martes, 2 de junio de 2015

La inflación de la eurozona crece tres décimas, hasta el 0,3%

LUXEMBURGO.- La tasa de inflación interanual de la zona euro se ha situado en mayo en el 0,3%, tres décimas por encima del nivel registrado en abril, según el dato adelantado publicado por la oficina comunitaria de estadística, Eurostat.

De este modo, el índice de precios para el conjunto de la zona euro ha registrado en mayo su primer incremento interanual desde noviembre de 2014, cuando también subió un 0,3%.
Entre los componentes del índice, los servicios subieron un 1,3%, frente al 1% de abril, mientras que los alimentos, bebidas alcohólicas y tabaco se encarecieron un 1,2%, tras subir un 1% interanual el mes anterior. Asimismo, los alimentos frescos subieron un 2,1%, frente al 1,3% del mes anterior.
Por su parte, los precios de la energía bajaron un 5% interanual, frente a la caída del 5,8% de abril, mientras que los bienes industriales no energéticos se encarecieron tres décimas, frente a la subida del 0,1% de abril.
Así, sin tener en cuenta el efecto de los precios de la energía, la inflación de la zona euro subió en mayo un 1%, frente al 0,7% interanual del mes anterior.
Al excluir del cálculo los precios de la energía y de los alimentos frescos, la tasa de inflación subyacente experimentó en mayo un repunte interanual del 0,9%, frente al 0,7% de abril.
El pasado viernes, el Instituto Nacional de Estadística (INE) informó de que el dato adelantado del IPC armonizado de España se situó en el -0,3%. lo que reduciría el diferencial de precios favorable a España a seis décimas.

La nueva geopolítica del petróleo / Ignacio Ramonet *

¿En qué contexto general se está dibujando la nueva geopolítica del petróleo? El país hegemónico, Estados Unidos, considera a China como la única potencia contemporánea capaz, a medio plazo (en la segunda mitad del siglo XXI), de rivalizar con él y de amenazar su hegemonía solitaria a nivel mundial. Por ello, Washington instauró secretamente, desde principio de los años 2000, una “desconfianza estratégica” con respecto a Pekín.

El presidente Barack Obama decidió reorientar la política exterior norteamericana considerando como criterio principal este parámetro. Estados Unidos no quiere encontrarse de nuevo en la humillante situación de la Guerra Fría (1948-1989), cuando tuvo que compartir su hegemonía mundial con otra “superpotencia”, la Unión Soviética. Los consejeros de Obama formulan esta teoría de la siguiente manera: “Un sólo planeta, una sola superpotencia”.

En consecuencia, Washington no deja de incrementar sus fuerzas y sus bases militares en Asia Oriental para intentar “contener” a China. Pekín constata ya el bloqueo de su capacidad de expansión marítima por los múltiples “conflictos de los islotes” con Corea del Sur, Taiwán, Japón, Vietnam, Filipinas… Y por la poderosa presencia de la VIIª flota de Estados Unidos. Paralelamente, la diplomacia norteamericana refuerza sus relaciones con todos los Estados que poseen fronteras terrestres con China (exceptuando a Rusia). Lo que explica el reciente y espectacular acercamiento de Washington con Vietnam y con Birmania.

Esta política prioritaria de atención hacia el Extremo Oriente y de contención de China sólo es posible si Estados Unidos logra poder alejarse de Oriente Próximo. En este escenario estratégico, Washington interviene tradicionalmente en tres ámbitos. En primer lugar, en el ámbito militar: Washington se encuentra inmerso en varios conflictos, especialmente en Afganistán contra los talibanes y en Irak-Siria contra la Organización del Estado Islámico. En segundo lugar, en el ámbito de la diplomacia, en particular con la República Islámica de Irán, con el objetivo de limitar su expansión ideológica e impedir el acceso de Teherán a la fuerza nuclear. Y, en tercer lugar, en el ámbito de la solidaridad, especialmente con respecto a Israel, para quien Estados Unidos sigue siendo una especie de “protector en última instancia”.

Esta “sobreimplicación” directa de Washington en la región (particularmente después de la Guerra del Golfo en 1991) ha mostrado los “límites de la potencia norteamericana”, que no ha podido ganar realmente ninguno de los conflictos en los cuales se ha implicado fuertemente (Irak, Afganistán). Conflictos que han tenido, para las arcas de Washington, un coste astronómico con consecuencias desastrosas incluso para el sistema financiero internacional.

Actualmente, Washington tiene claro que Estados Unidos no puede realizar simultáneamente dos grandes guerras de alcance mundial. Por lo tanto, la alternativa es la siguiente: o Estados Unidos continúa implicándose en el “pantanal” de Oriente Próximo en conflictos típicos del siglo XIX; o se concentra en la urgente contención de China, cuyo fulgurante impulso podría anunciar a medio plazo la decadencia de Estados Unidos.

La decisión de Barack Obama es obvia: debe hacer frente al segundo reto, pues éste será decisivo para el futuro de Estados Unidos en el siglo XXI. En consecuencia, este país debe retirarse progresivamente –pero imperativamente– de Oriente Próximo.

Aquí se plantea una pregunta: ¿por qué Estados Unidos se ha implicado tanto en Oriente Próximo, hasta el punto de descuidar al resto del mundo, desde el fin de la Guerra Fría? Para esta pregunta, la repuesta puede limitarse a una palabra: petróleo.

Desde que Estados Unidos dejó de ser autosuficiente en lo que al petróleo se refiere, a finales de los años 1940, el control de las principales zonas de producción de hidrocarburos se convirtió en una “obsesión estratégica” norteamericana. Lo cual explica parcialmente la “diplomacia de los golpes de Estado” de Washington, especialmente en Oriente Medio y en América Latina.

En Oriente Próximo, en los años 1950, a medida que el viejo Imperio Británico se retiraba y quedaba reducido a su archipiélago inicial, el Imperio estadounidense lo reemplazaba mientras colocaba a la cabeza de los países de esas regiones a sus “hombres”, sobre todo en Arabia Saudí y en Irán, principales productores de petróleo del mundo, junto con Venezuela, ya bajo control estadounidense en la época.

Hasta hace poco, la dependencia de Washington respecto al petróleo y al gas de Oriente Próximo le impidió considerar la posibilidad de retirarse de la región. ¿Qué ha cambiado entonces para que Estados Unidos piense ahora en retirarse de Oriente Próximo? El petróleo y el gas de esquisto, cuya producción por el método llamado “fracking” aumentó significativamente a comienzos de los años 2000. Eso modificó todos los parámetros. La explotación de ese tipo de hidrocarburos (cuyo coste es más elevado que el del petróleo “tradicional”) fue favorecida por el importante aumento del precio de los hidrocarburos que, en promedio, superaron los 100 dólares por barril entre 2010 y 2013.

Actualmente, Estados Unidos ha recuperado la autosuficiencia energética e incluso está convirtiéndose otra vez en un importante exportador de hidrocarburos. Por lo tanto, ya puede por fin considerar la posibilidad de retirarse de Oriente Próximo, con la condición de cauterizar rápidamente varias heridas que, en algunos casos, datan de más de un siglo.

Por esa razón, Obama retiró casi la totalidad de las tropas norteamericanas de Irak y de Afganistán. Estados Unidos participó muy discretamente en los bombardeos de Libia y se negó a intervenir contra las autoridades de Damasco, en Siria. Por otra parte, Washington busca a marchas forzadas un acuerdo con Teherán sobre el tema nuclear y presiona a Israel para que su gobierno progrese urgentemente hacia un acuerdo con los palestinos. En todos estos temas se percibe el deseo de Washington de cerrar los frentes en Oriente Próximo para pasar a otra cuestión (China) y olvidar así las pesadillas de Oriente Próximo.

Todo esto se desarrollaba perfectamente mientras los precios del petróleo seguían altos, cerca de 100 dólares el barril. El precio de explotación del barril de petróleo de esquisto es de aproximadamente 60 dólares, lo que deja a los productores un margen considerable (entre 30 y 40 dólares el barril).

Aquí es donde Arabia Saudí ha decidido intervenir. Riad se opone a que Estados Unidos se retire de Oriente Próximo. Sobre todo si Washington establece antes un acuerdo sobre el tema nuclear con Teherán, lo que los saudíes consideran demasiado favorable a Irán. Además, según la monarquía wahabita, expondría a los saudíes, y a los suníes en general, a convertirse en víctimas de lo que llaman “el expansionismo chií”. Hay que tener presente que los principales yacimientos de hidrocarburos saudíes se encuentran en zonas de población chií.

Considerando que dispone de las segundas reservas mundiales de petróleo, Arabia Saudí decidió usar el petróleo para sabotear la estrategia norteamericana. Oponiéndose a las consignas de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), Riad decidió, contra toda lógica comercial aparente, aumentar considerablemente su producción y hacer de ese modo bajar los precios del petróleo, inundando el mercado de petróleo barato. La estrategia dio rápidamente resultados. En poco tiempo, los precios del petróleo bajaron un 50%. El precio del barril descendió a 40 dólares (antes de subir ligeramente hasta aproximadamente 55-60 dólares actualmente).

Esta política asestó un duro golpe al “fracking”. La mayoría de los grandes productores estadounidenses de gas de esquisto están actualmente en crisis, endeudados y corren el riesgo de quebrar (lo que implica una amenaza para el sistema bancario norteamericano que, generosamente, había ofrecido abundantes créditos a los neopetroleros). A 40 dólares el barril, el esquisto ya no resulta rentable. Ni las excavaciones profundas “off shore”. Numerosas compañías petroleras importantes ya han anunciado que cesan sus explotaciones en alta mar porque no son rentables, provocando la pérdida de decenas de miles de empleos.

Una vez más, el petróleo es menos abundante. Y los precios suben ligeramente. Pero las reservas de Arabia Saudí son suficientemente importantes para que Riad regule el flujo y ajuste su producción de manera que permita un ligero aumento del precio (hasta 60 dólares aproximadamente) pero sin que se lleguen a superar los límites que permitirían reanudar la producción mediante el “fracking” y en los yacimientos marítimos a gran profundidad. De este modo, Riad se ha convertido en el árbitro absoluto en materia de precio del petróleo (parámetro decisivo para las economías de decenas de países entre los cuales figuran Argelia, Venezuela, Nigeria, México, Indonesia, etc.).

Estas nuevas circunstancias obligan a Barack Obama a reconsiderar sus planes. La crisis del “fracking” podría representar el fin de la autosuficiencia de energía fósil en Estados Unidos. Y, por lo tanto, la vuelta a la dependencia de Oriente Próximo (y también de Venezuela, por ejemplo). Por ahora, Riad parece haber ganado su apuesta. ¿Hasta cuándo?


(*) Periodista y catedrático de la Universidad de París 

Últimas noticias del imperio / Ramón Cotarelo *


Perry Anderson (2015) Imperium et Consilium. La política exterior norteamericana y sus teóricos. Madrid: Akal. (250 págs.)
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Perry Anderson es un historiador y politólogo británico de orientación marxista. Perteneciente a esa brillante escuela de historiadores materialistas que incluye figuras señeras como E. P. Thompson y Eric Hobsbawn, tan prolífico y activo en la política práctica como ellos. Hace años que leí sus dos primeras obras, publicadas en los setentas, Transiciones de la antigüedad al feudalismo y El Estado absolutista y que muchos consideran lo mejor de su producción. Desde luego, a mí me impresionaron por la vastedad de su horizonte, su fuerza explicativa, su capacidad sintética y su perspectiva teórica, aunque, para algunos, esa parece ser su debilidad, pues lo acusan no de escribir historia, sino de teorizarla. Por mi parte, he vuelto sobre estas dos obras en varias ocasiones y siempre las he encontrado muy interesantes y llenas de sugerencias.

Anderson, hermano del politólogo Benedict Anderson, que ha dejado huella en los estudios sobre el nacionalismo por su concepción de las imagined communities, fue durante muchos años el editor, el alma de la New Left Review, siempre en primera línea de los debates doctrinales del marxismo occidental, a veces algo abstrusos. Escribió mucho y participó en todas las polémicas sobre marxismo continental/marxismo inglés, el estructuralismo, el postestructuralismo y el posmodernismo. Mantuvo una célebre controversia con E. P. Thompson y no me considero capacitado para pronunciarme por ninguna de las dos posiciones porque ambas me convencen en parte. Desde entonces he venido leyendo aquí y allá artículos de Anderson y, a veces, algún ensayo iniciado en la NLR. De hecho, las dos mitades de este libro son sendos ensayos publicados en 2013 en un número monográfico de la revista. Está retirado en los Estados Unidos desde los años 80 y da clases en la Universidad de California. Allí ha ampliado su vasto campo de intereses y ha escrito sobre la India y, ahora, sobre la política exterior de los Estados Unidos.

La tesis central de la obra es sencilla: desde el siglo XIX, especialmente a partir de la guerra contra España, los Estados Unidos han pretendido siempre ampliar y consolidar su hegemonía imperial en el mundo. La tendencia se hizo patente a partir de la primera guerra mundial y dominante a partir de la segunda hasta nuestro días. Mientras las armas norteamericanas llevan el poder brusco (p. 178) a los últimos rincones de la tierra (Imperium), una pléyade de ideólogos las justifican con distintas elaboraciones teóricas (Consilium). El autor considera que los intelectuales norteamericanos son, en realidad, "consejeros de príncipes" (p. 165). Y sus consejos tienen generalmente un tinte moralmente sombrío. En general, es un libro sombrío porque levanta constancia de que, por encima de todas las ilusiones e ideologías cosmopolitas, racionales, kantianas, prevalece la vieja razón de Estado. De hecho y de palabra. Sin duda la doctrina de la guerra preventiva, no es una invención de Bush. Es anterior. Y mucho. Es doctrina romana. Pero son los intelectuales los que la han resucitado y opera al día de hoy en los Estados Unidos de Obama que la ha manejado en relación con el Irán (p. 146)

La marcha imperial estadounidense está ya implícita en la doctrina del manifest destiny y todos los presidentes, de Wilson en adelante, la han perseguido. La obra tiene bastante valor desmitificador porque presenta a Wilson y al segundo Roosevelt no como los idealistas, abanderados de la causa de los pueblos y la libertad, sino como dos políticos sin escrúpulos que solo pretendían el triunfo estadounidense. Para Anderson, Roosevelt no llevó a su país a la guerra movido por su antifascismo. Sentía aversión por Hitler, pero admiraba a Mussolini, "aupó" a Franco al poder y se llevaba bien con Pétain (p. 29). Roosevelt no quería un New Deal para el mundo. Lo suyo era política de poder, no el bienestar (p. 33).

Esta visión desmitificadora procede de la llamada "escuela revisionista", que replantea desde una perspectiva crítica la política exterior estadounidense desde la segunda guerra mundial. Hace suyos los puntos de vista de Gabriel Kolko, Gar Alperovitz o William Appleman Williams, todos ellos muy críticos con la política primero de contención y luego de rechazo ("roll back") de Dulles en 1947 (p. 75), en la guerra fría. Kennan no sale bienparado e indirectamente se da la razón a Lippmann quien lo acusaba de fomentar la guera (p. 41).

En la guerra fría, los Estados Unidos vivieron obsesionados con la seguridad. Mediante la ley de Seguridad Nacional de marzo de 1947 se crearon el Departamento de Defensa (antes llamado "de Guerra"), el Estado mayor conjunto, el Consejo de Seguridad Nacional y la Agencia Central de Inteligencia, la célebre CIA (p. 45).

La primera prioridad de la política de contención fue reconstruir Europa occidental y el Japón siguiendo el modelo capitalista a través del Plan Marshall (p. 65). En los decenios siguientes, la expansión alcanzaba el lejano oriente (p. 82) y el Oriente Medio (p. 88). Del Próximo Oriente no hacia falta hablar. América Latina, alejada de Europa,  era un feudo de los Estados Unidos (p. 93).

La descolonización fue un proceso con auxilio estadounidense (p. 107). Los norteamericanos intervinieron decisivamente en el África, como también lo hicieron los cubanos (p. 109). En los  años 70, la conferencia de Helsinki y el tratado de 1975, en realidad señalaban el triunfo fde Occidente. Unos años después, Reagan, con sus gestos de actor (Tear down this wall, Mr. Gorbachev!) y la famosa invención, el bluff de la Iniciativa de Defensa Estratégica rindió a los soviéticos (p.117). Según el autor la guerra fría no fue nunca una Niederwerfungskrieg (guerra de aniquilación) sino una Ermattungskrieg (guerra de desgaste) (p. 118).

Con el fin de la guerra fría, el famoso dividendo de la paz pasó a ser dividendo de la guerra en interés de los Estados Unidos. Con el GATT convertido en OMC, el  Consenso de Washington (p. 125) y la creación de la ALCA o asociación de libre cambio de América, los Estados Unidos han emergido como potencia dominante en un mundo unipolar, con la OTAN  ampliada hasta la spuertas de Rusia (p. 126). Los hechos dan alimento suficiente para el nuevo revisionismo, crítico con la política exterior hegemónica, que se basa en todo tipo de retóricas: bombardeos aéreos como intervención humanitaria, la doctrina de Blair y Clinton  de que la causa de los derechos humanos invalida el principio de soberanía nacional (p. 129) , la lucha contra el terrorismo (p.130).

La actual presidencia, menudo chasco para los liberales que creyeron que la llegada de un negro a la presidencia de los Estados Unidos cambiaría algo la arrogancia del Imperio. Obama es un presidente tan expansionista y obsesionado con la seguridad como los anteriores. Desde la segunda guerra mundial, la criminalidad presidencial ha sido la norma y no la excepción y Obama, sostiene Anderson,  no ha sabido romper con ella (p. 144).  Para él, el asesinato es preferible a la tortura (p. 143). Supongo que a John Yoo, el catedrático de Berkeley que asesoraba a Bush acerca de cómo la tortura podía ser constitucional en tiempo de guerra, esta actitud le parecerá poco refinada. Asesinar es siempre peor que recurrir a técnicas reforzadas de interrogatorio, que es el nombre de lo que algo más al sur se conoce como la bañera. En otro orden de cosas, aunque tampoco muy alejado, la expansión se consigue forzando a los demás, velis nolis, a firmar acuerdos leoninos de libre comercio.  El Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica, trata de vincular al Japón con el imperio estadounidense (p. 154). Y lo mismo pretende hacer el TTIP que, al parecer, los socialistas europeos quieren aprobar si no lo han hecho ya. "La guerra fría había terminado, pero la policía nunca descansa. Tuvieron lugar más expediciones armadas que antes, se crearon más armas avanzadas que nunca; más bases se añadieron a la cadena; se desarrollaron más doctrinas de amplio alcance sobre la intervención. No había vuelta atrás". (pp. 159-160).

Últimas noticias: el Imperio está más fuerte que nunca. Domina los mares, tiene ocupada militarmente una serie de países. Controla los cielos de otros. De casi todos, en realidad. Posee bases militares en docenas de países que se dicen soberanos, entre ellos España. En el libro no se habla de ello, pero el Imperio pretende igualmente el control de internet y el ciberespacio.

La segunda parte del libro es una especie de reseña bibliográfica de la producción norteamericana más reciente, tanto académica como de ensayo divulgativo en sus autores más relevantes, una especie de review article. Partiendo de las tradiciones autóctonas de una interpretación de la hegemonía benigna de Norteamérica en la línea del idealizado Wilson, repasa las obras más significativas en la interpretación de la política exterior estadounidense en la que prevalece la vieja obsesión por la seguridad y la perspectiva realista, si bien con distintas versiones, unas más convincentes que otras. La tesis de Brzezinski de que el fin de la guerra fría, lejos de aportar más seguridad a los Estados Unidos les ha aportado menos es claramente instrumental en el sentido de proseguir la carrera de armamentos y la mayor potencia destructiva del planeta, aunque el efecto intimidatorio de esta es  curiosamente menor que el que tuvieron las dos primitivas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. No obstante sigue siendo dogma realista que la proliferación de armas atómicas favorece la paz (Kenneth Waltz).

Especial interés tiene la obra de dos internacionalistas, Thomas M. O. Barnett para quien la clave de los Estados Unidos, su secreto. su revolución propia es el capitalismo y este ha triunfado (p. 230). Hay que superar la brecha entre desarrollo y subdesarrollo, pero estamos en camino (p. 231). Aunque quizá no haya que tomarse esto muy en serio viniendo de un realista. Richard Rosencrance, ya en el segundo mandato de Obama, está preocupado por la decadencia relativa de los EEUU en relación con la China y la India (p. 236).
Termina Anderson con tres observaciones amargas de distinto orden: 1) los especialistas en relaciones internacionales no se ocupan de la economía y no entienden la crisis. 2) la Zollverein que va de Moldavia a Oregon requiere una articulación política que nadie sabe cómo se hará. 3) La consolidación de la hegemonía del "siglo americano" se lleva a cabo con ampliación y represión: terrorismo, secuestros, asesinatos selectivos desde el aire, etc.

Hace suyas las desengañadas palabras de Christopher Layne, "las hegemonías benignas son como los unicornios: animales imaginarios" (pp. 243/244). Este crítico así lo cree también.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED