viernes, 4 de febrero de 2011

El gran asalto a las cajas / Albert Recio Andreu *

En mi infancia me enseñaron que las Cajas de Ahorros eran una institución distinta a los bancos. En mi ciudad aún estaba vivo el recuerdo de la quiebra del Banco de Barcelona que había arruinado a personas modestas. Las cajas, en cambio, eran vistas como instituciones no especulativas, defensoras del ahorro de los menos ricos, instituciones amigas del entorno (en las escuelas de mi barrio eran habituales los premios en forma de pequeños depósitos: los escolares ahorrábamos sumas modestas mediante la compra de unos sellos pensados para alentar una cultura de la responsabilidad). 
 
Esta figura de las cajas como instituciones sociales empezó a quebrar con la liberalización financiera de principios de los ochenta y la transformación de estas instituciones en operadores financieros normales de la mano de una camada de dirigentes formados en las escuelas de negocios. 
 
Aunque resulta evidente que se ha ido difuminando su diferencia con los bancos, ésta ha persistido en ciertos aspectos: las condiciones laborales, los retornos a la comunidad (pese a que hay mucho de criticable en las obras sociales de las cajas, sobre todo de exceso de acciones publicitarias, salen bien paradas cuando se las compara con los bancos privados) e incluso la implicación en la financiación del tejido productivo local. (No era impensable que una mayor democratización de sus órganos directivos las hubiera podido convertir en impulsoras a gran escala de la economía social). Por ello, con todos sus aspectos criticables, seguían apareciendo, a ojos neoliberales, como una “peligrosa anomalía económica”.

Por tanto, hacía tiempo que las cajas españolas estaban en el punto de mira de los funcionarios del gran capital financiero. Ellas mismas han contribuido a su desmatelamiento con errores propios, especialmente el de subirse al carro de la especulación inmobiliaria a gran escala. Si la gran banca española está saliendo mejor parada de la crisis que las cajas no es tanto por su “eficiencia” como porque su internacionalización previa (explotando chollos financieros como el de las pensiones privadas latinoamericanas) les ha permitido compensar los problemas locales.
 
La crisis actual esta siendo, para los intereses dominantes, como el cerdo: todo resulta aprovechable. Y tras el mercado laboral y las pensiones ahora toca que las cajas sean “reformadas” (seguramente con el caluroso apoyo de algunos de sus directivos formados en cualquier “Business School” local o yanki y esperanzados con que con la transformación podrán obtener los generosos “bonus” que reciben las cúpulas bancarias). 
 
La secuencia del proceso constituye en sí misma una maniobra clásica de golpe de estado: primero se dice que deberán alcanzar un determinado grado de solidez financiera, después se anuncia que ésta deberá ser superior a la de los bancos (ya se sabe: la economía social es menos fiable y hay que asegurarse) y finalmente se afirma que las entidades que no alcancen dicha solidez serán “nacionalizadas” (o sea que pasarán por un programa de saneamiento financiado por la colectividad) como paso previo a su venta total o parcial a inversores privados. También pueden acortar el camino y optar de entrada por la venta al capital privado (es lo que ya ha anunciado la Caixa, una de las instituciones más sólidas). 
 
Vistas en perspectiva, las tormentas financieras recientes que asolaron al país parecen ser el mismo tipo de maniobras de amedrentamiento que realizan los “señores de la guerra” o las mafias cuando quieren conseguir que alguien les ceda un activo o les “solicite” protección.

Si la rendición final se produce —en estos tiempos casi todo lo indeseable acaba por ser inevitable— estaremos expuestos a nuevos problemas. De una parte, toda la experiencia anterior de liberalizacion financiera y de privatización en lugar de redundar en la pretendida competencia creativa se ha traducido en un mero proceso de oligopolización económica. Esto ha ocurrido claramente en el sector bancario, donde hemos acabado, como en la liga de fútbol, con sólo dos grandes grupos. 
 
Y también ha pasado en el resto de sectores privatizados. No hay ninguna razón para que esto no vuelva a ocurrir con las antiguas cajas. Quizás lo único que ganaremos es que a todo el mundo le queden más claros quiénes son los “amos” del país. La otra posibilidad es que, al menos en un plazo inmediato, la privatización sea una puerta de entrada de los fondos financieros, siempre ávidos de entrar en aventuras cortoplacistas. 
 
Y sus efectos especulativos se pueden dejar sentir en muchos campos: nuevas operaciones especulativas en el campo financiero, tratamiento más duro de la clientela e incluso impactos negativos en las redes de empresas locales que aún dependen de las cajas. Teóricamente las cajas preservaran su obra social mediante el cobro de dividendos de sus bancos participados, pero la pérdida de control de la gestión directa refuerza la posibilidad de que estos ingresos disminuyan por cambios en las políticas de gestión (retribuciones a los altos directivos y a los inversores privados, desvíos de fondos mediante operaciones financieras “ad hoc”, etc.)

Aunque el final parece inevitable hay que seguir insistiendo en que la participación pública en las entidades debería ser el embrión de una nueva banca pública y no una mera etapa hacia la privatización. Y deberíamos plantear directamente la cuestión a “nuestros” teóricos representantes en los consejos de las cajas (representantes de sindicatos, impositores, corporaciones locales) para que reviertan el proceso. Porque el triunfo de los mercados es en gran parte el producto de la dejación de responsabilidades de los presuntos representantes de los intereses colectivos.
 
(*) Doctor en Economía y profesor titular del Departamento de Economia Aplicada en la Universidad Autónoma de Barcelona

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