En Europa las cosas van de mal en peor. He pasado algunos días en
Bruselas y en Paris, donde la prensa refleja cómo el proyecto de la UE,
iniciado a mediados del siglo XX para garantizar la paz y la prosperidad
compartida entre europeos, ha entrado en una fase de ruptura, de
desconstrucción, con grave riesgo de desintegrarse ante los nuevos retos
del siglo XXI.
Los titulares del tipo “Europa se desintegra” pueden parecer
exagerados, pero me parece acertado señalar cómo el proyecto se apaga
ante la oleada de inmigrantes-demandantes de asilo que los conflictos de
Oriente han proyectado sobre Europa. Las instituciones parecen como
impotentes, la solidaridad se desvanece y la idea de una unión cada vez
más estrecha se reduce a un eslogan impopular. Salvo que las próximas
cumbres del Consejo Europeo demuestren una capacidad de liderazgo que
hasta ahora ha brillado por su ausencia, el paso del 2015 al 2016 puede
quedar en la Historia como el momento en que se inició la ruptura de la
Unión Europea.
Quizás la idea de la Europa unida es un producto del siglo XX, un
momento muy diferente del actual, marcado por la posguerra mundial, la
guerra fría, un mundo bipolar con muchas barreras entre Estados y escasa
libertad de movimientos de capitales y personas. La UE fue concebida
para construir la paz entre los viejos enemigos y para abrirse a un
mundo que ya no existe, porque ha sido radicalmente trasformado por el
proceso de globalización.
Pero hay pocas dudas de que el espíritu europeo se ha ido agotando,
convertido en impopular en muchos países, y en particular entre las
clases populares, en parte porque no ha sido capaz de renovarse y porque
ha carecido de los lideres políticos que lo construyeron en sus
primeros años de existencia, desde el Tratado de Roma hasta el euro.
A pesar de todos los problemas, la zona euro ha demostrado capacidad
de resistencia, pero las amenazas de deflación y los problemas de bajo
crecimiento y alto paro que persisten en la periferia, especialmente en
Grecia, muestran una dualizacion del espacio económico y social europeo,
que el euro no ha sido capaz de evitar. Más bien se teme que haya sido
un factor de divergencia económica y de dificultad para avanzar hacia la
unión política.
Pero los problemas no son ya solo económicos. Algunos Estados
miembros, especialmente el Reino Unido, cuestionan el proyecto de una
unión europea cada vez más estrecha proclamado por los Tratados, y en
varios otros se manifiestan tendencias separatistas de regiones más
ricas o dotadas de un fuerte sentimiento identitario.
A la crisis económica se añaden dramáticamente los problemas de
seguridad frente a la amenaza terrorista de raíz islámica, la
inestabilidad en las fronteras del sur y el este y la crisis de los
refugiados, que han provocado graves desacuerdos entre los Estados
miembros.
Estas crisis han demostrado que la división es ya más sobre
principios fundamentales que sobre políticas concretas. Ya no estamos
discutiendo de más o menos euros, sino de los principios básicos en los
que queríamos fundamentar la Unión Europea. Por ejemplo, cuando el
primer ministro húngaro dice que no aceptará emigrantes que no sean
cristianos, está olvidando la Carta de Derechos Fundamentales que
prohíbe discriminaciones por razones como la religión. Y las concesiones
a Cameron para evitar el Brexit, cuestionan la libre circulación y
hacen que los ciudadanos europeos ya no tengan todos los mismos derechos
que los nacionales de los estados en los que residan.
Pero el más grave detonante de esta desintegración es la crisis de
los inmigrantes. Una crisis que no tiene solución unilateral de parte de
ningún Estado, pero que los europeos demostramos que no sabemos o no
queremos afrontar juntos. La reunión de los ministros de Interior de la
Unión Europea del pasado jueves, 25 de febrero en Bruselas, dio una
prueba más de la incapacidad para superar la crisis de los migrantes.
Parece que la única solución que se ha ocurrido a algunos es convertir a
Grecia en un gran campo de refugiados, donde ya se agolpan unas 70.000
personas a las que se cierra el paso con el riesgo de generar una grave
crisis humanitaria. Y que ya ha producido un incidente diplomático sin
precedentes, con la retirada del embajador de Grecia en Austria.
Las multitudes miserables que huyen de las guerras de Siria o Irak,
han roto políticamente a Europa porque los nuevos Estados miembros del
Este, tan rápidos y exigentes a la hora de pedir la solidaridad de los
viejos miembros, rechazan la necesidad de una acción colectiva porque no
se sienten afectados por el problema.
Y así, se rompen las reglas y se incumplen descaradamente las
decisiones tomadas por unanimidad en el Consejo Europeo. Recordemos que
los Estados miembros acordaron en septiembre la “reubicación” de unos
160.000 refugiados en cada Estado miembro de acuerdo a sus posibilidades
de alojamiento. Pero nada de eso se ha hecho. Las cifras de refugiados
reubicados son ridículamente bajas. Parece como si la fuerza de este
flujo migratorio -que nos trajo a centro Europa más de 1 millón de
personas el año pasado, y ya más de 120.000 en lo que va del 2016-, ha
producido un pánico paralizante en los resortes políticos europeos. Uno
tras otro, varios países suspenden la aplicación del acuerdo de Schengen
sobre la libre circulación dentro de la Unión Europea (UE). El ultimo
ha sido Bélgica, que ha cerrado su frontera con Francia sin previo
aviso, para evitar que le afecten las consecuencias del desmantelamiento
del campo de inmigrantes de Calais.
Incluso los países que fueron más generosos al principio empiezan a
cerrar sus puertas. Austria el caso más grave de entre ellos. Con su
limitada cuota diaria de refugiados viola la legislación europea y las
convenciones de Ginebra para contentar a los populistas que agitan su
opinión publica. Y, peor aun, haciendo caso omiso a las decisiones
tomadas en las reuniones europeas, Austria convocó en Viena una reunión
informal de los nueve países que forman la llamada “ruta de los
Balcanes”, la vía por la que los refugiados tratan de llegar a la
frontera de Austria y Grecia. Asistieron representantes de países de la
UE, Bulgaria, Rumania, Croacia y Eslovenia, y otros que no lo son como
Albania, Bosnia, Kosovo, Macedonia, Montenegro y Serbia. El objetivo era
“aislar” a Grecia, conteniendo dentro de ella al mayor numero posible
de refugiados.
A Grecia ni se la invita. A la Comisión Europea, ni a Alemania, no se
les informa. Parece como si la UE no existiera. En Hungría, el primer
ministro Orban plantea nada menos que un referéndum para que los
húngaros decidan si quieren recibir a los algunos cientos de refugiados
asignados al país. Y lo hace para poder preservar el “perfil cultural,
religioso y étnica” de Hungría.
No sé si nos damos cuenta de cómo vuelven a aflorar los reflejos y
las actitudes de confrontación , las actitudes xenófobas , de
discriminación cultural y etnicistas, que rápidamente se convierten en
racistas. Para evitarlas habíamos inventado la Europa Unida. Y si esa
unión se desintegra volverán con la fuerza que en su día tuvieron y que
ya sabemos adónde nos llevaron.
(*) Ex presidente del Parlamento Europeo
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