearse problemas adicionales a los muy urgentes es una forma de distracción, similar a la retórica pretensión de refundar Bretton Woods, cuando lo que el mundo precisa es normalizar la transmisión de liquidez y relajar las condiciones monetarias de la mayoría de los países.

J. M. Keynes y J. D. White convocaron la reunión de Bretton Woods cuando los aliados estaban desembarcando en Normandía; si ahora levantaran la cabeza, nos exigirían que nos centráramos en ganar la guerra de la depresión. Apaguemos diligentemente el incendio y hablemos luego de la nueva arquitectura financiera, dentro y fuera de nuestro país.

* Emilio Ontiveros es catedrático de Economía en la Universidad Autónoma de Madrid

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