La Brexit está analizándose sobre todo
en términos económicos en donde, como se ve en la portada del "El País",
se cargan las tintas. Probablemente porque cuando se llega a las
amenazas, las más efectivas son las dirigidas a los bolsillos. Los
contrarios vaticinan al Reino Unido la ruina, un descenso casi a país
subdesarrollado. Los partidarios presentan la visión contraria. Y, al
tratarse de proyecciones económicas, nadie sabe de cierto nada. Entre
otras cosas porque estas decisiones económicas (todas, en realidad) son
políticas.
El contencioso es, sobre todo político. Y en él se encienden
las más diversas pasiones, como demuestra a boca jarro el asesinato de
la diputada laborista. Es un contencioso político como parte de uno
cultural más amplio. Esto es Europa, un lugar en el que todo se
cuestiona y no solo por razones económicas, sino también políticas,
morales, culturales y hasta religiosas.
La Brexit es, en el fondo, una controversia sobre el ser de Europa.
El
Reino Unido nunca se ha sentido a gusto en el concierto europeo nacido
en Roma en 1957. Todos sabemos por qué: porque rompía la configuración
de la Europa continental como un mosaico de poderes enfrentados en
beneficio en último término de Inglaterra. Su política desde la Paz de
Westfalia en 1648, reforzada en el Tratado de Viena de 1815. Una Europa
unida es justo lo que Inglaterra no quiere.
Alentó al principio la
esperanza de acogotar el originario Mercado Común contraponiéndole la
AELC (Asociación Europea de Libre Cambio, EFTA en inglés) pero, cuando
vio que los otros miembros cambiaban de lealtad, ella misma la abandonó
y, siguiendo el viejo adagio de if you can't beat them, join them,
pidió el ingreso en la ya entonces Comunidad Económica Europa. Vivía
por entonces De Gaulle, quien siempre se opuso al ingreso británico por
considerar que la Pérfida Albión sería como un partaaviones de los
Estados Unidos. Y no le faltaba razón.
Pero
De Gaulle murió y el Reino Unido se incorporó a la Europa
institucional. Mal, con dudas, renegociaciones y todo tipo de salvedades
en todas las políticas y pilares europeos, desde la Política Social al
espacio Schengen o la moneda única. Inglaterra es Europa. Su vocación
europea es innegable. Pero su visión del continente es propia, peculiar y
no unánime con la de las potencias continentales.
Las
consecuencias de una Inglaterra fuera o dentro de la UE serán muy
intensas, sin duda. Pero es absurdo teñirlas de negro en parte o
pronunciarse contra la salida porque no hay criterios de validez
universalmente aceptada que lo permitan. Por ejemplo, se dice que una
eventual retirada del Reino Unido podría provocar un segundo referéndum
escocés de autodeterminación. Sí, es una posibilidad. Y muchas otras de
diverso tipo. Gibraltar aparece también en la danza.
Repito,
esto es Europa y en Europa es tradición que las fronteras son líneas
políticas imaginarias, con consecuencias de todo tipo, por supuesto,
pero esencialmente mudables. Los pueblos europeos están siempre en
movimiento, agregándose, desagregándose, cambiando de régimen político o
de forma de Estado. Nada se queda quieto. Europa es siempre Europa con
Inglaterra de una forma u otra. Y la Unión Europea, que es parte de
Europa, pero no toda ella, también se verá forzada a cambiar. Hay ya
quien pide un nuevo Tratado.
Inglaterra
tiene derecho a marcharse de la UE y no hay derecho a negárselo. Nadie
lo discute. Lo que hay es presunciones distintas respecto al resultado
del ejercicio de ese derecho. Pero el derecho no se discute, como sí se
discute el de Cataluña en España.
Imagínense
ahora a alguien diciendo que, pues el Reino Unido es Europa, la
decisión sobre su salida deben tomarla también los rumanos, los checos,
los franceses, etc. Pues es lo que sucede en España.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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