La era nuclear ha cumplido estos días 70 años de edad. Cada vez
seremos menos los habitantes del planeta que la vimos nacer y que
convivimos con los más críticos momentos de su juventud, cuando se
anunciaba la inminencia de apocalípticos enfrentamientos nucleares,
desencadenados con motivo de alguno de los conflictos entonces en curso,
como en Corea, Vietnam o Cuba. En el Consejo Nacional de Seguridad de
EE.UU. se llegó a considerar la posibilidad del intercambio de un
centenar de bombas atómicas, que permitiría aniquilar a la Unión
Soviética a cambio de unos 22 millones de bajas propias.
En una de mis estancias profesionales en EE.UU., hice amistad con una
familia que, en prueba de aprecio, tras mostrarme con orgullo la
panoplia de fusiles y revólveres exhibidos en las paredes del salón
(algo habitual en Texas), me condujeron al sanctasanctórum de su vida:
el refugio nuclear subterráneo construido en el jardín trasero, con el
que tendrían garantizada la supervivencia familiar tras una guerra
nuclear (cosa de la que careceríamos los incautos europeos) y cuyo
equipamiento me explicaron con detalle. Era un síntoma indicativo de la
vida cotidiana en los primeros años de la era nuclear, en el país que
más contribuyó a desencadenarla.
En este su 70º aniversario, hay dos cuestiones que merece la pena
comentar: la situación actual en lo que se refiere a las armas nucleares
y una revisión de la destrucción de las dos ciudades japoneses, estos
días conmemorada.
Según un informe del fondo Ploughshares, el mundo alberga
hoy unas 15.700 armas nucleares, con una potencia global capaz de
arrasar varias veces todo el planeta. Dos países, EE.UU. y Rusia,
acumulan unas 14.600 (el 93%), arsenal que no solo no disminuye sino que
está en constante proceso de modernización.
Pero como bastaría una docena de estas armas para sembrar el caos en
el mundo y diezmar a la humanidad, conviene añadir otros siete Estados
para completar la lista de las “potencias nucleares”: Francia, China,
Reino Unido, Pakistán, India, Israel y Corea del Norte. Y tener en
cuenta la posibilidad de que alguno de esos letales artefactos caiga en
poder de grupos incontrolados o Estados fallidos: un terrorista suicida
con acceso a un arma nuclear es una escalofriante hipótesis, no
totalmente descartable. La era nuclear se encuentra, pues, en un
insuperable estado de salud a sus 70 años.
En el tiempo transcurrido desde la brutal destrucción de Hiroshima y
Nagasaki, las razones aducidas por los agresores para justificarla han
variado mucho. Harry Truman aseguró en 1945 que Hiroshima era una base
militar y, por tanto, objetivo preferente de guerra. Cuando esta idea no
se sostuvo, el Gobierno de EE.UU. insistió en que había atacado “a los
que sin previo aviso habían agredido a Pearl Harbour… habían ejecutado
prisioneros de guerra americanos” y habían violado otras leyes de la
guerra. Tampoco esta vengativa explicación resultó convincente.
Más adelante se recurrió a la aritmética: a contar el probable número
de bajas propias, “ahorradas” al no invadir Japón. Fue la veta más
explotada. Un comité había explicado a Truman que si se llevaban a cabo
dos desembarcos en Japón (a “estilo Normandía”), previstos para
noviembre de 1945 y marzo de 1946, EE.UU. sufriría unas 40.000 bajas de
combate. Este informe no vio la luz, pero las estimaciones siguientes
crecieron espectacularmente: del medio millón inicial hasta los varios
millones a los que aludió después George H.W. Bush.
Solo algunos años más tarde se supo que altos mandos militares de
EE.UU., consultados sobre el posible uso de la bomba probada en Los
Álamos, lo habían considerado “bárbaro” y una violación de la “ética
cristiana en la que hemos crecido y todas las leyes de la guerra
conocidas”. Opinión poco popular y que suponía ser tildado de
antipatriota en los primeros años de la Guerra Fría.
Luego se empezó a aludir a las bajas japonesas también “ahorradas”
por el doble ataque nuclear, dando cierto aire humanitario al ya
prolongado engaño. Aparte de la cruel broma que esto suponía, parecía
haberse olvidado el odio suscitado en la población estadounidense contra
los japs, a los que el mismo Truman, en su diario, tachaba de
pueblo “salvaje, despiadado, inmisericorde y fanático”. Un enemigo
inhumano que merecía ser aniquilado sin escrúpulos morales.
Hoy sabemos que era innecesario invadir Japón, sometido en 1945 al
aplastante poder aéreo y naval de EE.UU.; aislado y bloqueado, sin
fuerzas navales y apenas aviación, su resistencia poco más hubiera
durado. Muchos mandos militares eran de esta opinión. Si Hiroshima y
Nagasaki sufrieron una de las más terribles catástrofes bélicas jamás
imaginada, el principal motivo fue el comienzo de la invasión de
Manchuria por la URSS, pactada de antemano con los aliados.
La irrupción del potente ejército soviético, principal agente de la
derrota de la Alemania de Hitler, en el Lejano Oriente amenazaba con
desequilibrar el final de la guerra en esa región, que Washington
deseaba manejar en exclusiva. Por eso, una demostración de la potencia
de la nueva arma de EE.UU. le confería una aplastante superioridad y, en
opinión del Secretario de Defensa, haría “más manejable al poder
comunista en Europa”, cuando ya se estaba gestando la Guerra Fría.
Aquella brutal y rápida aniquilación de miles de inocentes ciudadanos
japoneses, en un número que duplicaba de sobra al de todos los soldados
de EE.UU. muertos en la guerra del Pacífico, inauguró la era nuclear
que se agravó al combinarse con la Guerra Fría, llevando varias veces a
la humanidad al mismo borde del precipicio.
(*) Militar