domingo, 22 de febrero de 2009

¿Existe un riesgo real de deflación? / Luis de Guindos

Las alarmas se han encendido en función de los últimos datos conocidos.La desaceleración de la inflación ha sido vertiginosa en todo el mundo. Esta sensación ha sido especialmente intensa como consecuencia del derrumbe de los precios de las materias primas, con el petróleo a la cabeza. En España, la caída de la inflación no tiene precedentes.Hemos pasado de estar hace sólo seis meses por encima del 5% a una tasa prácticamente desconocida -el 0,8%-, en nuestra historia reciente.

Esta desaceleración se deriva de la bajada de los precios energéticos y del juego de un efecto base muy favorable, pero también resulta claro que detrás se encuentra el hundimiento del consumo y la evidencia, cada vez más clara, de la recesión que estamos viviendo y de su impacto en el empleo y en la confianza. Incluso hemos visto cómo la desinflación española está siendo más aguda que en el resto de la zona euro, lo que ha llevado a que el diferencial de inflación se haya dado la vuelta por primera vez desde el lanzamiento de la moneda común.

La historia nos muestra que no todas las recesiones se ven acompañadas de una situación deflacionista, ni que todas las deflaciones llevan a una recesión. Sin embargo, sí resulta cierto que las recesiones deprimen normalmente las tensiones inflacionistas.En la actualidad puede que los temores provengan de la velocidad y de la intensidad del ajuste, tanto en actividad como en precios, en el mundo. Además, al encontrarnos también con una crisis bancaria profunda, la comparación con la Gran Depresión que fue el período deflacionista más intenso y prolongado -los precios se redujeron en un tercio en tres años se hace inevitable.

La deflación se define como una situación en la que la tasa de aumento del índice de precios al consumo es negativa durante un horizonte temporal largo. Su origen es una caída brusca de la demanda agregada que deriva normalmente de una contracción monetaria. Durante la Gran Depresión la contracción monetaria fue consecuencia de un mal funcionamiento del patrón oro, ya que los países con superávit de balanza de pagos esterilizaron la expansión que se tenía que haber dado en su oferta monetaria, lo que contrajo la cantidad de dinero globalmente. Además, la caída de bancos en EEUU y en Europa deprimió la velocidad de circulación del dinero, lo que agravó aún más la contracción monetaria y de la demanda.

La deflación tiene una serie de consecuencias desde el punto de vista de actividad y de la política económica. En primer lugar, deja a las autoridades monetarias sin margen de maniobra, ya que los tipos de interés no pueden ser negativos en términos nominales, por lo que aunque se coloquen en cero, los tipos reales se convierten en positivos. Además, se produce el efecto que el gran economista americano Irving Fisher denominó la «deflación del endeudamiento». Fisher, que se arruinó como consecuencia del hundimiento de la Bolsa el año 29, señaló que la deflación incrementa el endeudamiento en términos reales al elevar el coste real de la deuda asumida en al pasado a tipos de interés nominales superiores a los vigentes.

Sin embargo, la razón fundamental por la que la deflación y la contracción monetaria pueden llevar a una recesión se encuentra en la rigidez a la baja de los salarios nominales lo que eleva abruptamente los salarios reales y acaba generando desempleo masivo. Es, por tanto, la ilusión monetaria de los trabajadores lo que termina produciendo la no neutralidad del dinero y que la deflación tenga efectos reales sobre la actividad y el empleo.

¿Es posible que el mundo y la propia economía española se vean abocados a una situación deflacionista? Independientemente que es bastante probable que durante una serie de meses, principalmente en el segundo y tercer trimestre del año, la inflación como consecuencia del efecto base pudiera ser negativa, la presencia estable de una situación deflacionista no parece ser el escenario central.Los bancos centrales están inyectando cantidades masivas de liquidez y los propios gobiernos están utilizando con intensidad sin precedentes la expansión fiscal, como comentábamos hace dos semanas.

Todo ello debería alejar el espectro de la deflación. Sin embargo, el proceso de reducción de deuda de los agentes privados y la necesaria caída de los precios de los inmuebles va a moderar muy intensamente los impulsos sobre la demanda agregada de la política monetaria y fiscal. Los agentes privados tienen que reducir el peso de la deuda en sus balances, lo que va a suponer una caída del consumo y de la inversión. Por tanto, la situación actual se parece bastante más a la década perdida japonesa de los 90 que a la Gran Depresión, ya que las tendencias deflacionistas que estamos viviendo surgen del estallido de la burbuja inmobiliaria y de su impacto sobre los balances bancarios, y del consiguiente efecto en la concesión de crédito.

De cualquier modo, para la economía española la recuperación del crecimiento pasa por un período largo de desinflación competitiva en el que nuestros costes y precios crezcan menos que los de nuestros competidores. Necesitamos ganar competitividad para salir de la crisis. Y sólo existen dos vías a corto plazo en una Unión Monetaria; la moderación de costes y precios o un incremento de la productividad vía desempleo.

El proceso ya se ha iniciado y hoy la inflación española está por debajo de la media comunitaria. Sin embargo, los salarios no se han ajustado al nuevo entorno, que de algún modo determina un marco sin precedentes para la economía española. Señales como los aumentos de salarios de los funcionarios en los presupuestos de 2009 o la elevación del salario mínimo interprofesional constituyen mensajes distorsionadores de lo que se necesita en un entorno como el actual.

Si olvidamos esta realidad, el ajuste, como ya ocurrió en el pasado, nos vendrá, ya nos está viniendo, vía un incremento del paro. La diferencia ahora es que no contamos con la devaluación de la moneda para deprimir los salarios reales. La solución hoy sólo se puede generar internamente, y si no se produce, los peores augurios de nuestro mercado laboral serán una especie de crónica rosa de la realidad que se nos avecina.

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