Que una decisión sea democrática no implica que sea necesariamente
acertada. La victoria del Brexit en el referéndum británico proporciona
un claro ejemplo de esta obviedad, que con frecuencia se olvida o se
considera políticamente incorrecta. La segunda economía de la Unión
Europea, en pleno crecimiento económico, superados los peores efectos de
la crisis, ha tomado una decisión absurda.
Todo comenzó cuando el
nefasto e irresponsable David Cameron, incorregible aficionado a la
ruleta rusa, prometió realizar un referéndum, con el único fin de
apaciguar las divisiones internas de su propio partido. A partir de
entonces, la letal combinación de políticos demagogos ansiosos de poder
(como el histriónico Boris Johnson, el Trump isleño), tabloides
sensacionalistas y bajos instintos xenófobos de la Inglaterra profunda,
desataron una dinámica que ha terminado devorando a sus propios
creadores.
Lo peor es que la campaña del Brexit estaba basada en flagrantes
mentiras, que están siendo rápidamente desenmascaradas. Sus promotores
la han centrado en las siguientes supuestas ventajas: controlar los
flujos migratorios para reducir los insoportables costes que provocan,
ahorrarse las enormes cantidades que se aportan al presupuesto
comunitario (que podrán utilizarse para mejorar los servicios
sanitarios) y recuperar soberanía legislativa. Todo ello, sin dejar de
acceder al Mercado Único europeo, claro. Este relato está plagado de
todo tipo de falsedades y contradicciones.
La inmigración que recibe el Reino Unido debería verse como la
consecuencia de una historia de éxito. La prosperidad que ha logrado
como miembro de la Unión (en la que se había forjado un lugar singular,
participando solo en aquellas nuevas políticas comunes que ha querido)
funciona como imán para la atracción de inmigrantes, principalmente del
Este y del Sur de Europa. Esta inmigración europea no impide que los
nativos logren empleos, como prueba el casi inexistente paro (del 5%).
Al contrario, la inmigración se compone en buena parte de personas
cualificadas, a menudo jóvenes, cuyos servicios la economía británica
necesita. Estos efectos positivos se olvidan, centrando toda la atención
en algunos efectos negativos que otro segmento de la inmigración tiene
sobre los salarios de los trabajadores poco cualificados o en unos
supuestos perjuicios para el Estado de Bienestar (que no están nada
claros, pues los trabajadores extranjeros puede que aporten a éste en
conjunto más de lo que reciben).
Si no es verdad que la inmigración sea el gran problema nacional que
se ha dibujado, tampoco lo es que ahora vaya a ser fácil regularla. El
grado de control que logre el Reino Unido dependerá del tipo de nueva
relación que establezca con la Unión Europea. Posibles modelos, como el
de Noruega o Suiza, requieren respetar el principio de libre circulación
de las personas. De hecho, en estos países el número de inmigrantes
provenientes de la Unión Europea respecto al total de habitantes es
superior al británico. Si el Reino Unido quiere seguir accediendo al
Mercado Único, deberá recordar que la libre movilidad de las personas es
uno de sus componentes esenciales (junto a la de bienes, servicios y
capitales).
En cuanto al supuesto expolio presupuestario, el presupuesto común de
la Unión Europea es en realidad muy pequeño: su gasto total equivale a
alrededor del 1% del PIB de la Unión. A lo que el Reino Unido aporta,
hay que restarle lo que recibe en forma de fondos agrarios y regionales
(sobre todo en las regiones no inglesas, Escocia, Gales e Irlanda del
Norte). Además, otro de los favorables y únicos acuerdos logrado por el
Reino Unido es el llamado “cheque británico”, por el que se le devuelven
2/3 del saldo neto negativo resultante. Hechos estos ajustes, la cifra
que queda equivale aproximadamente el 0.3% del PIB (es decir, a la
tercera parte de un uno por ciento del PIB) ¡No parece para tanto! Para
remate, según la fórmula de colaboración que negocie el Reino Unido en
el futuro, podría tener que seguir contribuyendo al presupuesto común,
como hace Noruega. Además, parte de los supuestos ahorros no serán
tales, pues la administración británica tendrá que desempeñar las
funciones de las que ahora se ocupa la vilipendiada pero eficiente
administración comunitaria.
Respecto a la recuperación de la soberanía legislativa y el acceso al
Mercado Único, la enorme contradicción reside en que no es posible
tener las dos cosas al mismo tiempo: cuanto mayor sea su acceso al
Mercado Único, mayores serán las condiciones para que los británicos
cumplan las normas comunitarias, de forma que compitan en igualdad de
condiciones y respeten los estándares europeos. Los ejemplos de Noruega y
Suiza lo demuestran. Eso sí, a partir de ahora, el Reino Unido tendrá
que cumplir unas normas en cuya formulación no habrá participado
¡Curiosa forma de ganar soberanía!
Más cercano a la verdad ha terminado siendo lo que los partidarios
del Brexit negaban y ridiculizaban como “el Proyecto del Miedo”. El
triunfo del Brexit ha desatado inmediatamente el caos. No se sabe cuáles
serán los acuerdos futuros con la Unión Europea, incluyendo los
relativos a la City. Lo que sí se sabe es que la Unión Europea tendrá
incentivos a la dureza en la negociación, para evitar que el caso
británico se convierta en un precedente que otros países miembros se
planteen imitar en el futuro.
El Primer Ministro ha anunciado su
dimisión para dentro de unos meses; el líder de la oposición está
cuestionado; las tensiones independentistas en Escocia e Irlanda del
Norte se han reavivado. En los mercados financieros, la libra se ha
hundido a mínimos de hace treinta años, la Bolsa se ha desplomado, las
agencias de calificación anuncian revisiones a la baja del rating…
No deja de resultar irónico que los británicos, padres de la
democracia representativa, hayan sucumbido a los defectos de la
democracia directa. Los demás europeos deberíamos tomar nota. Inglaterra
ha vuelto a dar un ejemplo al mundo, como tantas veces en su Historia,
pero en esta ocasión de insensatez.
(*) Catedrático de Economía Aplicada, Universidad Rey Juan Carlos de Madrid
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