lunes, 3 de noviembre de 2008

¿Vuelve Keynes? / Luis de Guindos

Es tal vez el economista más conocido e influyente del último siglo. Su figura resulta especialmente atractiva por su rica y variada personalidad. Académico, periodista, diplomático, coleccionista de arte, miembro del grupo de Bloomsbury junto a intelectuales como Virginia Woolf y Lytton Strachey, su última misión pública fue representar a Gran Bretaña en la conferencia de Bretton Woods que dio lugar a un nuevo orden económico internacional, vigente hasta mediados de los años 70 del siglo pasado, y a instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Hoy vuelve a ser recordado, incluso añorado, porque los acontecimientos recientes tienen cierto paralelismo con los que le dieron mayor fama y relevancia. La Gran Depresión elevó los planteamientos de Keynes a la posición de paradigma dominante en economía, tal como se recogen en su obra más conocida e influyente publicada en 1936: La Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero.

No resulta sencillo resumir las ideas keynesianas, que además son hoy más conocidas por la interpretación de los seguidores de Keynes, los denominados economistas keynesianos, que por él mismo. En última instancia, como planteamiento central, Keynes desconfiaba de la economía de mercado por su incapacidad para conseguir por sí misma una situación de pleno empleo. El capitalismo, según el economista británico, era inestable por definición y tenía una tendencia natural a generar periodos largos de profunda recesión. Así, Keynes contrastaba con los economistas que le antecedieron, a los que denominaba, con desdén, clásicos, que pensaban que los ciclos, con sus fases alcistas y bajistas, eran inevitables y que la economía, por sus propias fuerzas, siempre corregía los períodos de recesión.

Para conseguir el pleno empleo, Keynes propugnó utilizar la política de regulación de la demanda agregada -monetaria y fiscal- para superar las fases de estancamiento y recesión. Sin embargo, puso especial confianza en la política presupuestaria. Consideraba que, en condiciones extremas, con expectativas muy deprimidas, la política monetaria, esto es, las bajadas de tipos de interés, podía resultar inútil para relanzar el consumo y la inversión.Es lo que él definió como la trampa de la liquidez. Por ello, su principal receta para salir de la crisis era el incremento del gasto público, especialmente en infraestructuras, con el fin de impulsar la demanda agregada de una economía en situación recesiva.

Como dice Robert Skidelsky, el mejor biógrafo de Keynes, sus ideas vivirán en la medida que el mundo las pueda necesitar.Y en los últimos meses podría estar dándose la apariencia de que los planteamientos y recetas keynesianos vuelven a ser de utilidad. Vivimos una crisis financiera y bancaria que se define como la más grave desde la del año 1929. Los gobiernos anuncian programas de ayuda a los bancos que incluyen todo tipo de acciones para garantizar no sólo su liquidez, sino también su solvencia y viabilidad, abarcando en última instancia incluso la posibilidad de nacionalizaciones parciales. Surgen así de nuevo los gobiernos como entes salvadores de los excesos del capitalismo. Esta idea engarza con naturalidad con los planteamientos keynesianos. Además, el Gobierno británico, cuyo plan de rescate a los bancos se considera el mejor elaborado y más sofisticado, acaba de anunciar un programa de gasto público en escuelas y hospitales para combatir la recesión que se avecina, y cuya naturaleza también transpira keynesianismo. Por último, los líderes mundiales, al igual que ocurrió a finales de la segunda gran guerra con la conferencia de Bretton Woods, acaban de convocar en Washington una nueva conferencia internacional con el pretencioso objetivo de redefinir el nuevo orden económico global. Por todo ello, vemos que, a priori, gran parte de las acciones emprendidas rezuman un fuerte aroma al economista británico.

Sin embargo, hoy también sabemos que las recomendaciones y recetas keynesianas tienen inconvenientes claros. En primer lugar, como puso de manifiesto Milton Friedman, a largo plazo, la política de estímulo de la demanda agregada sólo tiene efectos sobre la tasa de inflación y ninguno en el nivel de actividad y de empleo, ya que los agentes económicos ajustan, antes o después, sus expectativas a las sorpresas inflacionistas. Además, la política de gasto público tiene algunas claras limitaciones, puesto que puede producir una expulsión del consumo y de la inversión privada como consecuencia de la necesidad de financiar el gasto y los déficit públicos mediante la emisión de deuda, lo que podría elevar los tipos de interés en el largo plazo.

En estos momentos, la gran esperanza para relanzar la economía mundial en el medio plazo proviene de la fuerte caída de la inflación como consecuencia de la recesión mundial, que está teniendo su manifestación más temprana en el brusco ajuste a la baja de los precios de las materias primas. Ello facilitará una reducción de los tipos de interés por parte de los bancos centrales y de los tipos a largo, que son los que determina el mercado. Resulta imprescindible, sin embargo, para que se produzca este efecto, que la cadena de transmisión monetaria se recomponga y, por tanto, que vuelva la confianza al sistema bancario. En caso contrario, las bajadas de tipos resultarían ineficaces ya que los bancos no las trasladarían a sus clientes finales, esto es, a las empresas y familias.

Por esta razón, los planes de ayuda al sector bancario son tan importantes. Su objetivo es restaurar la confianza, es decir que los bancos se vuelvan a prestar entre ellos y a terceros.El otro lado de la moneda es que el sector público va a asumir una serie de riesgos que en menor o mayor cuantía se concretarán en unos costes que impactarán sobre las cuentas públicas. Por ello, será prioritario no imponer al sector público cargas que lleguen a suponer un gasto adicional, especialmente si, como ocurre en estos momentos, la mayoría de los países cuenta con déficit elevados y fuertes necesidades de emisión de deuda. No olvidemos que en muchas de las economías de la OCDE el gasto público sigue suponiendo más del 40% del PIB. Y es que tal vez, antes que preguntarnos si Keynes vuelve, deberíamos reflexionar sobre si se ha llegado a ir de verdad en algún momento.

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