martes, 18 de noviembre de 2008

La transparencia como terapia / Emilio Ontiveros*

La complejidad de la crisis financiera que estamos sufriendo no ha invalidado la proposición básica en la que descansó su diagnóstico, hace ya quince meses: la erosión de la confianza en el conjunto del sistema bancario, y de sus componentes entre sí. La confianza, también se subrayó entonces, está estrechamente asociada a la disposición de información relevante.

La cantidad y calidad de ésta, las asimetrías en su distribución, además de condicionar los no siempre previsibles derroteros por los que transita la crisis, lo hace también con el éxito de las terapias que se le aplican. Y, en todo caso, con la confianza que los ciudadanos proyectan en sus autoridades y en sus instituciones, los mercados incluidos.

Ése es ahora uno de los ámbitos más sensibles. Es el reflejo de esos destructivos cambios sociales que Robert Shiller anticipó en su último libro (The Subprime Solution, Princeton University Press) como los más inquietantes derivados de esta crisis, en la medida en que no dañan sólo a la economía, sino al tejido social. Alteraciones en los hábitos de los consumidores, la relación de unos con otros, los valores: la confianza de la gente en los demás, en sus instituciones y en sus formas de vida.

Una de las vías de debilitamiento adicional de esa confianza es la que pudiera emanar de errores de las autoridades en la gestión de la crisis: en su capacidad para acertar con las terapias y para hacerlo sin perjudicar a la mayoría de los contribuyentes. Es un hecho que la necesaria concentración de las ayudas públicas de distinta naturaleza a los sistemas bancarios, en algunos casos mediante transferencia directa de recursos públicos, está generando una creciente susceptibilidad de los ciudadanos en todos los países.

El cuestionamiento puede ser tanto mayor cuanto más contemporánea sea la disposición de parte de esos fondos públicos con generosas políticas de distribución de dividendos que no toman en consideración las restricciones de liquidez. O la concesión de remuneraciones extraordinarias a los directivos de las entidades socorridas por los contribuyentes.

Frente a esa justificada sensibilidad de los ciudadanos, es necesario que las actuaciones de las autoridades huyan de cualquier tentación de opacidad y de secretismo: "Abran la puerta y enciendan las luces", como reclamaba Gretchen Mortgenson la pasada semana en The New York Times. Tratar de eludir el completo escrutinio que esas actuaciones excepcionales exigen puede generar un deterioro de la confianza de mucha mayor trascendencia que el ocasionado por el comportamiento adverso de los indicadores económicos convencionales.

Bajemos ahora al caso de nuestro país para tratar de curarnos en salud y advertir de posibles riesgos. A iniciativa del Gobierno, el Parlamento aprobó hace varias semanas cuatro decisiones de apoyo al sistema bancario: la ampliación del seguro de depósitos, la creación de un fondo para la adquisición de activos, la concesión de aval a las emisiones de las entidades bancarias y la previsión de capitalización de las entidades que lo precisen mediante la adquisición con fondos públicos de acciones (o suscripción de cuotas participativas en el caso de las cajas de ahorros) y participaciones preferentes, todas ellas representativas de esos recursos propios que conforman la solvencia de las empresas bancarias.

Por su parte, el supervisor más directamente vinculado a esta crisis, el Banco de España, ha transmitido su intención de fomentar concentraciones de entidades bancarias como respuesta a la crisis. De la instrumentación de ambos conjuntos de medidas puede depender no sólo la utilidad de las mismas, sino la completa comprensión de los ciudadanos o el aumento de la desafección hacia las propias instituciones.

En el primer caso se trata de constituir un fondo (el FAAF: Fondo para la Adquisición de Activos Financieros) que adquirirá activos de máxima calidad (mayoritariamente cédulas hipotecarias) a las entidades bancarias con el fin de fortalecer la liquidez de aquellas que, siendo solventes, sufren las consecuencias de esa suerte de estigmatización que desde el inicio de la crisis arrastran los activos hipotecarios en todo el mundo. La suma asignada a tal efecto es de 30.000 millones de euros, ampliables a 50.000.

Las autoridades europeas no han puesto la más mínima objeción y, afortunadamente, ya hay calendario para su concreción. La comisión ejecutiva del FAAF ha ultimado los detalles de sus dos primeras subastas, que tendrán lugar el próximo día 20 de noviembre y el 11 de diciembre. La tercera de las decisiones, recuérdese, es la concesión del aval del Tesoro español, de máxima calificación crediticia, a emisiones de títulos de entidades bancarias españolas, por un total de 100.000 millones de euros.

No son actuaciones tan radicales como las adoptadas en otros sistemas bancarios de nuestro entorno. Son decisiones correctamente definidas que han de serlo igualmente en su ejecución y en su amplio escrutinio. En primer lugar, porque, para cualquier entidad bancaria, el acceso a esas facilidades no ha de ser en modo alguno sinónimo de estar peor que los demás. En segundo, porque son actuaciones con recursos públicos en un ámbito en el que la alarma social puede crecer si se administran con opacidad.

En España no hay la más mínima necesidad de cuestionar estas exigencias, por eso es preocupante que en un principio existiera cierta confusión al respecto. La transparencia es la condición necesaria para que los ciudadanos entiendan que ese tipo de medidas son necesarias, no sólo para las entidades bancarias, sino para el conjunto de los agentes económicos: para superar lo antes posible la crisis más grave de las últimas décadas.

El otro ámbito en el que hay que esmerar el cuidado es el de las comparecencias, manifestaciones o recomendaciones, del propio Banco de España en su calidad de supervisor. Sería un error, una inquietante ruptura de la escrupulosa tradición de nuestro supervisor bancario, que pudiera deducirse de sus actuaciones la manifestación pública a favor de un determinado modelo de reestructuración de alguno de los subsectores del sistema bancario. En mayor medida, que esas reestructuraciones fueran concebidas como las únicas terapias posibles frente a la crisis actual, con independencia de la realidad de las propias entidades y del entorno en el que operan.

El cuidado del supervisor bancario también ha de evitar la definición de asimetrías en las exigencias de prudencia a sus supervisados, sin que se pueda llegar a poner de manifiesto un mayor grado de severidad con determinadas entidades, ya sea por razón de su tamaño o de su naturaleza jurídica. Transparencia, finalmente, significa también que los ciudadanos puedan conocer el grado en el que las entidades bancarias transmiten a inversión crediticia a las empresas y familias los apoyos recibidos a través de las medidas antes comentadas.

A las bien ganadas credenciales que España puede exhibir en ese grupo de países que han de reformar el sistema financiero internacional podremos añadir el necesario rigor y transparencia en lo esencial del tratamiento terapéutico de la crisis. Ambas son las condiciones necesarias que el que fuera vicepresidente de la Reserva Federal, A. S. Blinder, transmitía como prioridad al presidente electo de Estados Unidos, para restaurar cuanto antes el sentido de juego limpio y la confianza en el sistema económico, de forma similar a como lo hizo Franklin D. Roosevelt en los años treinta.

*Emilio Ontiveros es catedrático

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