Hace pocos días, el Banco Central Europeo ha anunciado su enésima
batería de medidas para hacer frente a los problemas de la economía
europea. La respuesta en los mercados ha sido, esta vez, dubitativa.
Predomina la impresión de que la política monetaria está agotando la
munición en mitad de la batalla, cuando la victoria final está todavía
lejos de vislumbrarse.
Esto no debería resultar sorprendente. El mal funcionamiento de la
zona del euro tiene un origen que el BCE no puede solucionar en
solitario, porque le trasciende. Únicamente puede paliar los síntomas y
ganar tiempo, a la espera de que se haga frente alguna vez a la raíz de
la enfermedad mediante las medicinas adecuadas.
Los países que, como España o Grecia, han renunciado a tener una moneda propia para compartir una moneda común entre 19 socios, han renunciado en consecuencia a utilizar entre ellos dos importantes instrumentos de ajuste macroeconómico. Por un lado, la política cambiaria, es decir, las alteraciones del tipo de cambio de la moneda. Se trataba de una herramienta que, en determinadas circunstancias, podía ser conveniente. Permitía ganar competitividad, devaluando la peseta para encarecer los productos extranjeros en nuestra moneda (y abaratar los nuestros en la suya). Esto ayudaba a reactivar la economía española en las depresiones, facilitando las exportaciones. Ahora, resulta imposible recuperar competitividad por esa vía frente a los socios en la Unión Monetaria, nuestros principales clientes y proveedores.
Tampoco es ya posible una política monetaria española propia,
adecuada a las necesidades específicas de nuestro país. Sigue existiendo
una política monetaria, pero común, que se guiará lógicamente por la
situación del conjunto de la eurozona. Por ejemplo, en el caso español,
antes del estallido de la burbuja nos habría convenido una política
monetaria más contractiva que la común y tras el estallido una más
expansiva.
Nada de esto es novedoso. Por una vez, a los economistas nos se nos
puede echar la culpa por no haber avisado a tiempo o habernos
equivocado. La teoría de las áreas monetarias óptimas, que tiene medio
siglo de antigüedad, hace tiempo que aclaró las condiciones que tenían
que cumplirse para que los países no echasen en falta esas herramientas a
las que renunciaban al compartir moneda con otros. Numerosos
economistas de primer nivel, tanto norteamericanos como europeos,
señalaron (desde que empezó a pensarse en la creación del euro) que en
Europa, al contrario que en EEUU, no parecían cumplirse los requisitos.
Lo ideal sería que esas economías que comparten moneda fuesen muy
similares, que sus ciclos económicos estuviesen muy sincronizados, sin
que se diesen situaciones radicalmente diferentes entre ellas (por
ejemplo, un país en expansión y otro en recesión; o uno en recesión
suave y otro en recesión profunda). Si las situaciones son idénticas,
las mismas políticas comunes (monetaria y cambiaria) serán las adecuadas
para todos los países que comparten moneda, con lo que no echarán en
falta su propia moneda, ni las políticas monetarias y cambiarias
nacionales a las que han renunciado. No parece que Europa cumpla esta
deseable condición. La crisis ha afectado de forma muy distinta a la
periferia (Grecia, España, Portugal, Irlanda…) que al centro (Alemania y
sus vecinos).
No obliga esto a desesperar todavía. De darse situaciones económicas muy dispares entre los países, podrían existir mecanismos de ajuste alternativos al tipo de cambio y a la política monetaria, con lo que renunciar a ellas no habría resultado costoso. Existen tres mecanismos de ajuste alternativos posibles. El primero es la existencia de mercados de trabajo flexibles. Si Grecia está en recesión y Alemania en expansión, el país en mala situación puede disminuir los salarios y los precios, con lo que gana competitividad, exporta más y sale de la recesión. En esto consiste la llamada “devaluación interna”. Como la experiencia española ha demostrado, se trata de una vía demasiado lenta y costosa socialmente como para ser la solución en solitario.
El segundo mecanismo de ajuste alternativo es la movilidad
internacional de los trabajadores. Si los trabajadores griegos parados
emigrasen masivamente a Alemania, las tasas de paro tenderían a
igualarse. De nuevo, la experiencia ha demostrado que el coste social de
esta alternativa es demasiado alto, por no hablar de las barreras
lingüísticas, culturales, legales o las resistencias en los países de
destino, que dificultan el proceso.
Solo queda, por tanto, una última posibilidad para que la zona del
euro funcione bien: la política fiscal. Idealmente, mediante un
presupuesto europeo centralizado, que detraiga recursos del país en
expansión y los gaste en el país en recesión, incluso de manera
automática (por ejemplo, centralizando a nivel europeo el gasto en
prestaciones para los parados). Mientras ese ideal no se alcance, al
menos sería imprescindible coordinar las políticas fiscales nacionales,
aplicando políticas más expansivas en los países que tienen margen para
ello, como Alemania, de forma que estimulen la actividad del conjunto.
Por desgracia, esta solución se ha convertido en un tema tabú para
los influyentes dirigentes alemanes. No obstante, resulta imprescindible
abordarlo abiertamente, si se quiere convertir a posteriori la zona del
euro en un área monetaria que funcione. Para ello, harán falta líderes
en Europa que sean capaces de convertir lo necesario en posible. Draghi
está haciendo bien su trabajo, pero necesita con urgencia que otros le
secunden.
(*) Catedrático de Economía Aplicada, Universidad Rey Juan Carlos, de Madrid
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