De un modo sencillo y sin entrar en el ámbito académico de la ciencia
política o las ciencias sociales, cualquier aficionado a la Historia
advierte que las relaciones entre fuerza, poder y riqueza
han ido variando a lo largo del tiempo, según se iban conformando las
sociedades humanas y adoptaban los varios patrones de articulación
política que hoy conocemos bien.
Parece indiscutible que en el origen de todo ello estuvo la fuerza
y el modo de ejercerla. Desde los primeros homínidos, que luchaban en
una naturaleza hostil por la supervivencia del grupo, gradualmente se
llegó a las modernas democracias que la revistieron con elaborados
conceptos políticos que, entre otras cosas, servían para disimular la
violencia primigenia de las relaciones humanas que tanto preocupó a
Hobbes.
La fuerza fue, pues, el sustrato en el que despuntaron los primeros brotes del poder,
que a medida que crecía era monopolizado por un reducido número de
personas o grupos sociales. Al ejercerlo, conseguían que los demás
miembros de la sociedad les obedecieran y actuaran según su voluntad.
Los poderosos -guerreros, sacerdotes, magos, chamanes…- ejercían el
poder en los distintos aspectos de la vida (espiritual, material,
económico, bélico, jerárquico, educativo, religioso y demás) y ascendían
por los escalones de la pirámide social en cuya base perduraría
sempiternamente la gran mayoría de los seres humanos sobre cuyo esfuerzo
y trabajo descansa toda estructura social.
La riqueza ha sido siempre producto necesario del
ejercicio del poder. Saqueos y botines de guerra, tributos, expolios,
diezmos, primicias, arbitrios, pechos y gabelas… todo tipo de poder
extrae de aquellos sobre los que se ejerce la mayor cantidad posible de
recursos para mantener o mejorar la situación alcanzada, estabilizarla
y, naturalmente, para enriquecer personalmente a las minorías que de él
disfrutan.
Ciertas alteraciones de este aparente orden natural
(fuerza->poder->riqueza) se producían cuando solo la riqueza, por
sí misma, permitía alcanzar directamente el poder. Algunos romanos
adquirieron la calidad de senadores simplemente por ser ricos
(riqueza->poder). Otros se hicieron ricos siendo senadores
(poder->riqueza): “yo he venido a la política para forrarme” puede
ser una frase repetida en muchas lenguas desde tiempo inmemorial.
Un ejemplo claro de acceso directo al poder desde la riqueza se
muestra en EE.UU., con la espectacular irrupción del magnate Donald
Trump en la carrera presidencial. La “democracia de los
multimillonarios” podría denominarse el régimen político de EE.UU., pues
son los miembros de esta clase social los que con sus recursos apoyan a
uno u otro candidato que, además, por lo general posee también una no
despreciable fortuna personal.
No se trata solo de los multimillonarios famosos como el excéntrico y
conocido republicano antes citado. Hillary Clinton, aspirante a la
candidatura demócrata, con doce conferencias pronunciadas en los dos
últimos años en varias entidades financieras se embolsó unos tres
millones de dólares. Y el matrimonio Clinton, con libros y charlas, ganó
239 millones entre 2007 y 2014, según explica Nomi Prins, escritora y
analista de Demos. Al contrario de las aportaciones dinerarias
recibidas por Trump, de las que el 70% procede de pequeños donantes, el
81% de lo recibido por Hillary Clinton proviene de importantes bancos de
Wall Street, como Goldman Sachs, o de altos financieros, como el
magnate George Soros.
Según Donald Trump, Ted Cruz, su rival en la candidatura republicana
es el “hijo de Goldman Sachs”, el banco especulador que contribuyó a
desatar la crisis de 2008. Solo Jeb Bush (el último de la saga Bush,
también candidato republicano) tiene más financiación que Cruz, que
hasta hoy ha invertido más de 65 millones de dólares en la campaña y es
apoyado por un grupo de multimillonarios evangélicos.
En la actual carrera presidencial, solo el rival de Clinton, Bernie
Sanders, decidió montar su campaña “sin multimillonarios” y se atuvo a
ello. Ningún banquero de Wall Street contribuye a ella. El 77% de las
aportaciones recibidas corresponde a donantes particulares; con más de
un millón de pequeños donativos superó al récord establecido por Obama
en 2011 y, cómo éste, goza del apoyo de amplios sectores de la juventud.
No hay que olvidar que Michael Bloomberg, exalcalde de Nueva York,
cuya fortuna es once veces superior a la de Trump, podría irrumpir con
un millardo de dólares como candidato independiente en la lucha entre
los dos grandes partidos. De ser elegido, sería el primer presidente
judío de EE.UU. lo que crea polémicas expectativas.
En este baile de millones no hay que olvidar a los grandes
beneficiados: las cadenas de televisión que, multiplicando debates y
encuentros, esperan repartirse seis millardos de dólares sólo en
propaganda electoral hasta el 8 de noviembre, sin contar con los
anunciantes que aprovecharán los acontecimientos electorales.
Los multimillonarios enzarzados en la contienda por la Presidencia
son una nueva degradación de la política convertida en espectáculo para
los medios y en exhibición de las fortunas personales. ¿Será éste el
final que el capitalismo extremo tiene asignado a lo que un día se llamó
política?
(*) General retirado del Ejército español
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