domingo, 31 de mayo de 2009

Deslocalización agrícola: ¿un nuevo colonialismo?

SHANGHAI.- La revitalización del campo chino ocupa un lugar destacado en el paquete de estímulo de 430 millones de euros que Pekín ha ofrecido para sortear la crisis. El objetivo es triple: mantener el crecimiento económico, repartirlo hacia el interior más pobre y, de paso, acelerar una necesaria revolución agraria, se escribe hoy en 'El Mundo'.

Uno de los escollos a solucionar es cómo dar de comer a la quinta parte de la población mundial con sólo el 7% de la tierra cultivable, mientras el deterioro medioambiental y la urbanización van mermando los cultivos en el mapa de China. Pero el plan B, no oficial, parece consistir en hacer acopio fuera de la tierra que falta en casa.

«Los africanos necesitan modernizar su agricultura desesperadamente y para China, que precisa hacer frente a su demanda de alimentos, África representa la solución», resume el historiador de la Universidad de Pekín Li Anshan, experto en las relaciones entre su país y el continente más pobre.

Aunque buena parte de la búsqueda ha llevado a Pekín o sus empresas al sudeste asiático -Laos, Myanmar o Filipinas, donde se espera la aprobación de Manila para alquilar 1,24 millones de hectáreas para el cultivo de arroz-, varios inversores chinos tratan de reservarse dos millones de hectáreas en Zambia y ya han logrado 2,8 millones en la República Democrática del Congo, todo para producir biocombustibles.

El país asiático ha desplegado ya en África una batería de intereses energéticos y mineros, acompañados de ayuda al desarrollo y modernización de infraestructuras. Pero sería injusto señalar sólo al apetito chino, porque capital privado inglés, alemán, sueco y danés también se han apuntado a la moda. Animada por la rapidez con la que cristalizan los acuerdos, hasta la banca de inversión ha visto un potencial nicho especulativo.

Con todo, en el lado de la demanda destacan varios países del golfo pérsico y la península arábiga -sobrados de petrodólares pero faltos de tierra y agua-, además de grandes importadores de alimentos como Corea del Sur. Detrás de muchos de los acuerdos están los gobiernos, sea directamente o a través de sus vehículos de inversión (fondos soberanos).

Y como dos no bailan si uno no quiere, los países pobres se han prestado de lleno al juego: en África, por ejemplo, la debilidad negociadora está llevando a regalar la tierra a cambio de promesas vagas de empleo, tecnología e infraestructuras, según un estudio encargado por Naciones Unidas, que destaca cómo sus pobladores se arriesgan a ser desposeídos de fincas que han utilizado siempre aun sin títulos de propiedad, y que pueden perder el acceso al agua y otros recursos sin poder beneficiarse de los acuerdos.

Hasta 20 millones de hectáreas de estos países -equivalente a la superficie cultivable de toda Francia- han sido ocupadas por extranjeros durante los últimos tres años según los cálculos del Instituto de Investigación de Políticas de Alimentos, un think tank con base en Washington.

La tendencia adquirió músculo animada por la espiral inflacionaria que desde hace dos años ha disparado el precio de algunos cereales. Aunque la crisis financiera ha aliviado la presión, algunos gobiernos se vieron obligados a cerrar sus fronteras a las exportaciones para asegurar el suministro interno y los grandes importadores dejaron de confiar en la lonja mundial de alimentos para reaccionar saliendo fuera a buscarse el pan.

Así, tras las manufacturas (en los años 80) y la tecnología de la información (en los 90), la adquisición de tierra cultivable en el extranjero se va configurando como la «tercera gran oleada de deslocalización», tal y como ha quedado definida por un analista. Pero las fricciones son notables. El gobierno chino ha ofrecido 800 millones de dólares al de Mozambique para multiplicar por cinco la producción de arroz en el país. China se llevará su parte pero creará, a su vez, institutos de investigación agrícola y puestos de trabajo, cosa que no ha evitado fuertes críticas de la oposición al gobierno de Maputo.

En Madagascar, el intento de compra de la mitad de la superficie agraria de la isla por una sola compañía surcoreana, la Daewoo Logistics, contribuyó a derrocar el Gobierno. Y el grupo saudí Bin Laden -vinculado a la familia del prófugo terrorista-, también naufragó con un plan para cultivar medio millón de hectáreas de arroz en Indonesia.

Críticas al proceso

Entre los críticos, comunidades locales y algunas ONG se oponen a la práctica, que el propio responsable de la FAO, la agencia de Naciones Unidas para la Agricultura y los Alimentos, ha calificado de «neocolonialista» en algunos casos. Lo grave, si se quiere, es que coloca puerta con puerta algunas de las incongruencias más crueles en el reparto mundial de riqueza:

Sudán deja a sus inversores -Emiratos Árabes, Arabia Saudí y Corea del Sur, entre otros- que se lleven el 70% de las cosechas mientras se convierte en el mayor receptor mundial de ayuda alimentaria. Pero Jartum confía en que los acuerdos en el sector agrícola ocupen casi la mitad de toda la inversión extranjera para 2010, una entrada de capital irrenunciable para un país en guerra y azotado por la hambruna.

«No podemos condenar el fenómeno de forma global», advierte James Keeley, investigador del Instituto Internacional de Medio Ambiente y Desarrollo, que ha efectuado el estudio ¿Toma de tierras u oportunidad para el desarrollo? para dos agencias de la ONU. «Los países pueden beneficiarse de esta inversión si está bien diseñada para aprovechar las oportunidades», explica Keeley.

Un buen punto de partida, dice, sería aumentar la transparencia de los acuerdos. Las partes implicadas deben «consensuar un código de conducta internacional», concluye, para transformar los temores de una nueva ola de colonialismo sutil en una revolución verde para África.

Buenas prácticas

Son varias las agencias y organismos internacionales que se han puesto a trabajar en el diseño de conductas que guíen la compra o arrendamiento de cultivos en países pobres. Japón lidera el debate en el seno del G8, con una propuesta que presentará en la próxima cumbre de países ricos en Italia.

La Unión Africana también podría ratificar el primer código en julio, aunque algunos de sus miembros son reacios a autolimitarse por temor a perder inversores. Además de ser transparentes, los acuerdos deben beneficiar a ambas partes mientras crean empleo, favorecen la producción y dejan infraestructuras en el país receptor, dicen los expertos.

Sólo así se evitarán situaciones como la que se da en Etiopía, donde una iniciativa avalada por el monarca saudí saca del país costales de arroz y cebada ante los ojos de 4,6 millones de etíopes que viven al borde de la hambruna.

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