Los tres ajustes consecutivos del valor de la divisa china a la baja,
para ajustar su valorteórico al real de los mercados, según
declaración oficial de las autoridades chinas, han generado un
movimiento bastante amplio de desconfianza hacia la política económica
de este importante país, un socio comercial de notable envergadura,
cuyas decisiones adquieren un indudable ámbito global. A pesar de su
amplia influencia en todo el mundo, China sigue presentando al mundo un
perfil bastante desconocido, dado lo poco transparentes que resultan sus
decisiones en materia económica y la extraña mezcla de intervencionismo
estatal y liberalismo de escaso arraigo en la inmensa población, que
apenas ha tenido tiempo para olvidar los postulados del régimen
comunista en su versión más ortodoxa.
Esta dualidad genera importantes contradicciones y no pocos motivos
de desconfianza entre los principales agentes económicos
internacionales, que tratan de ver en China un mercado prometedor y en
crecimiento exponencial pero con enormes restricciones y agravios
comparativos cuando se trata de hacer acto de presencia en tan
importante mercado. No son pocos los inversores institucionales que han
abandonado el país en los últimos años, cansados de esperar la llegada
de nuevos vientos de cambio a los modos y costumbres económicos vigentes
en el país.
La depreciación de la divisa, en torno a un 5% acumulando las
cuantías de los tres ajustes realizados esta semana, ha causado un
importante alboroto en los mercados no tanto por su cuantía, bastante
modesta en relación con la apreciación que ha experimentado la divisa
china en los últimos dos o tres años frente al resto del mundo (y que,
en buena medida, se trata de corregir ahora) sino porque parece fruto de
un cierto estado de nerviosismo de las autoridades chinas, que podrían
haber perdido decididamente el control de la situación, entrando en una
espiral de decisiones poco meditadas y de alcance incierto.
No parece que se trate de un mero ajuste cambiario sino de un intento
desesperado por recobrar tasas de crecimiento similares a las de años
anteriores, cuando la economía china progresaba a ritmos de dos dígitos.
Esa recuperación del pulso y de la actividad económica requeriría, en
todo caso, una estrategia más meditada y de amplio espectro, no limitada
meramente a una corrección del tipo de cambio, en la medida en que este
tipo de movimientos suelen tener efectos efímeros si no se actúa sobre
las raíces de los problemas. Si, en todo caso, no se despliega un amplio
catálogo de actuaciones de cariz reformista.
Una necesidad que, en el caso de China, le ha sido recomendada en
numerosas ocasiones, alertando de los grandes riesgos que corre su
potencial de crecimiento económico sin una decidida apertura económica y
financiera al exterior, para que las corrientes de capitales sean
capaces de desempeñar el papel que todavía sigue encomendado, en este
país, a los órganos políticos del partido único. Llegará un momento en
el que la dicotomía entre el régimen político monolítico y una economía
de mercado abierta, moderna y competitiva, con influencia y ambiciones
de tipo global, resulte insostenible. Y puede que ese momento esté
llamando ya a la puerta del gigante asiático.
(*) Periodista y economista
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