lunes, 27 de octubre de 2008

¿Merece España participar en la Cumbre del G-20? / Felipe Sahagún

Debe estar España en la cumbre convocada en Washington para el 15 de noviembre para debatir el futuro del sistema financiero? ¿Por qué no ha sido invitada?, se preguntan Gobierno y oposición.

«La razón principal es que cualquier otra fórmula ofendía a alguno y se optó por lo más fácil, el G-20, una institución que ya existía formalmente», respondía Jeremy Kinsman, profesor de Princeton y director del Consejo para una Comunidad de Democracias, a su paso por Madrid el pasado jueves. «Desgraciadamente, España no estaba dentro». «El G-20 evita tener que seleccionar, incluye a las potencias más ricas y a las potencias emergentes, y es intercontinental», añadía.

Aunque las intensas gestiones diplomáticas para estar finalmente en Washington den frutos -el Gobierno aseguraba el viernes que tendrá un hueco gracias al apoyo de la UE o de Brasil- o se encuentre alguna fórmula de participación novedosa para varios países más que permita la presencia española, lo importante es la agenda y la estructura de la conferencia.

Si es sólo una reunión excepcional, servirá de poco. Si tiene continuidad, España debe proponer cuanto antes una fórmula para que estén representados en ella de forma equilibrada todas las regiones del mundo.

Si no se desea pasar de 20 países representados, la mejor salida es la rotación regional -como se hace en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con los no permanentes-, lo que implica algunos cambios en la composición original del grupo, formado a finales de los noventa por el G-8 y las potencias emergentes para responder a la crisis financiera de entonces y para mejorar la gobernación mundial.

Estos juegos malabares serían innecesarios si España tuviera el peso político internacional correspondiente al poder e influencia ganados en los últimos treinta años. Pero, históricamente, siempre ha habido un desfase entre el poder real de un país -duro (militar y económico), pero sobre todo blando o suave (diplomático, cultural, institucional, etcétera)- y el reconocimiento de ese poder por otros.

Cansado de complejos de inferioridad -estrella de la Liga de Campeones (José Luis Rodríguez Zapatero), nuevo copiloto de la locomotora europea (Felipe González), uno de los cinco grandes europeos y el noveno de los grandes del mundo o G-8 (José María Aznar)-, el sociólogo Mario Gaviria, en La séptima potencia, comparó en 1996 los puestos de España y su evolución en los 30 años anteriores en desarrollo humano, crecimiento económico, bienestar social, sanidad, educación, deporte, empleo, contribución a organismos internacionales y a fuerzas de paz, defensa, producto interior, cultura, ciencia, investigación El título del libro resume sus conclusiones.

Doce años más tarde, el PIB por habitante, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), alcanzó casi los 28.000 dólares (22.400 euros), pero España sigue siendo, con Italia y Portugal, el más pobre de los 21 más ricos, salvo que incluyamos, como aconsejaba Enrique Fuentes Quintana, la economía no controlada.

El Banco Mundial (BM) calcula en 27.270 unidades de poder de compra la renta por habitante de España, en el vigésimo sexto lugar de la tabla mundial. Mientras no se aplique la última reforma de los servicios, España, según el BM, es el país 102 del mundo en facilidades para abrir empresas. En el FMI ocupa el décimo quinto lugar, tras la última reforma, con el 1,63% en derechos de voto y contribución.

En los presupuestos de la Unión Europea aprobados para el periodo 2006 a 2013, España es el quinto país que más aporta (76.000 millones de euros, 23.000 millones menos que el Reino Unido, en cuarto lugar) y el tercero que más recibe (78.000 millones de euros, igual que Alemania).

En ayuda oficial al desarrollo, según la OCDE, España fue en 2007 el séptimo país del mundo que más concedió en cantidad total (4.500 millones de euros y el octavo, empatada casi con Bélgica y Finlandia, en porcentaje de su renta interior bruta (0,41%).

Según la ONU, España fue en 2006 el octavo contribuyente al presupuesto regular de la institución (43 millones de dólares, el 2,52%), algo menos que Canadá y casi la mitad que Italia. En 2007, fue el octavo contribuyente al presupuesto de misiones de paz de la ONU y el número 18 en contribución de tropas a esas misiones, con unos 1.400 efectivos.

Otros 1.600 militares españoles están desplegados en misiones no ONU. Cada soldado desplegado cuesta al Estado español unos 200.000 euros por año y desde la primera misión, en 1989, se han desplegado alrededor de 100.000. El Ministerio de Defensa puede considerarse a todos los efectos una de las primeras, si no la primera, multinacional española, pero España sigue dedicando menos del 1,5% de su PIB a la defensa, mientras los 26 aliados de la OTAN dedican, por termino medio, alrededor de un 2%.

Hasta la última crisis, según el Financial Times, España contaba con ocho multinacionales, una menos que Italia, entre las 500 más importantes del mundo. Esto la convertía en el séptimo de la lista.

Aunque la imagen de España en el extranjero sigue siendo peor que la imagen de los españoles sobre sí mismos, la brecha se ha ido reduciendo al multiplicarse las inversiones españolas en el exterior y la presencia de militares y cooperantes españoles en zonas de crisis y conflicto.

Según el informe del 23 de octubre para el Real Instituto Elcano de William Chislett, la media anual de 15.100 millones de dólares invertidos por empresas españolas en 1990-2000 en el exterior se elevó a la cifra récord de 119.600 millones de dólares en 2007, por delante de Alemania e Italia.

Sea la octava o la vigésima potencia -dependerá siempre de las variables elegidas-, es la historia de un éxito colectivo.

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