domingo, 15 de febrero de 2009

Alguien colgó el cartel de «aquí no se fía» / Carlos Salas

Cuando era joven, el etólogo austriaco Irenaus Eibl-Eibesfedlt se dedicó a visitar un montón de tribus en el mundo como los ¡Kung de Africa, los yanomami de Venezuela o los eipo de Nueva Guinea, y sacó la conclusión de que los seres humanos desplegamos vínculos similares en todo el planeta. Gracias a esos vínculos se desarrolla la familia, el clan, la tribu y las relaciones comerciales, y detrás de todos ellos había un fundamento precioso: la confianza. (Biología del comportamiento humano, Alianza).

En las sociedades desarrolladas, hemos ampliado ese espectro y confiamos en gente que ni conocemos, como las empresas y sus gestores, en los bancos y sus oficinistas, en el ministerio de Economía y sus administradores. Bueno, confiábamos. Porque de repente hemos pasado a no fiarnos de los bancos, de los políticos, del sistema. Hemos perdido la confianza en todo ese enorme castillo social.

Es lo que ha destruido la crisis. Por no confiar, no confiamos en el futuro, lo que ha retraído el consumo y está apagando el corazón industrial, como se ha visto con la caída de este índice en diciembre un 15%, la peor en 16 años.

Lo peor es que hemos perdido la confianza en la fuerza de nuestro país para salir de la crisis y, por eso, como me afirmaba por teléfono José Antonio Fernández Hodar, analista de Expansión, sólo nos queda esperar que Estados Unidos, Francia y Alemania nos saquen las castañas del fuego.

No sabemos si nuestro dinero está seguro en un banco o una caja porque tememos que quiebre. Los bancos tampoco se fían de nosotros y no nos dan préstamos para financiar nuestros compromisos más cercanos. Me da un poco de risa. Hace dos años te aprobaban créditos por sms. Te daban dinero sin pedirlo. Un ejecutivo del Barclays me confesó que a su chica de servicio, una latinoamericana, un banco le concedió 25.000 euros a pesar de que la chica jamás había dicho que lo necesitase. Y no tenía ninguna garantía. Y ahora nos restringen el dinero para no poner en peligro el sistema financiero.

Las empresas tampoco se fían de las otras, y piden un montón de garantías antes de servir un solo producto. Las cajas no se fían de las familias y para darte un crédito hipotecario, si no entregas a las joyas de la familia, al sillón de la abuela y a la misma abuela sentada en él, no te dan ni la mano. Nunca más cierto esos carteles que veíamos en los bares de poca monta y que nos daban risa: «Aquí no se fía». Pues es verdad. Nadie se fía de nadie.

Para lanzar un mensaje de confianza, el Grupo Santander ha dicho que va a restituir a sus clientes las sumas estafadas por Bernard Madofff, lo cual supone garantizar 1.380 millones que se daban por perdidos. «Jurídicamente no teníamos la obligación de hacerlo pero hemos enviado un mensaje de confianza al mercado», me decía un portavoz oficial del banco de Emilio Botín. «En el negocio de la banca, la confianza es fundamental».

¿Una decisión ética? El profesor del IESE José Ramón Pin me comentaba que ha sido más bien un asunto de reputación corporativa. «Un banco que cumple tiene reputación». Y añadía con sarcasmo que con ello se lograba sobre todo tranquilizar a los peces gordos que tenían grandes capitales en el banco.

Uno puede pasarse un día discutiendo si el banco tenía que haber dejado en la estacada a sus clientes porque, bueno, ha sido una mala inversión y, como suele suceder, que apechugen los clientes.Puede ser. Pero también entiendo (y espero) que los pequeños ahorradores se sientan ahora más seguros. Y espero que el banco piense algún día en los pequeños accionistas si se presenta una ocasión parecida.

Porque lo que necesita este país ahora es una vacuna llamada confianza.

Y si lo dudan, les hago una pregunta: ¿cuál es el tema de conversación preferido en las sobremesas? ¿El fútbol o la crisis?

La crisis, claro. Y esas conversaciones producen una desconfianza en cadena que está transmitiendo a la economía una apatía de dimensiones descomunales, una apatía mayor de la que debería existir. Dejamos de comprar camisas, muebles y coches. Y las fábricas, si no pueden vender, echan a más gente, con lo cual, el tema de conversación en la próxima sobremesa será: mi esposa está en paro, o mis amigos se han quedado sin curro.

En Estados Unidos están tratando de restañar la confianza enviando mensajes por aquí y por allá. Warren Buffett, el inversor más avispado del planeta, ha dicho que se hace cargo de 300 millones de dólares de la deuda de Harley Davidson, la legendaria empresa de motocicletas. Ya lo había hecho con Mars y General Electric.Pero aquí Amancio Ortega, nuestro empresario más avispado, ha dicho que se ha aliado con el empresario indio Tata para abrir tiendas de Zara en India. ¿Y por qué no en Tasmania?

Para acentuar nuestra desconfianza, encima nos hemos enterado de que muchos directivos de grandes empresas y bancos en quiebra ganaban unos sueldos siderales y obtenían bonus astronómicos.Y encima, van a recibir ayudas de miles millones de euros para salvarles de la crisis.

Y nuestros gobernantes, ¿qué hacen? Me da la impresión de que imitan a ese personaje de una novela extraordinaria de Unamuno, San Manuel Bueno Mártir. Era un párroco que había perdido la fe en Dios pero sentía el deber de dar misa y hablar del paraíso, porque sus feligreses necesitaban seguir creyendo en Dios. La gente salía reconfortada de la iglesia.

El problema es que los papeles se han invertido. Quien ha dejado de creer en Dios, o mejor dicho, en los superpoderes del Gobierno, del sistema financiera y sus gestores, es el pueblo, la gente que va a esa misa diaria llamada trabajo, escuela o casa. No hicieron sus deberes a tiempo.

Vivimos tal ausencia de confianza que solo faltaría que El Corte Inglés nos dijera mañana: «Si no se queda satisfecho con el producto se lo come con patatas». El día en que pase eso, será realmente el fin.

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