lunes, 4 de julio de 2016

Un espectro se cierne sobre Europa / Juan Francisco Martín Seco *

“Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes”. Así comienza el Manifiesto Comunista. Pero fueron otros dos fantasmas, surgidos con posterioridad, el fascismo y el nazismo, los que casi destruyen Europa. La historia nunca se repite, pero resulta evidente que un nuevo espectro recorre en la actualidad la Unión Europea: el descontento social y político que en los distintos países se ha configurado de manera diversa y estructurado en organizaciones aparentemente muy alejadas ideológicamente, pero que las nuevas potencias ahora dominantes han englobado bajo el nombre genérico de populismo.

Todas esas organizaciones, aunque dispares, tienen ciertamente un denominador común: la crítica más radical al statu quo y el propósito de modificarlo sustancialmente. El euroescepticismo, desde ángulos muy distintos, se ha ido adueñado con mayor o menor intensidad de casi todos los países y ha sembrado la intranquilidad en los poderes dominantes, que han reaccionado con la coacción, el discurso del miedo y el catastrofismo, cuando no les servía ya ese mensaje pietista y azul pastel sobre los grandes ideales en los que se funda la Unión Europea.

Lo cierto es que esta ha sido obra exclusivamente de las elites económicas y políticas, dejando al margen a los pueblos. Se eludieron las consultas siempre que fue posible, y en las escasas ocasiones en que se celebraron referéndums estos iban precedidos invariablemente de una campaña de intoxicación y, si así y todo el resultado era negativo, se estaba siempre presto a burlarlo repitiendo la consulta tantas veces como fuesen necesarias para conseguir la aquiescencia. El caso más evidente lo configura la non nata Constitución Europea. El resultado negativo de Francia y Holanda (dos de los seis miembros fundadores), el desistimiento de algunos países de someterla a consulta popular ante el miedo de que pudiese triunfar el no y la enorme abstención en aquellos Estados que tuvieron un resultado positivo, condujeron a su abandono y a que las instituciones y los gobiernos tirasen por la calle de en medio y trasladasen a un Tratado todo lo esencial de la Constitución, burlando así la exigencia de someterlo al veredicto de las urnas.

La ampliación al Este y la Unión Monetaria han complicado gravemente la situación. Las sociedades empezaron a comprobar que la prosperidad y los beneficios prometidos no llegaban -por lo menos a la mayoría de la población-, sino que más bien los derechos y conquistas del pasado se diluían por decisiones tomadas más allá de las respectivas fronteras. Poco a poco, el malestar se ha ido extendido por toda Europa y eran muchos los avisos que desde las distintas sociedades se enviaban a las elites políticas y económicas: huelgas generales y protestas multitudinarias; elecciones tras elecciones, los partidos gobernantes fuesen del signo que fuesen iban perdiendo el poder, al tiempo que surgían y adquirían cada vez más fuerza movimientos y partidos políticos en otros tiempos marginales, y que no se conformaban a lo políticamente correcto. Su gran heterogeneidad ideológica no debe llevar a engaño en cuanto a la coincidencia en la causa que los genera y a la identidad de las capas de población que los apoya.

Es este escenario en el que hay que situar lo ocurrido el pasado jueves, en el que, contra la mayoría de los pronósticos, los británicos se mostraron a favor de abandonar la Unión Europea. El hecho en sí no debería haber causado mayor estupor ni tampoco ser objeto de especial preocupación. Por una parte, se conocía desde siempre la fuerte reticencia de la sociedad inglesa a la Unión Europea; su permanencia ha estado siempre llena de excepciones y vetos y no pertenecía a la Eurozona en la que toda escisión puede ser más problemática. Por otra parte, dos años es tiempo más que suficiente para que la desconexión se realice de una manera suave y progresiva que evite todo traumatismo, tanto más cuanto que parece totalmente probable que los futuros acuerdos de tipo comercial y financiero sustituyan en buena medida la integración actual, sin que el tránsito tenga que representar ningún revés grave ni para Gran Bretaña ni para el resto de los países europeos. ¿De dónde proviene entonces la alarma y el carácter catastrófico con los que se ha revestido el acontecimiento?

Es sabido que los mercados sobreactúan y, ante cualquier incertidumbre, sufren movimientos espasmódicos desproporcionados que ellos mismos terminan corrigiendo a medio y a largo plazo, pero en esta ocasión el temor de los mercados y la tragicomedia representada por gobiernos e instituciones europeas iba mucho más allá que el acontecimiento concreto del referéndum votado por el Reino Unido. Lo que realmente preocupaba era el contagio, que el Brexit se terminase convirtiendo en el principio del fin. A pesar de sus proclamas, todos son conscientes, o deberían serlo al menos, de que la Unión Europea (y especialmente dentro de ella, la Unión Monetaria) es un gigante con los pies de barro. Es más, sus cimientos son contradictorios y se encuentra en un equilibrio altamente inestable. El movimiento de cualquiera de sus piezas puede hacer que el edificio se venga abajo.

Las reacciones de las instituciones europeas y de los principales mandatarios nacionales, entre la sorpresa, el miedo y la indignación, obedece al intento de atajar cualquier posibilidad de contagio. De ahí la premura que quieren imprimir a la desconexión y también la dureza con la que han reaccionado frente a Gran Bretaña, prescindiendo de cualquier lenguaje diplomático. Por un lado, pretenden cerrar cuanto antes la herida, y por otro dar un escarmiento a los ingleses haciéndoles pagar su osadía, como aviso a navegantes para todos aquellos que ambicionen emprender el mismo camino. Es la misma táctica que aplicaron con Grecia ante la rebelión de Syriza. Pero Gran Bretaña no es Grecia, ni cometió la locura de entrar en la Unión Monetaria, por lo que no se encuentra en las manos del Banco Central Europeo. Lo más probable es que los futuros acuerdos y tratados dejen a Gran Bretaña en una situación igual o mejor que la que ya tenía, a no ser por el daño colateral que se puede producir a causa de su desmembración territorial.

Los mandatarios europeos han adaptado su discurso a la nueva situación, afirmando que la Unión Europa debe sacar bien del mal, extraer conclusiones, corregir sus defectos y reformarse para que un acontecimiento similar no vuelva a ocurrir. Palabras que suenan muy bien en teoría, pero que son totalmente inaplicables en la práctica ya que las necesidades y los intereses de los distintos países son opuestos y contradictorios entre sí. Han sido muchas las voces que se han pronunciado por la obligación de avanzar hacia más Europa, reforzando los lazos de unión y tendentes a una entidad federal. Puro ensueño. Ha faltado tiempo para que apareciese en escena el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, para rebatir la tesis, argumentando que tal camino lo único que produciría sería acelerar las fuerzas centrífugas que abogan por abandonar la Unión.

El problema se plantea especialmente en la Eurozona, donde los intereses son muy contradictorios entre los países del Norte y del Sur, como contradictorio es constituir una unión monetaria sin integrar al mismo tiempo las haciendas públicas, integración a la que se opondrán radicalmente países como Alemania, Austria, Holanda o Finlandia. Es más, todo nuevo paso que se dé en esta dirección, por pequeño que sea, sus sociedades lo entenderán como pérdida de soberanía y un expolio orientado a beneficiar a los países del Sur, sin ser conscientes de que la unión comercial y monetaria crea un flujo de recursos en sentido contrario. El problema no tiene solución y antes o después el edificio se desmoronará y lo mejor que podrían hacer los gobiernos sería prepararse para ello, creando las condiciones para que cuando se produzca sea lo menos penoso posible.

Si bien el fenómeno aparece con toda su crudeza en la Unión Europea, no queda recluido en sus fronteras. La fulgurante ascensión de Donald Trump en EE. UU. es un buen ejemplo de ello. En primer lugar, porque las contradicciones europeas se transmiten  al resto del mundo. Ese ocho por ciento de superávit continuo en la balanza corriente de Alemania es un problema para la economía internacional. Y, en segundo lugar, porque si bien es verdad que la Unión Europea ha querido llevar la integración económica supranacional a su máxima expresión, liberándola de los Estados-nación y de la soberanía popular, no es menos cierto que la globalización económica y la libre circulación de capitales hacen participar a todos los países de esta aberración.

Los gobiernos mienten cuando reniegan del proteccionismo porque a pesar de que han eliminado la mayoría de las trabas en el orden comercial y todas ellas para la libre circulación de capitales, intentan por todos los medios proteger sus economías mediante lo que denominan deflación competitiva, es decir, reduciendo los salarios y los gastos sociales y laborales. Es ahí donde se refugia el nuevo proteccionismo. El poder económico se encuentra satisfecho en el nuevo orden. No se da cuenta de que resulta insostenible en el medio plazo. 

Económicamente, porque la economía de mercado se fundamenta en la identidad entre oferta y demanda, y no es verdad que se cumpla la ley de Say de que la oferta crea su propia demanda. Machacar la demanda siempre termina dañando con fuerza el crecimiento. Políticamente, porque deprimir a partir de cierto límite las condiciones sociales y laborales solo es posible en las dictaduras.


 (*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España


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