El paro que hoy azota a España con más crudeza que al resto de la Unión Europea es distinto al que sufrimos en el pasado y no tiene precedentes. España no fue hasta hace bien poco una economía con altas tasas de ocupación, y de pronto, de la cuna a la cuneta, vuelve a ser un país de desocupados. Pero ya no es el que fue.Muchos de los repentinamente sin trabajo carecen del colchón de su pueblo como antaño, porque llevan dos generaciones fuera de su patria chica, y otros tantos no tienen este teórico salvavidas porque son inmigrantes sin aliciente alguno para volver a su país de origen.
Por ello, el paro actual es una bomba de relojería. Estamos todos a cuatro o seis comidas calientes del retorno a la barbarie y de la inevitable represión de la anarquía que crea la desesperación.Después de tantos años de crecimiento y bienestar, ningún Gobierno está preparado para gestionar este reto, y todos ellos carecen de cualquier guión audaz y rompedor. En la aldea global se repite que todos somos ahora keynesianos y se recurre a las fórmulas de gasto público que se ensayaron hace más de 70 años, en esa chata década de extremismos políticos que desembocó en la Segunda Guerra Mundial.
Bien está que nos endeudemos y que las autoridades inviertan con el dinero de todos para evitar en lo posible que aumenten las colas de los parados. Pero no basta. Se requiere una profunda revisión de comportamientos, un apretón colectivo del cinturón -con los poderes públicos predicando con el ejemplo-, un solidario reparto de la escasez -aquí los que todavía tienen trabajo tienen mucho que hacer- y una profunda pensada, eficaz, corta en el tiempo y seguida de inmediato por la acción, para mejorar y hacer sostenible el mercado de trabajo español.
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