jueves, 5 de febrero de 2009

Sólo 3.999.999 parados... / Valentí Puig

La Moncloa cambia butacones por pupitres para recibir a la banca y luego sale el ministro Miguel Sebastián con que hay que castigar a los banqueros, poner de cara a la pared lo que -según Zapatero- era el mejor sistema bancario del mundo. Solbes sostiene lo contrario, que no se puede pedir a los banqueros que aumenten sus créditos. José Blanco recomienda paciencia ilimitada con los bancos. Con Presidencia trompeteando que Zapatero estará en las próximas reuniones del G-20, las estadísticas del paro adquieren velocidad de misil extraviado y el desasosiego se generaliza en la sociedad española.

En enero, 198.000 ciudadanos más sin trabajo; 350.000 trabajadores menos cotizando en una Seguridad Social cuyo fondo de reservas se aproxima a la zona de riesgo. Suben de tono las contradicciones en un gobierno que parece entrar en descomposición orgánica a consecuencia de sus imprevisiones estrepitosas y de la parálisis que genera desear ser querido en todas partes y por todos. Acaba siendo autodestructivo no tomar decisiones respecto a la crisis de hoy porque sólo se piensa en las elecciones de pasado mañana.

¿Cuál es el juego? Tal vez consistía en sólo llegar a los 3.999.999 parados sin cruzar la cifra límite de los cuatro millones antes de repetir mandato en las urnas. Pero ya hay instancias gubernamentales que no niegan la posibilidad de que esos cuatro millones se aúpen a los titulares como indicio contrastable de un percance zapaterista entre las aguas tan removidas de una crisis financiera mundial y de una recesión con escasos precedentes históricos. No llegar a los cuatro millones, como sea, ese era el juego. Era una estimación, propia del optimismo antropológico de Zapatero, que ni siquiera ha alcanzado a cumplir con el primer «set» del juego.

Gastar mal importará poco. Gastar demasiado incluso importará menos. Moverse porque la gente cree que algo hay que hacer. Moverse aunque sea gesticular sin salir del inmovilismo. Repartir bombillas, prometer bonos, poner estatuas abstractas en las rotondas municipales, construir polideportivos donde nadie quiere practicar el deporte porque hace cola en las oficinas del paro. Es razonable la duda sobre el impacto de las 32.000 obras públicas del plan de inversión para municipios. Ninguna opinión cuerda da a suponer que cese de inmediato la destrucción de empleo, en la línea quebrada de ir más allá de la pérdida del 40 por ciento de empleos generados desde que Zapatero llegó a La Moncloa después de las procelosas elecciones de 2004. Es imprevisible el momento en que los sistemas de irrigación de la economía española den noticia de la afluencia de liquidez.

Prever el futuro en un mundo tan incierto es un deber de los gobiernos y de las sociedades avanzadas, en conjunto. Puestos en el escenario global, estamos de lleno en una circunstancia en la que se hace más relevante la necesidad de anticiparse a lo que, aunque pareciera tener pocas probabilidades de acontecer, al final se presenta casi como una concatenación de datos inevitables.

Francis Fukuyama ha insistido en que las razones para tal imprevisión son la naturaleza propia del conocimiento humano, la inexistencia de incentivos para pensar lo venidero y una falta de instituciones adecuadas para protegerse de una grave crisis futura. Eso es lo que hay, multiplicado en el caso del gobierno socialista de Zapatero por la voluntad electoralista de ver en todo el formato rosa y no la acumulación atmosférica de brumas oscuras. Lo dijo Disraeli: aquello que conjeturamos raramente tiene lugar; lo que menos esperamos, generalmente acontece.

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