lunes, 23 de febrero de 2009

Así se vive con deflación (o la futilidad de la caída de precios) / Richard Lloyd Parry *

Igual que la fusión de los casquetes de hielo o que una monja borracha y gamberra, hay algo profundamente perturbador en el espectáculo del comportamiento indeseable del dinero. Es un fenómeno que asociamos a sitios sobre los que han caído todos los males, como Zimbabwe, con sus billetes de un billón de dólares, o a tiempos remotos, como la Alemania de Weimar, donde la gente salía de compras empujando carretillas llenas de marcos que no tenían ningún valor.

La hiperinflación, ese fenómeno en el que los precios aumentan de manera descontrolada, es fácil de entender, aunque contemplarla resulte alarmante. Sin embargo, la moneda empezó a sucumbir durante el año pasado a una enfermedad nueva y poco corriente, un mal difícil de detectar y sigiloso que, en su variante más extrema, puede ser igual de catastrófico.

El Indice de Precios al Consumo del Reino Unido cayó al 0,1% esta semana, el punto más bajo en los últimos 49 años. Esta es una confirmación más de lo que los economistas consideran inevitable en 2009, un deslizamiento hacia la deflación, el fenómeno en el que los precios caen durante un período prolongado. El último caso de gravedad se produjo en la Gran Depresión, así que muy pocas personas de menos de 80 años tienen experiencia de vivir con deflación. Sin embargo, en el periodo de 10 años que concluyó hacia el 2005, convivieron con ella 130 millones de japoneses, y yo también. Se trata de una experiencia curiosa y engañosa, en la que un hecho que a primera vista parece estupendo (que todo se consigue más barato) insensibiliza a cualquiera frente al daño gravísimo que sufren la economía y el país en su conjunto.

Llegué a Tokio en 1995 con la idea de que me estaba trasladando a la ciudad más rica y más cara de la historia del mundo. Eso había sido verdad a finales de los años 80, cuando la economía japonesa, en plena expansión, había alcanzado su punto máximo, y todavía circulaban anécdotas increíbles sobre aquellos tiempos.

Alguien había calculado que el enorme parque que rodea el Palacio Imperial tendría un valor mayor que todo el estado norteamericano de California en el mercado inmobiliario. Se decía que un billete de 10.000 yenes, plegado todo lo que se pudiera y dejado caer en el suelo en el centro de Tokio, no sería suficiente para comprar el centímetro cuadrado de terreno que ocupara. En contraste con el resto de Asia, eran los turistas norteamericanos y europeos, no los del país, los que parecían andrajosos y pordioseros. Hecho un manojo de nervios, me preparé para vivir en un infierno inflacionista.

Cuando yo llegué, los fuegos artificiales se habían acabado.Ya estaba claro que una gran parte de los créditos bancarios en los que se había basado la burbuja nunca serían devueltos.Los bancos dejaron de conceder préstamos y, con una década y media de adelanto sobre Europa y Estados Unidos, Tokio experimentó su propia crisis crediticia. Se multiplicaron las quiebras y las reestructuraciones y con ellas llegaron las pérdidas de empleos en masa, hasta unos extremos que los asalariados japoneses no habían conocido jamás. Hubo suicidios y depresiones. En los parques públicos y a lo largo de las orillas de los ríos empezaron a aparecer poblados de tiendas de campaña, muy ordenados y limpios, eso sí, de gente que se había quedado sin casa.

Para todos aquellos que seguían conservando sus puestos de trabajo y no estaban agobiados por deudas ni propiedades (personas como yo, por ejemplo), aquella fue una época de prosperidad extraña y sin complicaciones.

Me trasladé a la casa en que ahora vivo, un pequeño piso de dos dormitorios, en 1999. Todas las mañanas hacía un viaje de 20 minutos en el metro para ir al trabajo. A la hora de comer, me tomaba un pescado a la plancha y un tazón de arroz y, por las noches, cenaba un plato de pasta y una botella de vino. De vez en cuando, me iba a cantar, más bien achispado, canciones de David Bowie en el salón de karaoke del barrio. En 10 años, ninguno de estos dispendios subió de precio de manera importante, si es que se produjo alguna subida.

El alquiler que pago en la actualidad es el mismo, en yenes, que cuando me trasladé a esta vivienda. Algunos costes han disminuido en términos reales como, por ejemplo, los del karaoke y el golf, y también los de comer en restaurantes de comida rápida como consecuencia de una despiadada guerra de precios entre McDonald's y su principal competidor en Japón, que tiene un nombre magnífico, MosBurger.

Aparte de una congelación efectiva del coste de los productos más consumidos a diario, han surgido nuevas propuestas comerciales.Han proliferado las tiendas todo-a-cien, que venden a precios irrisorios comida, bebidas, productos de belleza y juguetes por el equivalente a medio euro en un país que antes era famoso por su pasión por los artículos de la gama más exquisita del lujo.Las peluquerías ofrecen cortes de pelo a un precio tan de saldo como 1.000 yenes. Para alguien que se haya educado en la idea de que, con el paso del tiempo, todo va siendo cada vez más caro (de una manera gradual, razonable), experimentar lo contrario era casi estimulante. Sin embargo, por muy gracioso que nos pareciera a personas como yo, para Japón en su conjunto era desolador.

Los perjuicios causados por la deflación son menos evidentes y dramáticos que los de la hiperinflación, pero penetran más profundamente. La consecuencia más evidente es que reduce el gasto de los hogares. Si los precios no dejan de bajar cada mes, ¿por qué darse prisa en comprar un iPod, un frigorífico o un coche nuevo? ¿Por qué no esperar hasta que todavía se abaraten más, sobre todo si el valor de tu vivienda está cayendo y tienes miedo de perder tu trabajo?

Ahora bien, si la gente no compra nada, se fabrican y se venden menos cosas. Cierran tiendas y fábricas y se pierden puestos de trabajo. Cae el valor de las propiedades inmobiliarias a la par que el de todo lo demás y los que están endeudados dejan de pagar sus hipotecas, lo que amenaza la posición de los que prestan. Como se reduce el número de gente que tiene dinero, caen los precios todavía más si cabe, en un esfuerzo por estimular el consumo.

¿Es éste el camino que Europa tiene por delante? Los malos tiempos pueden reportar beneficios a largo plazo como, por ejemplo, bancos más saneados y empresas mejor preparadas y más eficaces que, una vez pasada la tormenta, se van a encontrar con que sus competidores se han quedado en el camino. Sin embargo, una caída profunda en la deflación resulta difícil de remontar. En el caso de Japón, parecía que el problema residía, en general, no tanto en el ámbito de la política económica como en el de la psicología de masas.

A finales de los años 80, Japón era uno de los protagonistas mundiales más seguros de sí mismos y más agresivos; tan seguro que adquiría propiedades inmobiliarias que eran todo un símbolo en otros países, como los estudios cinematográficos Columbia y el Rockefeller Center de Nueva York, y que amenazaba con arrebatar a Estados Unidos su posición de mayor economía del mundo. En cambio, entró en el nuevo milenio hecho un mar de dudas y con una falta de confianza de la que todavía no se ha recuperado.

La deflación es a la inflación lo que la hipotermia a unas fiebres altísimas. Deja heladas a las personas así como las economías y ralentiza sus sistemas vitales. Afecta al corazón tanto como a la cabeza, y no supone ningún consuelo que, a cambio, los fideos, los cortes de pelo y el karaoke sean baratos.

* Richard Lloyd Parry es el director para Asia del diario británico The Times

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