domingo, 13 de septiembre de 2009

Un año después / Jeffrey D. Sachs*

Ha transcurrido casi un año desde que la economía mundial se tambaleaba al borde de la calamidad. En el transcurso de tres días, desde el 15 hasta el 17 de septiembre de 2008, Lehman Brothers se declaró en bancarrota, la megaaseguradora AIG pasó a estar en manos del Gobierno de EE UU y el simbólico Merril Lynch de Wall Street fue absorbido después de quebrar por el Bank of America gracias a un acuerdo facilitado y financiado por el Gobierno estadounidense. A renglón seguido se desató el pánico y el crédito dejó de circular. Las empresas no financieras eran incapaces de obtener capital para funcionar, y todavía menos fondos para inversiones a largo plazo. Una depresión parecía posible.

Ahora la tormenta ha amainado. Meses de medidas de emergencia tomadas por los principales bancos centrales del mundo evitaron que los mercados financieros se desplomaran. Cuando los bancos dejaron de proveer liquidez a corto plazo a otros bancos y empresas industriales, los bancos centrales llenaron el vacío. Como consecuencia, las principales economías evitaron un desplome del crédito y de la producción. La sensación de pánico se ha aplacado. Los bancos han vuelto a prestarse dinero unos a otros.

Aunque se ha evitado lo peor, la situación sigue siendo dolorosa. La crisis culminó en el hundimiento de los precios de los activos a finales de 2008. Las familias de clase media y acaudaladas de todo el mundo se sentían más pobres y por consiguiente redujeron drásticamente el gasto. Los precios del petróleo y los alimentos se pusieron por las nubes y contribuyeron a causar más dolor y, por tanto, a la recesión. Las empresas eran incapaces de vender su producción, lo cual provocó recortes y despidos. El aumento del desempleo agravó la pérdida de riqueza de los hogares, lo cual puso a las familias en grave peligro económico e indujo recortes adicionales en el gasto de los consumidores.

El gran problema ahora es que el paro sigue aumentando en EE UU y en Europa, porque el crecimiento es demasiado lento para crear suficientes puestos de trabajo. La deslocalización sigue sintiéndose en todo el mundo.

Se ha desatado un acalorado debate en torno al denominado "gasto en medidas de estímulo" en EE UU, Europa y China. Dicho gasto pretende compensar el declive en el consumo de las familias y en las inversiones de las empresas con desembolsos más elevados del Gobierno o con incentivos fiscales. En EE UU, por ejemplo, aproximadamente un tercio del plan de estímulo de 800.000 millones de dólares se compone de rebajas fiscales (para incentivar el gasto del consumidor); otro tercio consiste en desembolsos públicos para carreteras, colegios, energía y otras infraestructuras, y el último tercio adopta la forma de transferencias federales a gobiernos estatales y locales para sanidad, seguros de desempleo, salarios para los colegios y otras cosas por el estilo.

Las medidas para estimular la economía despiertan controversia porque aumentan los déficits presupuestarios y, por consiguiente, implican la necesidad de recortar el gasto o subir los impuestos en un futuro próximo. La pregunta es si conseguirán que la producción y el empleo se recuperen a corto plazo y, de ser así, si harán lo bastante para compensar los inevitables problemas presupuestarios que se avecinan.

La verdadera efectividad de estos paquetes de medidas no está clara. Supongamos que el Gobierno concede una rebaja fiscal para aumentar el dinero que los consumidores se llevan a casa. Si los consumidores esperan que sus impuestos suban en el futuro, es posible que decidan ahorrar esa rebaja fiscal en lugar de aumentar el consumo. En ese caso, el estímulo tendrá poco impacto positivo en el gasto de las familias y empeorará el déficit presupuestario.

Una primera valoración de las medidas de estímulo da a entender que el programa de China ha funcionado bien. La drástica caída de las exportaciones chinas a EE UU se ha visto compensada por un aumento acusado del gasto del Gobierno chino en infraestructuras: por ejemplo, en la construcción del metro en las ciudades más grandes de China.

En EE UU, el veredicto no está tan claro. Es probable que la rebaja fiscal se haya ahorrado en lugar de gastado. El componente de las infraestructuras todavía no se ha invertido debido a los prolongados retrasos a la hora de transformar el plan de estímulo estadounidense en verdaderos proyectos de construcción. La tercera parte -las transferencias a los gobiernos estatales y locales- ha conseguido casi con toda seguridad que se mantenga el gasto en escuelas, sanidad y los parados.

En resumen, las medidas de estímulo en EE UU probablemente hayan tenido un efecto positivo aunque pequeño sobre el gasto, pero no decisivo para la economía. Es más, la preocupación por el enorme déficit presupuestario, que ahora ronda los 1,8 billones de dólares al año (el 12% del PIB), seguramente aumentará, lo cual no sólo creará una enorme incertidumbre en la política y los mercados financieros, sino que también disminuirá la confianza de los consumidores a medida que las familias centren su atención en los posibles recortes presupuestarios y subidas de impuestos en el futuro. EE UU ha alcanzado los límites prácticos de la dependencia del gasto en estímulos a corto plazo, y tendrá que empezar a recortar el déficit presupuestario y a fomentar vías alternativas hacia el crecimiento.

Cuando la crisis empeoró hace un año, Barack Obama introdujo en la campaña presidencial el tema de la "recuperación verde", basada en un repunte de la inversión en energías renovables, nuevos vehículos eléctricos, edificios verdes eficientes y una agricultura razonable desde un punto de vista ecológico. Al desatarse la batalla contra el pánico financiero, la atención política se alejó de esa recuperación verde. Ahora EE UU necesita volver a esta importante idea.

Los consumidores agobiados por las deudas en EE UU y en Europa reducirán el gasto en los próximos años para recuperar su riqueza y sus pensiones. Pero la consiguiente falta de actividad económica nos brinda la oportunidad -y necesidad- histórica de compensar el bajo gasto del consumidor con un aumento del gasto en inversión en tecnologías sostenibles.

La política gubernamental en EE UU y otros países ricos debería estimular esas inversiones mediante incentivos especiales. Éstos incluyen un sistema de límites e intercambio de los derechos de emisión de gases de efecto invernadero, subvenciones para la investigación y desarrollo de tecnologías sostenibles, tarifas especiales e incentivos reguladores para las energías renovables, subvenciones para los consumidores y otros incentivos para la utilización de nuevas tecnologías verdes y la puesta en práctica de programas de infraestructuras verdes, como el transporte de masas.

El mundo rico también debería ofrecer a los países más pobres becas y préstamos a bajo interés para comprar tecnologías para energías sostenibles, como la solar y la geotérmica. El hacerlo contribuiría a la recuperación mundial, mejoraría la sostenibilidad medioambiental a largo plazo y aceleraría el desarrollo económico.

Esta crisis puede constituir una oportunidad para apartarnos del camino de las burbujas financieras y el consumo excesivo y seguir la vía del desarrollo sostenible. De hecho, el aprovechar esta oportunidad es la única receta que nos queda para un crecimiento verdadero.

(*) Jeffrey D. Sachs es catedrático de Economía y director del Instituto de la Tierra de la Universidad de Columbia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario