martes, 13 de enero de 2009

El asalto final / Antonio Navalón

En los últimos 20 días de 2008, un judío llamado Bernard L. Madoff ocupó la primera plana de todos los diarios. Este hombre, que fundó una empresa con sólo 5 mil dólares, admitía ser el autor del fraude más impactante de la historia moderna.

Con operaciones basadas en el esquema Ponzi, un sistema de base piramidal, “desapareció” 50 mil millones de dólares, estafa que afectó principalmente a miembros de la comunidad judía; no obstante, Madoff pudo salir bajo fianza y pasearse libremente.

Esto fue indicio de que la línea de catástrofes económicas con las que abríamos 2009 podría estar liderada por los judíos, capaces de dar la peor nota.

En Nueva York, era común escuchar explicaciones que daban a entender que el desfalco al menos serviría para que los judíos pagaran todo aquello que han hecho mal a lo largo de la historia.

Así, el fraude se convirtió en pretexto para fortalecer una corriente antisemita que permanece como un retrovirus y que volvió a llamar la atención el 27 de diciembre, cuando el Ejército israelí abandonó la sabiduría de David para convertirse en Goliat, cobrando cuentas pendientes con Hamas.

Finalizados los seis meses de tregua negociada con Egipto, el grupo palestino lanzó 60 cohetes contra su enemigo. Hamas sabía que con ese primer ataque podría comenzar el Armagedón y, en efecto, Israel respondió con la operación Plomo Fundido.

Detrás de esta batalla está un conflicto alimentado desde 1919 por Occidente, que en su búsqueda por controlar las reservas petroleras no impidió la disputa sin origen claro entre árabes e israelíes.

Esta lucha tenía un capítulo pendiente desde julio de 2006, cuando Hezbolá, milicia y partido político libanés, desató un enfrentamiento que ocasionó más de mil muertos y en el que la estrategia israelí de frenar la ofensiva sólo con ataques aéreos fracasó.

La invencibilidad de su cuerpo militar fue puesta en entredicho, pues resistió sólo gracias al poder de su alianza con Estados Unidos.

Israel no ha tenido más remedio que recordar que la teoría de la “guerra limpia” que planteó Colin Powell en la guerra del Golfo de 1991 es falsa: utilizar la fuerza de forma aplastante para alcanzar la victoria con un número mínimo de bajas es imposible. El poderío militar se gana pisando el fango y estando cerca de los que derraman su sangre.

En esta ocasión no están en juego únicamente las vidas civiles; esta guerra se plantea en términos absolutos de supervivencia no sólo por la ruptura de la paz social dentro del Estado de Israel, sino porque cualquier batalla que pierda su Ejército será la última.

En este contexto, la pregunta que debemos hacer es: ¿por qué, a menos de un mes de la toma de posesión de Barack Obama, iniciar un enfrentamiento que forzosamente supone una derrota moral gracias a las imágenes aterradoras de los muertos?

Todos sabemos que nada justifica la muerte de niños, sean palestinos o israelíes, pero en la era de los símbolos es indudable que quien recibe la solidaridad mundial es el que aparece en las pantallas como el más débil.

Además, el problema es que Israel no ha podido encontrar el equilibrio entre la defensa legítima de sus intereses y el juego de Hamas. Las consecuencias de esta guerra serán desastrosas pues Israel perderá moral y popularmente; en la memoria de Occidente quedarán las fotografías de los muertos en la Franja de Gaza, olvidando que Hamas fue el primero en disparar.

Independientemente del éxito militar, las pérdidas morales unidas a los efectos de catástrofes económicas como los ocasionados por Madoff pueden producir que la peste del antisemitismo tenga un indeseable crecimiento.

Así, cada vez que seamos objeto de revisiones por cuestiones de seguridad en aeropuertos o pasos fronterizos, debemos de pensar en Hamas y en que todo lo que sucede en Gaza es para prevenir que la sangre que ahí se derrame mañana no sea nuestra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario