domingo, 31 de mayo de 2009

Las quiebras que necesitamos / Robert J. Samuelson *

Cuando los administradores de la seguridad social y el programa de protección por enfermedad Medicare dieron parte de la solvencia de estos programas, la cobertura informativa fue universalmente sombría. La recesión lo había empeorado todo. «Seguridad social y Medicare en situación de insolvencia antes de lo esperado», titulaba Wall Street Journal. Realmente estas informaciones eran buenas noticias. Mejor habría sido: «Seguridad social y Medicare en riesgo de quiebra en 2010».

Es cada vez más evidente que el Congreso y el presidente (al margen del partido en el poder) sólo abordarán la bomba fétida política de una sociedad que envejece si no tienen más remedio. Y la forma más plausible de forzar la situación sería que la seguridad social y Medicare se declarasen insolventes; que los fondos fiduciarios se agotaran; que las prestaciones prometidas superaran las retenciones de la nómina que las financian. Cuanto más pronto suceda, mejor.

Que los programas terminarán quebrando en última instancia queda claro en los propios informes de los administradores. En las páginas 201 y 202 del informe de la situación financiera del seguro por enfermedad Medicare aparece la concluyente aritmética: a lo largo de los próximos 75 años, la seguridad social y Medicare van a costar alrededor de 103,2 billones de dólares, al tiempo que las retenciones fiscales y los ingresos extraordinarios sumarán en total sólo 57,4 billones de dólares. La diferencia es de 45,8 billones de dólares (todas las cifras están ajustadas a la inflación actual).

Los actuarios de Medicare observan a continuación lo que sucederá una vez se agote el fondo de la seguridad social y el programa de baja hospitalaria de Medicare: «No existe ninguna disposición en la ley actual que aborde el desequilibrio financiero proyectado (en Medicare y en la seguridad social). Una vez que las reservas se agoten no será posible incurrir en más gastos de los cubiertos por la recaudación del ejercicio». Traducción: las prestaciones se desplomarán.

Las pensiones de la seguridad social se encogerán; parte de las facturas del seguro por enfermedad dejarán de estar pagadas -y los recortes empeorarán progresivamente-. Los jubilados las pasarán canutas. Los hospitales podrían cerrar. Ningún presidente ni Congreso escapará a las protestas. Incluso la amenaza de quiebra inminente les empujará a actuar. Pero restaurar la solvencia de los programas abocará al Congreso y a la Casa Blanca a afrontar cuestiones fundamentales.

En 1940, la esperanza de vida en el momento de nacer era de 61,4 años en el caso de los varones y de 65,7 en el caso de las mujeres; hacia el año 2008, las cifras comparables son 75,4 y 80 años. De manera que, conforme mejora el estado de salud y se eleva la longevidad, ¿en qué momento debe dejar de trabajar la gente y tener derecho a percibir pensiones por jubilación? Privados de eufemismos políticamente agradables («protección social», «prestaciones sociales»), eso es lo que son principalmente la seguridad social y Medicare. Si es así, ¿hasta qué punto deben estar subvencionados los jubilados más acomodados?

O ¿hasta qué punto las obligaciones para con la tercera edad deben desplazar a las demás necesidades nacionales? -digamos, la defensa, la educación, la investigación, las infraestructuras o, más en general, la renta familiar digna-. En el año 1990, la seguridad social y Medicare englobaban el 28% del gasto federal; en el año 2019, su porcentaje rozará el 40%, según proyecta la administración Obama. Al crecer este gasto, las presiones para subir los impuestos, elevar el déficit presupuestario o recortar los demás programas crecerán. ¿Cuál es el equilibrio correcto entre el pasado y el futuro?

¿De qué forma se puede reorganizar el sistema médico para mejorar la atención y limitar el gasto? Según algunas estimaciones, la tercera parte del gasto sanitario puede ser innecesario o ineficaz.

Desafortunadamente, los fondos fiduciarios de la seguridad social y Medicare no se agotarán hasta el año 2017 y 2037 respectivamente, según las proyecciones más recientes. Aunque estas fechas para la quiebra se adelantan a las estimaciones del año pasado (2019 en el caso del seguro por enfermedad y 2041 en el de la seguridad social), siguen estando bastante distantes. Entre el ahora y el entonces, la sequía en el resto del Gobierno tendrá lugar invisiblemente. Los fondos insuficientes se agotarán progresivamente. Los títulos del Estado invertidos en estas cuentas de fideicomiso se remitirán al Tesoro para el pago. Ese débito sólo se puede financiar de tres formas: mayor déficit, impuestos más altos o recortes del gasto.

Pero sin un suceso que obligue de verdad -algo que exija una respuesta-, presidentes y congresistas eludirán las elecciones subyacentes. Profesan preocupación, pero sus propuestas son cosméticas, ineficaces o ambas cosas. «Tenemos que salvar la seguridad social para el siglo XXI», proclamaba Bill Clinton. «El sistema, de seguir su trayectoria actual, está abocado a la quiebra», advertía George W. Bush. Ahora, Barack Obama parece estar volviendo a esta costumbre. «Lo que hemos hecho es ir posponiendo la cuestión», decía al Washington Post. «Ahora llegamos al final del plazo». Estupenda retórica, pero eso es todo.

Aunque nadie espere que Obama haga una gran contribución tras apenas cuatro meses en el poder, aún está por dar señales de un apoyo general por lo menos a las políticas que se necesitan: incremento gradual de la edad de jubilación; reducciones paulatinas de las prestaciones en el caso de los jubilados más acomodados; reforma radical de Medicare. De hecho, los planes de Obama de ampliar la cobertura sanitaria pagada por el Estado podrían incrementar el gasto en Medicare agravando así la inflación médica.

Al igual que General Motors, seguimos con los malos hábitos porque we can temporalmente. La dilación es una mala política. Contra más pospongamos los cambios, más radicales tendrán que ser. El daño a jubilados y contribuyentes sólo va a crecer a lo largo del tiempo. La seguridad social se enfrentó por última vez a un problema insalvable en 1983, cuando un fondo cada vez más encogido obligó al Congreso a hacer cambios. La lección: una crisis es justo lo que necesitamos.

(*) Robert J. Samuelson es columnista del diario The Washington Post

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