jueves, 4 de diciembre de 2008

Guerra de precios en la alimentación / José Luis Nueno*

Estoy firmemente comprometido a mejorar la información de que disponen los consumidores sobre los precios de los alimentos”, anunciaba hace unos meses el ministro de Industria. El 2008 ha sido un año con evidentes desórdenes de comportamiento. Tras 20 años de contención en los precios de los alimentos, entre el último trimestre de 2007 y el primero de 2008 se dispararon alarmantemente. Señor ministro, si no le gusta hacia dónde van los precios de los alimentos espere un minuto.

Por poner un ejemplo, para un índice de 100 en 1982, el petróleo estaba en 456 en junio, en 345 en septiembre y en 250 en octubre de 2008. En cuanto a las materias primas alimentarias, marcaban 251 en junio, 202 en septiembre y 157 en octubre de 2008 y los aceites 322, 301 y 268 respectivamente.

La competencia en precios es indisociable con el comportamiento de los gestores de las distribuidoras alimentarias. En las guerras de precios los concurrentes dejan de prestar atención a los clientes para dedicarla a seguir la conducta de los competidores, dice la teoría. “Eso es una simpleza”, sostiene uno de los directores de una de las más importantes cadenas de distribución.

“Nosotros dedicamos atención a los competidores en guerra o en paz. Me sabe mal tener que reconocerlo, pero el recurso de bajar los precios es algo que, al igual que el instinto de destrucción del escorpión de la fábula, está en nuestra naturaleza”.

A principios de este mes se declaró la primera guerra de precios en el sector alimentario, consecuencia de la escalada inflacionista de finales de 2007. Que el sector de la distribución alimentaria es uno dado a las guerras de precios es detectable a través de sus condiciones estructurales así como a través de las señales de alerta temprana que se hacen los jugadores entre sí.

Con respecto a la primera, en ningún sector como en el alimentario alcanza la competencia la tenacidad que se da aquí. La concentración del 70% de las ventas en ocho cadenas nacionales; el hecho de que la competencia sea intertipo (es decir, un híper de Carrefour compite con los de Alcampo, pero también con un supermercado como Mercadona o Caprabo y con discounters como Día - que además pertenece al mismo accionista-o Lidl y todas ellas venden un surtido que, en más de la mitad de sus referencias, está compuesto por las mismas marcas y variedades).

También se detectaba en el juego de señales en una u otra dirección. El máximo representante de una cadena de distribución se dirigía a sus competidores y proveedores relevantes en un foro este mismo mes apelando a la responsabilidad de los operadores para evitar la guerra de precios: “Espero que si alguien la inicia, los demás no le sigan; en tiempos de vacas flacas, hay que jugar a ganar”. En sentido opuesto, el responsable de una cadena de tiendas de descuento señalaba que “nosotros trasladamos todos los ahorros que nos sean posibles al consumidor”.

La cadena más respetada del sector, Mercadona, llevaba el anuncio al límite del compromiso con los precios bajos al lanzar 48 horas después la primera andanada de la guerra de precios al bajar el del pan, y posteriormente extenderla a las cien referencias de más venta de su marca propia situándolos un punto por debajo los precios medios de estas en Carrefour.

Para enfatizar la seriedad de su compromiso con los precios bajos, sustituía también a uno de los profesionales más respetados del sector, su director general, y a dos de sus más influyentes jefes de compras, presumiblemente por un equipo con ideas menos cualitativas.

España, que ha sido poquita cosa en materia de innovación en productos o en progreso científico, ha alumbrado tres de los fenómenos de la distribución más admirados del mundo: El Corte Inglés, Zara y Mercadona.

En cuando este último, que venía creciendo alrededor de 15% cada año, parte a través de su capacidad de sacar un mejor rendimiento a cada metro cuadrado y parte a través de añadir tiendas nuevas, pasó a ralentizar su ritmo de crecimiento los últimos meses a no crecer, el germen de la guerra de precios se instaló definitivamente en el mercado español.

Una de las alucinaciones en las que un detallista alimentario con aspiraciones de líder nacional como Mercadona no puede caer es la que se denomina “la trampa del consumidor razonable”, que es la creencia ingenua de que a cambio de una mejora en los servicios prestados al consumidor cualquier proveedor merece que aquel le reconozca un beneficio.

La paradoja es que hoy, cuando los consumidores son capaces de reconocer la calidad de los servicios que presta un distribuidor, no sólo no le reconocen su derecho al beneficio, sino que se lo demuestren acudiendo con menos frecuencia a sus tiendas y repartiendo sus presupuestos de compra con otros. Así son ustedes. Así nos hemos vuelto.

El innovador emprende una guerra de precios por múltiples causas, aunque detener la hemorragia de patronos o mantener o recuperar una imagen de precio de sus ofertas son los que están promoviendo la que ha empezado hace 15 días.

Los efectos de las guerras de precios son negativos a corto, traen consecuencias dolorosas a medio plazo mientras que a largo plazo pueden acarrear algún efecto positivo.

A corto plazo, el volumen a precios más bajos no aumenta, pero los consumidores lo reparten entre más enseñas ya que tienden a diversificar las que visitan. Esta redistribución del gasto es el resultado del desconocimiento, al menos de la inseguridad que acarrea la volatilidad de tarifas. Puede darse un efecto psicológico de aumento de volumen por anticipación de compras si se percibe la reducción como realmente importante.

A largo plazo, sin embargo, cuando cesan las hostilidades, el comportamiento original regresa a su cauce. La mayoría de los efectos a corto son temporales, salvo el hábito de visitar más tiendas, cuyos efectos son más permanentes.

Por tanto, el resultado neto es negativo para los detallistas.

La evidencia de episodios anteriores en alimentación como la que se produjo entre 2003 y 2006 en Holanda, que llegó a impactar el índice de precios al consumo de ese país deflactándolo nueve puntos en el año inicial de las hostilidades, es que tan sólo benefician a quien los inicia. Ello se debe a los efectos sobre la construcción de imagen de precio.

Aquellos detallistas con posicionamientos cualitativos deben evitar iniciarlas, ya que les será difícil recuperar los precios una vez concluidas las hostilidades.

Un jugador que ya tenía los precios bajos como Mercadona, tiene que asumir un esfuerzo menor en reducirlos, y de hecho puede bastarle con dar mayor notoriedad a sus ofertas.

Por tanto, ante la certeza de que se va a producir una, “mejor comer carne que ser carne”.

*José Luis Nueno. Profesor del Iese.

www.lavanguardia.es

No hay comentarios:

Publicar un comentario