domingo, 23 de noviembre de 2008

La economía de la depresión / Paul Krugman*

La actualidad económica, por si no lo han notado, va de mal en peor. Pero por muy mal que esté, no creo que vaya a haber una nueva Gran Depresión. De hecho, no es probable que veamos que la cifra de desempleo iguale el máximo del 10,7% de los años posteriores a la Depresión, alcanzado en 1982 (aunque ojalá lo supiera a ciencia cierta).

No obstante, ya estamos dentro del radio de lo que yo llamo economía de la depresión. Con esto me refiero a un estado de cosas como el de la década de 1930, en el que los instrumentos habituales de la política económica -en especial la capacidad de la Reserva Federal para bombear la economía mediante recortes de los tipos de interés- han perdido su fuerza de arrastre.

Cuando prevalece la economía de la depresión, las reglas normales de la política económica ya no son válidas: la virtud se convierte en vicio; la cautela es un riesgo, y la prudencia, un disparate.

Para ver de qué estoy hablando, piensen en las consecuencias de la última y terrible noticia económica: el informe del jueves acerca de las nuevas solicitudes de cobertura por desempleo, que acaban de superar la barrera del medio millón.

Por malo que sea este informe, si lo analizamos por separado, puede que no parezca tan catastrófico. Al fin y al cabo, se encuentra en la misma región que las cifras alcanzadas en la recesión de 2001 y en la de 1990-1991, las cuales terminaron siendo relativamente moderadas según baremos históricos (aunque en ambos casos el mercado laboral tardó mucho tiempo en recuperarse).

Pero en estas dos ocasiones previas todavía se pudo recurrir a la respuesta política habitual ante una economía débil: un recorte de los tipos de los fondos federales, el tipo de interés que se ve afectado más directamente por la política de la Reserva Federal. Hoy ya no. El tipo efectivo de los fondos federales (frente al objetivo oficial, que por motivos técnicos no tiene el menor sentido) ha registrado una media inferior al 0,3% en los últimos días. Básicamente, ya no hay dónde recortar.

Y sin la posibilidad de nuevos recortes de los tipos de interés, no hay nada que pueda detener la caída acelerada de la economía. El crecimiento del desempleo inducirá más descensos en el gasto de los consumidores, que, según adelantaba la pasada semana Best Buy, ya ha experimentado una caída "catastrófica". Un consumo flojo provocará recortes en los planes de inversión de las empresas. Y una economía cada vez más débil traerá más despidos y, en consecuencia, un ciclo de contracción mayor.

Para sacarnos de esta espiral descendente, el Gobierno federal tendrá que proporcionar un estímulo a la economía incrementando el gasto y las ayudas a los que más están sufriendo, y este estímulo no llegará a tiempo o no será del calibre necesario a menos que los políticos y las autoridades económicas sean capaces de superar varios prejuicios convencionales.

Uno de esos prejuicios es el miedo a los números rojos. En tiempos normales está bien preocuparse por el déficit presupuestario, y la responsabilidad fiscal es una virtud que tendremos que volver a aprender tan pronto como la crisis quede atrás.

Sin embargo, cuando prevalece la economía de la depresión, esta virtud se convierte en un vicio. El intento prematuro de Franklin Delano Roosevelt de equilibrar el presupuesto en 1937 casi llevó al traste el New Deal.

Otro prejuicio es la creencia de que la política debe avanzar con cautela. En tiempos normales, esto tiene sentido: no se deben hacer grandes cambios en la política hasta que esté claro que son necesarios. Sin embargo, en la situación actual, la cautela es un riesgo porque ya se están produciendo enormes cambios a peor, y cualquier retraso a la hora de actuar aumenta las posibilidades de provocar un desastre económico mayor. La respuesta política debería estar muy bien hilvanada, pero el tiempo es oro.

Por último, en tiempos normales, la humildad y la prudencia en los objetivos políticos son buenas cualidades. Sin embargo, en la coyuntura actual es preferible pecar de hacer demasiado que de hacer demasiado poco. El riesgo, si las medidas de estímulo se antojan más que necesarias, es que la economía se caliente en exceso y produzca inflación, pero la Reserva Federal siempre podrá capear esa amenaza subiendo los tipos de interés.

Por otro lado, si las medidas de estímulo se quedan demasiado cortas, no habrá nada que la Reserva Federal pueda hacer para compensar ese déficit. De modo que cuando prevalece la economía de la depresión, la prudencia es un disparate.

¿Qué viene a decirnos todo esto sobre la política económica a corto plazo? El Gobierno de Obama, casi con toda seguridad, tomará posesión con una economía en peores condiciones que en la actualidad. De hecho, Goldman Sachs vaticina que la tasa de desempleo, actualmente del 6,5%, alcanzará el 8,5% para finales del año que viene.

Todo parece indicar que el nuevo Gobierno presentará un plan de estímulo de calado. Mis cálculos a bote pronto son que este plan debería ser enorme, del orden de los 475.000 millones de euros.

La pregunta ahora es si la gente de Obama se atreverá a proponer algo de ese calibre. Esperemos que la respuesta sea que sí, y que el Gobierno entrante sea en efecto así de atrevido, pues nos encontramos en una situación en la que sería muy peligroso dejarse llevar por las nociones convencionales de prudencia.

*Paul Krugman es premio Nobel de Economía 2008

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