La semana pasada, The New York Times informaba de un
fenómeno que parece extenderse cada vez más en Europa: los suicidios
“por la crisis económica” de gente que se quita la vida desesperada por
el desempleo y las quiebras de las empresas. Era una historia
desgarradora, pero estoy seguro de que yo no era el único lector,
especialmente entre los economistas, que se preguntaba si la historia
principal no será tanto la de las personas como la de la aparente
determinación de los líderes europeos de cometer un suicidio económico
para el continente en su conjunto.
Hace solo unos meses albergaba algo de esperanza respecto a Europa.
Es posible que recuerden que a finales del pasado otoño Europa parecía
estar al borde de la crisis financiera, pero el Banco Central Europeo,
homólogo europeo de la Reserva Federal estadounidense, acudió al
rescate. Ofreció a los bancos europeos unas líneas de crédito
indefinidas siempre que presentaran bonos de los Gobiernos europeos como
garantía, lo que ayudó directamente a los bancos e indirectamente a los
Gobiernos, y puso fin al pánico.
La cuestión por aquel entonces era saber si esta acción valiente y
eficaz sería el inicio de un replanteamiento más amplio, y si los
líderes europeos usarían el oxígeno que el banco había insuflado para
reconsiderar las políticas que llevaron las cosas a un punto crítico en
primer lugar.
Pero no lo hicieron. En vez de eso, persistieron en sus políticas y
en sus ideas que no dieron resultados. Y cada vez resulta más difícil
creer que algo les hará rectificar el rumbo. Ya no se puede hablar de recesión; España se encuentra en una depresión en toda regla.
Piensen en la situación en España, que actualmente es el epicentro de
la crisis. Ya no se puede hablar de recesión; España se encuentra en
una depresión en toda regla, con una tasa de desempleo total del 23,6%,
comparable a la de EE UU en el peor momento de la Gran Depresión, y con
una tasa de paro juvenil de más del 50%. Esto no puede seguir así, y el
hecho de haber caído en la cuenta de ello es lo que está incrementando
cada vez más los costes de financiación españoles.
En cierta forma, no importa realmente cómo ha llegado España a este
punto, pero por si sirve de algo, la historia española no se parece en
nada a las historias moralistas tan populares entre las autoridades
europeas, especialmente en Alemania. España no era derrochadora desde un
punto de vista fiscal; en los albores de la crisis tenía una deuda baja
y superávit presupuestario. Desgraciadamente, también tenía una enorme
burbuja inmobiliaria, que fue posible en gran medida gracias a los
grandes préstamos de los bancos alemanes a sus homólogos españoles.
Cuando la burbuja estalló, la economía española fue abandonada a su
suerte. Los problemas fiscales españoles son una consecuencia de su
depresión, no su causa.
Sin embargo, la receta que procede de Berlín y de Fráncfort es, lo han adivinado, una austeridad fiscal aún mayor.
Esto es, hablando sin rodeos, descabellado. Europa ha tenido varios
años de experiencia con programas de austeridad rigurosos, y los
resultados son exactamente lo que los estudiantes de historia les dirían
que pasaría: semejantes programas sumen a las economías deprimidas en
una depresión aún más profunda. Y como los inversores miran el estado de
la economía de un país a la hora de valorar su capacidad de pagar la
deuda, los programas de austeridad ni siquiera han funcionado como forma
de reducir los costes de financiación.
Lo que es realmente inconcebible es mantener el rumbo actual e imponer una austeridad cada vez más rigurosa
¿Cuál es la alternativa? Bien, en la década de 1930 —una época cuyos
detalles la Europa moderna está empezando a reproducir de forma cada vez
más fiel— el requisito fundamental para la recuperación fue una salida
del patrón oro. La medida equivalente ahora sería una salida del euro, y
el restablecimiento de las monedas nacionales. Pueden decir que esto es
inconcebible, y que sin duda alguna sería enormemente perjudicial tanto
económica como políticamente. Pero lo que es realmente inconcebible es
mantener el rumbo actual e imponer una austeridad cada vez más rigurosa a
países que ya están sufriendo un desempleo de la época de la Depresión.
Por eso, si los líderes europeos quisieran realmente salvar al euro
estarían buscando un rumbo alternativo. Y la forma de dicha alternativa
es en realidad bastante clara. Europa necesita más políticas monetarias
expansionistas, en forma de buena disposición —una buena disposición
anunciada— por parte del Banco Central Europeo para aceptar una
inflación algo más elevada; necesita más políticas fiscales
expansionistas, en forma de presupuestos en Alemania que contrarresten
la austeridad en España y en otros países en apuros de la periferia
europea, en vez de reforzarla. Incluso con esas políticas, los países
periféricos se enfrentarían a años de tiempos difíciles, pero al menos
existiría alguna esperanza de recuperación.
Sin embargo, lo que estamos viendo en realidad es una falta de
flexibilidad absoluta. En marzo, los líderes europeos firmaron un pacto
fiscal que establece de hecho la austeridad fiscal como respuesta ante
todos y cada uno de los problemas. Mientras tanto, los principales
directivos del banco central insisten en recalcar la voluntad del banco
de aumentar los tipos a la más mínima señal de una inflación más
elevada.
Por eso resulta difícil evitar una sensación de desesperación. En vez
de admitir que han estado equivocados, los líderes europeos parecen
decididos a tirar su economía —y su sociedad— por un precipicio. Y el
mundo entero pagará por ello.
(*) Premio Nobel de Economía 2008, es catedrático de la Universidad de Princeton
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