En la actualidad, y sin embargo un cuarto de siglo después de la
disolución de la Unión Soviética, la "guerra fría" resurge para
convertirse en una amenaza creciente para la paz mundial.
La tentativa en curso de utilizar la expansión de la Organización del
Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para completar el cerco militar de
Rusia, y el giro de Estados Unidos hacia la región Asia-Pacífico para
preservar su estatus de potencia dominante, particularmente en el mar de
China, son percibidas como las fuentes de este resurgimiento de una
guerra fría que se pensaba había desaparecido para siempre.
En
realidad nada oculta la voluntad de Washington de provocar un aumento de
las tensiones. Los anuncios casi cotidianos confirman la intención de
afirmar la presencia activa de la OTAN en Europa, y particularmente en
los países limítrofes de Rusia.
Esto se traduce mediante la
creación de nuevas bases militares, en la instalación de sistemas
avanzados de radares y de misiles de mediano alcance con capacidad de
transportar ojivas nucleares, y en el anunciado estacionamiento de
bombarderos estratégicos B-52 en las bases europeas de la OTAN.
El telón de fondo de todo este despliegue son las incesantes maniobras
militares, entre ellas el ejercicio militar Anaconda-16, que dio lugar
al más importante despliegue de fuerzas extrajeras en Polonia desde la
Segunda Guerra mundial.
Un ritmo similar se observa en los
vuelos de reconocimiento con claras intenciones intrusivas y la
ostentadora presencia de navíos y flotas de guerra de Estados Unidos
(EE.UU.) y de sus aliados a lo largo de las aguas territoriales rusas y
en el Mediterráneo Oriental.
Estas demostraciones de fuerza
inspiradas en la estrategia de empujar al adversario hacia "el borde del
abismo" son presentadas por la cartelizada prensa occidental como la
"respuesta legítima" a una amenaza rusa (supuesta y jamás demostrada)
contra los países del Báltico y Polonia.
Rusia sería el agresor,
y la OTAN la víctima que busca asegurarse cómo defenderse. Lo mismo
para el giro de los acontecimientos en Ucrania desde el derrocamiento
del gobierno de Yanukóvich, donde absolutamente todo "se debe a una
intolerable injerencia de Rusia".
En el caso de China, la prensa
occidental juzga la situación como si la cuestión de la libertad de
navegación se limitara al "derecho" de los navíos de guerra
estadounidenses de patrullar en las aguas de la zona económica exclusiva
de 200 millas marinas del país asiático, o más aún, de "controlar" las
aguas del estrecho de Malaca, arteria vital para la economía china.
De esta manera la prensa occidental define hechos y eventos de
situaciones que pueden rápidamente convertirse en explosivas en un marco
que no deja lugar a análisis más equilibrados. Y de paso relega en el
"purgatorio de las teorías del complot" los intentos de tomar una
prudente distancia frente a una narración dominante fabricada
principalmente por los "Think Tanks" estadounidenses, debidamente
amplificada por la concentración de la propiedad de medios de difusión y
la cercanía -muchas veces promiscuidad- de las redacciones de esos
medios con sus gobiernos respectivos en materia de cobertura
internacional.
Sin olvidar la forzada dependencia hacia fuentes
de información "reconocidas" y la homogeneidad mental existente de los
periodistas empleados por esos medios, convenientemente "moldeados" por
las estrategias de persuasión de las cuales pasarán a ser sus voceros.
Existen muchas variantes en los puntos de vista sobre las causas de
este resurgimiento de la guerra fría, y el difundido por los medios
masivos suele ser simplificador y moralizante, con el mensaje subyacente
de que la fuente de tensiones sería una persistente y sorda lucha entre
el mal (el autoritarismo y la corrupción) y el bien (economía de
mercado y libertad democrática).
Por otra parte los puntos de
vista marginales, con matices o en franca oposición a esta narración
dominante, tienden a invocar el "peso dominante" de la historia, de la
geografía o de las decisiones políticas tomadas bajo la presión de
intereses estrechos y de orden económico o financiero.
Tales
factores, es evidente, están en juego en la situación actual. La
explicación del retorno de la guerra fría no puede empero ser reducida a
la constatación, no importa cuán justa sea, de que el aumento de las
tensiones sirve muy bien a los intereses del complejo militar-industrial
de EE.UU., particularmente con la restauración de una "amenaza rusa"
mucho más convincente que una "amenaza terrorista", real pero limitada,
para así justificar los enormes presupuestos para armamentos.
Ni tampoco limitarse a exclusivas consideraciones geoestratégicas
inspiradas en mayor o menor medida por las teorizaciones de geopolíticos
como Mahan, Mackinder o Spykman.
Una parte de la explicación se
encuentra en el "problema" que constituye, frente a la voluntad de
supremacía de EE.UU., la singularidad de la posición geográfica de
Rusia, situada en un "centro" geográfico de la historia mundial, por la
potencia creciente de Alemania en Europa y por la posibilidad de una
colaboración germano-rusa orientada hacia Eurasia. El proyecto chino de
la "ruta de la seda" no pasa desapercibido en Washington, donde se lo ve
como un primer paso concreto hacia la formación de un bloque
chino-euroasiático.
Es precisamente este "problema" el que en
los años 90 llevó a que Zbigniew Brzezinski proclamara que en nombre de
la defensa de la preponderancia mundial de EE.UU., era necesario por una
parte "contener" toda tentativa de Rusia para recuperar su posición de
gran potencia, y por la otra avasallar a Europa mediante sus "socios" en
el Continente.
De esta manera EE.UU. buscaba conservar el papel
de árbitro supremo en las relaciones de poder en el seno del espacio
euroasiático, que estuvo a su disposición por el desmembramiento de la
Unión Soviética.
La recuperación de Rusia bajo los gobiernos de
Vladimir Putin, la afirmación de la potencia china y el fracaso de las
políticas neoconservadoras adoptadas después de los atentados del 11 de
septiembre del 2001 hicieron irrealizable la "doctrina" Brzezinski.
Es así que en lugar de intentar controlar el centro del continente
euroasiático, Washington prefirió asentar la supremacía de su posición
de fuerza en el sistema financiero internacional y en el control de las
nuevas tecnologías, apostando principalmente a la conclusión de tratados
comerciales y de inversiones a nivel bilateral, en los cuales hace
jugar a su favor la asimetría de potencia entre EE.UU. y sus "socios"
para imponer los elementos claves de condicionalidad política.
¿Qué logra EE.UU. mediante esta estrategia?:
1) enfrentar dondequiera las tentativas de integración económica regional iniciadas sin su consentimiento.
2) abrir la vía a "tratados interregionales" juzgados más apropiados
para proseguir sus intereses en cuestiones de política económica y de
relaciones internacionales. El papel de árbitro supremo en materia de
relaciones de poder a través del mundo que se atribuye Washington
deviene así indisociable de su voluntad de someter a los países
signatarios de esos tratados a los intereses de un sistema económico que
bajo la dirección de EE.UU. está siendo construido a toda marcha en el
mundo, y del cual serán los beneficiarios casi exclusivos.
El
ejercicio de la hegemonía transitará principalmente por la instauración
del neoliberalismo a través del mundo. El imperialismo aplicará a fondo
la presión para concluir esos tratados comerciales, de protección de las
inversiones y de los derechos de propiedad intelectual, que según el
discurso oficial están destinados a asegurar un "buen ámbito" para los
negocios en el marco de un proceso de internacionalización de la
economía.
Esos tratados servirán sobre todo a consolidar los
mecanismos esenciales del orden imperial estadounidense, o sea la
primacía del sistema financiero de EE.UU., el papel central del dólar en
el sistema monetario mundial, la aplicación extraterritorial de las
leyes estadounidenses, la reproducción de los estándares de EE.UU. en
las reglamentaciones sobre la propiedad intelectual.
Asimismo la
multiplicación de mecanismos privados para el arreglo de los diferendos
comerciales y de inversiones que marginalizan el papel de los gobiernos
nacionales en las orientaciones de las economías de los países.
Esta presión imperialista es aplicada a fondo y puede llegar a la
desestabilización de los "países recalcitrantes" más débiles, utilizando
para ello las conocidas vías del apoyo a la contestación democrática
por vía electoral, el lanzamiento de acusaciones de crímenes o
corrupción, mediante el apoyo orgánico y financiero de la subversión
interna, así como de presiones o sanciones económicas de todo tipo.
Y además de estos instrumentos, en países juzgados como "difícilmente
quebrantables", como Rusia y China, la estrategia aplicable incluye la
contención y amenazas en sus regiones fronterizas: para el primero la
sostenida agitación en el Cáucaso y el derrocamiento del gobierno en
Ucrania en 2014, y para el segundo el separatismo en la región autónoma
Uigur de Sinkiang y el conflicto territorial en el mar del Sur de China.
En América Latina, tierra de ensayo de las políticas del imperialismo
neoliberal, Washington y sus aliados locales han logrado a través su
influencia en los "independientes" poderes judiciales y los
cartelizados medios de comunicación, derrocar gobiernos (golpes de
Estado en Honduras en 2009, en Paraguay en 2012 y juicio político para
inhabilitar a la presidenta brasileña Dilma Rouseff en 2016).
Y
paralizar a gobiernos que buscaban ampliar la democracia y la justicia
social, como Argentina bajo los gobiernos de Cristina Fernández.
Para el politólogo argentino Edgardo Mocca, existe "un profundo
interrogante sobre el rol del Poder Judicial en la democracia argentina
porque se acumulan elementos que inducen a pensar que la corporación
judicial se ha convertido en uno de los pilares de la restauración
neoliberal, en un plano de igualdad con las cadenas monopólicas de
comunicación en un interesante reparto de roles:
Los medios
construyen el mapa de los "buenos" y los "malos" en la política
argentina y algunos jueces traducen esa cartografía en fallos
judiciales". Esta crítica es compartida por Raúl Zaffaroni, exjuez de la
Corte Suprema de Justicia de la Argentina.
De hecho, el
hegemonismo estadounidense y el neoliberalismo se refuerzan mutuamente
al posibilitar que, una vez eliminada la amenaza de un sistema
socioeconómico alternativo, sea restablecido el poder y los ingresos de
los monopolios y las grandes empresas, y por lo tanto de las oligarquías
de las finanzas y las industrias de los países "desarrollados" -la
"triada" constituida por EE.UU., Japón y la Unión Europea-, cuya
influencia determinante en el seno de los sistemas políticos nacionales
crecerá aún más, permitiéndoles así un mayor drenaje de inmensos
recursos financieros que les llegarán bajo la forma de "renta".
El proceso de internacionalización de las economías y de la
transnacionalización de las empresas occidentales es crucial para esas
oligarquías que se integran sin reservas al neoliberalismo globalizado, y
cuyo objetivo principal es por lo tanto preservar a cualquier costo los
intereses de sus empresas e intereses personales en la gestión del
mercado mundial.
El imperialismo actual ha ido evolucionando
hacia una forma más colectiva, en la cual EE.UU. actúa como defensor de
los "intereses comunes" que comparte son sus aliados subalternos, o sea
los demás miembros del G-7, que en la práctica ha sido convertido en el
"directorio del mundo".
En esta configuración los aliados
subalternos aceptan que deben contentarse con un desigual reparto de las
ventajas que podrán ser obtenidas, y sus oligarquías nacionales estiman
que "las ventajas procuradas por la gestión del sistema mundializado
por EE.UU. para cuenta del imperialismo colectivo superan sus
inconvenientes" .
EL SUEÑO (Y LA PESADILLA) DEL
RETORNO A UN MUNDO UNIPOLAR
Adoptando
el papel de gendarme mundial de esta mundialización neoliberal,
Washington se arroga el derecho de intervenir en el país que considera
necesario y en cualquier región del planeta, recurriendo para ello a sus
redes de influencia y a sus aliados locales, con la fuerza brutal
cuando lo estima necesario.
El balance de las últimas décadas es
definitivamente claro, con las diversas tentativas de cambios de
régimen, las invasiones de Afganistán, de Iraq y de Libia. Es un hecho
que en el breve período de unipolaridad que seguirá a la desaparición
del "enemigo" soviético y de la "amenaza" comunista, EE.UU. consideró su
hegemonía mundial como un hecho irreversible.
Este punto de
vista continúa dominando el pensamiento político estadounidense a pesar
de los cambios en la correlación de fuerzas en el terreno económico
mundial, así como del evidente fracaso del neoliberalismo en la
resolución a largo plazo del problema de los ciclos de realización del
capital en las economías reales, una contradicción fundamental que mina
desde los años 70 del siglo pasado a las economías de los países más
desarrollados del capitalismo.
A esto se añade la creciente
pérdida de credibilidad en las elites dirigentes por parte de las
poblaciones, como lo vemos en las sociedades de EE.UU., Gran Bretaña y
otros países de la "triada".
Empero, la inflexibilidad sigue
figurando en el "orden del día" cuando se trata de proseguir las
políticas imperialistas, y esto se explica por dos razones principales.
La primera es la rigidez del "nuevo orden legal internacional" que ha
sido implantado a lo largo de los diferentes tratados bilaterales y
multilaterales sobre el comercio, la protección de las inversiones y el
derecho de propiedad intelectual. Lo anterior, y el haber creado un
"santuario" para los intereses financieros a fin de resguardarlos de las
decisiones políticas, han subordinado los Estados a este "nuevo
derecho" que en la vida social real ha vaciado la democracia liberal y
representativa de su contenido, conservando solamente su aspecto formal.
A diferencia del capitalismo de la era industrial, que para sobrevivir y
conservar el poder terminaba aceptando negociar con las fuerzas
sindicales y políticas algunas reformas laborales y sociales, el actual
sistema descarta definitivamente toda transformación o mutación del
modelo económico, revelando así su naturaleza profundamente antisocial,
tema que comienza a preocupar a destacados economistas y a medios
destinados a la cúpula empresarial.
Eso explica que la
"retroalimentación" democrática, desde el terreno laboral hasta el
social y político, haya sido limitada y va camino de la extinción, y que
la preocupación por mantener los dogmas subyacentes del modelo nieguen
sistemáticamente la necesidad de respetar la pertinencia social.
Como con las monarquías absolutistas basadas en el "derecho divino", en
este sistema casi no hay espacio a la negociación y a reformas que
favorezcan tanto a las economías reales como a las sociedades, y esta
política también se refleja tanto en la vida política y social de los
países del bloque occidental como en sus relaciones con los países
percibidos como "recalcitrantes".
La segunda fuente de esta
rigidez es la homogeneidad mental que reina en el estrato de los cuadros
y empleados en las esferas políticas, económicas, mediáticas y
académicas. Homogenización que es fruto de la implantación en esas
esferas de las ideas neoliberales en el curso de las últimas décadas.
Durante largo tiempo la formación recibida y los criterios de selección
jugaron a favor de este tipo de perfil en los candidatos. Esta
homogenización mental es actualmente una barrera a cualquier crítica que
ponga en tela de juicio los supuestos fundamentales del neoliberalismo y
que abra espacio a la exploración de soluciones de recambio que se
alejen o contradigan los fundamentos de esa doctrina, y por lo tanto a
la flexibilidad en la negociación, tanto en el terreno de las relaciones
y de los aspectos sociales, como también en las relaciones
internacionales.
Tal inflexibilidad en el contexto de una
creciente inestabilidad hegemónica tiene por consecuencia los
comportamientos internacionales que vemos en EE.UU. y sus aliados
subalternos, que de más en más contradicen aspectos esenciales de la
realidad existente. Esta inflexibilidad se manifiesta en la "falta de
armonía" o de coherencia entre algunas de las partes del sistema
mundial de alianzas del imperialismo.
El laxismo de EE.UU. en la
tarea de mantener la disciplina en el campo de sus aliados puede
explicarse por una cierta embriaguez nacida de los "vapores" de la
unipolaridad, que se disipa rápidamente desde comienzos del 2013.
Pero considerando con realismo la situación, ese laxismo puede también
ser explicado por las transformaciones exigidas a partir de la dualidad
"totalitarismo neoliberal-hegemonismo estadounidense", que en sí misma
puede ser fuente de contradicciones.
La defensa de la
unipolaridad a cualquier precio, las fallas de disciplina en el campo de
sus aliados y los temerarios comportamientos que se produjeron en el
Cercano Oriente, en África del Norte, en la periferia de Rusia y de
China, permitieron crear "un caos bien planificado y muy útil al
imperialismo" en las relaciones internacionales y la gestión -de corto
plazo y alcance- de las contradicciones políticas, económicas y sociales
generadas por el totalitarismo neoliberal.
Esto último puede
también ser visto como la creación y la explotación sin fin de tensiones
en el mundo para que funcionen como válvulas externas de seguridad,
destinadas a bajar las presiones sociales internas.
En cuanto a
la lógica propia a la dinámica del imperialismo, el caos en el cual fue
sumergido el Oriente Medio es un elocuente testimonio. Las invasiones de
Iraq y Libia, la desestabilización de Siria, la apertura política hacia
los "hermanos musulmanes" en Egipto, y por otra parte el apoyo otorgado
a regímenes confesionalistas y retrógrados, como mínimo complicaron y
retardaron considerablemente la emergencia de un mundo árabe más estable
y desarrollado, o dicho de otra manera, la construcción de un polo
árabe en un mundo que evoluciona hacia la multipolaridad.
Lo que
es bien cierto, y más allá de las "ventajas tácticas" y las "victorias
pírricas" ganadas en ese caos, son los enormes riesgos incurridos para
la paz regional y mundial. Podemos pensar en el comportamiento del
presidente turco Erdogan, mandatario de un país miembro de la OTAN, con
su proyecto de reconstituir el Imperio otomano, su apoyo a los grupos
rebeldes y terroristas en Siria mientras reprime de manera brutal y
sangrienta a la población kurda dentro del territorio nacional.
O
el peligroso polvorín creado por el "cambio de régimen" en Ucrania y la
formación de un gobierno dominado por una alianza entre oligarcas que
originaron los problemas en ese país con ultranacionalistas y neonazis
de origen reciente o antiguo.
¿Y qué decir de la política
seguida por la familia real de Arabia Saudita, que se sirve de un
movimiento político-religioso, el wahabismo, para desestabilizar
sociedades que se consideren mínimamente laicas, que provoca
abiertamente conflictos bélicos, como en Siria y Yemen, y se ensaña en
aumentar las tensiones con Irán, sin importar que podría así precipitar
toda la región en una guerra?
Lo mismo con Israel, país que está
profundamente comprometido en la confrontación con Irán y que participa
en la desestabilización de la región medio-oriental, y que se paga el
lujo de ignorar décadas de condenaciones y críticas por parte de la
mayoría de países del mundo por sus odiosas políticas de expansión
territorial y de brutal represión del pueblo palestino.
Es por
eso que no hay nada de sorprendente en la llamada de atención lanzada
recientemente por Ted Galen Carpenter, importante miembro del
conservador Instituto Cato y colaborador de la publicación National
Interest, quien escribe que ya "es tiempo de podar la sobre-extendida
red de alianzas" de EE.UU. a través de la OTAN, recordando que esa
tarea nunca fue llevada a cabo por la OTAN al final de la guerra fría, y
que ahora es necesario emprenderla.
Carpenter escribe que hay
dos tipos de aliados que califican para ser "podados": los países del
Báltico, que son pequeños, carecen de importancia estratégica en lo
económico para EE.UU. y tienen malas relaciones con Rusia, y los
"aliados odiosos" por sus políticas domesticas y regionales, desde
Arabia Saudita hasta Turquía, pasando por Egipto e Israel.
Pero
la "poda" no ha sido hecha y tampoco lo será en un futuro cercano, sino
más bien al contrario, ya que EE.UU. sigue incorporando o buscando
incorporar a más países vecinos o cercanos a Rusia, sin tomar en cuenta
las intenciones políticas ocultas o no de esos nuevos aliados.
Y
sin considerar que en caso de un grave incidente fronterizo provocado
contra Rusia, sin el apoyo explicito de Washington, todo acto de guerra
corre el riesgo de transformarse en pocos segundos en una conflagración
nuclear, y todo enfrentamiento regional convertirse rápidamente en
conflicto mundial.
Para muchos observadores Washington está
claramente dando la impresión de que no puede o no quiere imponer a sus
aliados la disciplina imperial en el delicado terreno de gestos y
acciones que pueden conducir a la guerra.
La disciplina imperial
reposa desde hace milenios en el principio de que los aliados y
vasallos no tienen intereses más allá de servir al supremo interés del
imperio. No importa cuán seductoras sean las distinciones entre las
diferentes formas de hegemonía y de imperialismo, ninguna es suficiente
para explicar la ruptura de ese principio.
Y a la vista de la
reacción muy negativa de Israel y Arabia Saudita en el 2011, cuando la
Administración Obama abandonó al (entonces) presidente egipcio Hosni
Mubarak, es difícil descartar la hipótesis de que efectivamente un mundo
unipolar convenía a un buen número de aliados de EE.UU., porque les
ofrecía el marco para facilitar la realización de sus propias ambiciones
regionales.
Esos aliados no tienen pues ningún interés, ni
tampoco intención alguna, de abandonar las ventajas que para sus
proyectos les proporcionaba la unipolaridad. Por eso continúan actuando
temerariamente y en el marco de un escenario perimido, provocando o
alimentando peligrosas confrontaciones políticas o militares, porque a
algunos de ellos un retorno a la guerra fría puede parecerles ventajoso.
En un reciente artículo titulado "Estados Unidos, crecientemente
inestable", el sociólogo Immanuel Wallerstein analiza la inestabilidad,
que ya no es un problema exclusivo de los llamados "países del Sur", y
que está propagándose a las esferas de la sociedad y la política en
EE.UU.
Apunta que paralelamente en "todo este tiempo Estados
Unidos ha ido perdiendo su autoridad en el resto del mundo. De hecho ya
no es hegemónico. Quienes protestan y sus candidatos han estado notando
esto, pero lo consideran reversible, pero no lo es. Estados Unidos es
ahora un socio global considerado débil e inseguro. Esta no es meramente
la visión de los Estados que en el pasado se han opuesto con fuerza a
las políticas estadounidenses, como Rusia, China, Irán. Esto es también
cierto para los aliados presumiblemente cercanos, como Israel, Arabia
Saudita, Gran Bretaña y Canadá.
A escala mundial, el sentimiento
de confiabilidad de Estados Unidos en el ámbito geopolítico se movió de
casi 100 por ciento durante la época dorada a algo mucho, mucho menor. Y
empeora a diario".
El severo juicio planteado por Wallerstein
parece confirmarse en los hechos, con los virajes y cambios de la
política exterior de Turquía después de la extraña tentativa de golpe de
Estado el pasado 19 de julio.
Esta degradación no ha pasado
desapercibida para un diplomático que conoce la historia, como el
ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Serguéi Lavrov, quien
refiriéndose a los "importantes cambios que estamos viendo en la escena
internacional", dijo el pasado 1 de junio que nuevos centros de
desarrollo económico e influencia están emergiendo y ganando fuerzas,
sobre todo en la región Asia-Pacífico, pero que "también observamos un
fenómeno tan extraordinario como la transformación de Europa en una
región que irradia no el tradicional bienestar, sino la inestabilidad".
Esta "irradiación" de inestabilidad a partir de Europa proviene sin
duda de los efectos perversos del modelo económico, social y político de
la Unión Europea (UE) y de la demostrada incapacidad de los actores
principales de la UE (Alemania y Francia en particular) de oponerse a la
política temeraria que emana de Washington.
A lo que se agrega
el rechazo a aceptar que la hegemonía neoliberal y la unipolaridad son
cosas del pasado, y que nos encontramos en una transición geopolítica
que puede llegar a ser el embrión de una multipolaridad, o de un
policentrismo, como suelen decir los rusos.
¿GUERRA FRÍA Y GUERRA SICOLÓGICA
PARA LIBRAR LA BATALLA GEOECONÓMICA?
La
"suspendida" presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, dijo recientemente
que la emergencia del grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y
Sudáfrica) fue un evento sin precedentes en los asuntos internacionales,
el alcance de una cima desde el punto de vista de los procesos
multilaterales y de la construcción de un mundo multipolar, y sin duda
en referencia a EE.UU. y sus aliados, señaló que "sabemos que eso metió
miedo en algunos países".
Si como señala Wallerstein, el
imperialismo estadounidense ya no es hegemónico, entonces el combate "a
vida o muerte" contra cualquier alternativa socioeconómica al proyecto
neoliberal, como lo ve la presidenta Dilma, nos permite entender las
"urgencias" por parte de Washington y sus aliados de la OTAN para crear
el fantasma de un "enemigo estratégico común", de una "guerra fría" que
permita construir a "marcha forzada" una cohesión política e ideológica
del "mundo occidental".
También las "justificaciones" para la
arremetida ideológica, la represión policial, la intervención directa o
la injerencia y la subversión política destinada a erradicar cualquier
alternativa socioeconómica, sea nacional, regional o internacional,
capitalista o no, que responda a legitimas necesidades sociales y
económicas de los pueblos.
El cubano Fabián Escalante Font da
una buena indicación para entender esta compleja realidad cuando señala
que "el concepto de guerra sicológica" se comenzó a formar en
Estados Unidos a finales de la década del 40, en el pasado siglo, con el
inicio de lo que se denominó la "guerra fría".
Es precisamente
en 1951 que va a figurar por primera vez en el diccionario del Ejército
norteamericano bajo la siguiente definición: "La guerra sicológica es el
conjunto de acciones emprendidas por parte de una o varias naciones en
la propaganda y otros medios de información contra grupos enemigos,
neutrales o amigos de la población, para influir en sus concepciones,
sentimientos, opiniones y conductas, de manera que apoyen la política y
los objetivos de la nación o grupo de naciones a la cual sirve esta
guerra sicológica".
Todo esto es aún más comprensible si lo
incorporamos a la concepción que está poniéndose de moda, pero que en
realidad es un "refrito" de lo que ha sido una antigua práctica en
Washington, de "hacer la guerra por otros medios", que es asimismo el
titulo (War by Other Means) de un reciente libro escrito por R. D.
Blackwill y J. M. Harris, dos importantes ex funcionarios de ideología
neoconservadora, y que recibió elogios en una reseña del Council on
Foreign Relations (CFR), crisol de políticas imperialistas si hay uno.
Lo primero que el CFR destaca es que los autores "combinan su
experiencia en política internacional en Administraciones Republicanas y
Demócratas" para pedir que el gobierno de EE.UU. preste "al
comportamiento geoeconómico" el mismo interés que presta a la
cooperación sobre seguridad en las relaciones con los aliados y socios.
Y que de la misma manera -por ejemplo- utilice la posición que EE.UU.
tiene como "superpotencia en energéticos" para ayudar a aliados como
Polonia y Ucrania, y asegurar que el Tratado Transpacífico y el Tratado
Transatlántico "sirvan para balancear las políticas geoeconómicas de
China y Rusia".
Julian Snelder hace una reseña de este libro
desde un punto de vista crítico, y destaca algunas citas que valen la
pena aunque no digan algo nuevo, como que "la carrera por el liderato se
pelea fundamentalmente en términos económicos", o que "para resolver
los problemas exteriores Washington lleva muy rápido la mano a su
pistola, en lugar de llevarla a su cartera".
Blackwill y Harris
enfatizan que para ellos no se trata de que EE.UU. abandone su rol
mundial, sino lo opuesto, o sea que "active una estrategia que maximice
los intereses estadounidenses a través del comercio, las finanzas y las
inversiones".
Snelder apunta que en ese libro se cita al
"halcón" Edward Luttwak, quien parafrasea a Clausewitz cuando afirma que
"la geoeconomía es la continuación de las antiguas rivalidades entre
las naciones por medios industriales", y que los enemigos de EE.UU. en
esta "confrontación geoeconómica son China, Rusia y otros Estados
capitalistas en los cuales los gobiernos nacionales son los principales
actores en el terreno de los negocios".
Añaden que Blackwill y
Harris consideran que los bancos de desarrollo de China (BDCh) y de
Brasil (BNDES) "pueden llevar adelante una diplomacia con capital en una
escala no equivalente en Occidente".
Ante quienes piden el uso
del comercio, las finanzas y las inversiones como armas, afirmando que
en ese capítulo EE.UU. se la pasó "durmiendo una siesta", Snelder
replica que "Cuba e Irán quizás estén en desacuerdo. Las sanciones están
entre las herramientas geoeconómicas más poderosas que han sido usadas
por EE.UU., con efectos devastadores".
Añade que incluso los
autores de "War by Other Means" señalan que EE.UU. ha sido el principal
país en imponer sanciones, en más de 120 ocasiones a lo largo del siglo
pasado". Y recordando un poco de historia se puede agregar que desde el
Tratado de Versalles (1919) la agresión a la Unión Soviética y luego a
los países socialistas en general fue fundamentalmente en el terreno
económico, comercial y tecnológico, para impedirles a esos países un
desarrollo económico armonioso mediante su integración en el comercio
internacional.
Esta política continúa, lo que puede llevar a
decir que se prosigue la política de las cañoneras del Imperio
Británico, pero bajo una forma más sofisticada.
Como antes, el imperialismo capitalista es la cuestión central.
La movilización por la paz se impone como nunca antes. Un número
creciente de militantes políticos y sociales de Europa, EE.UU. y de
otros países están concentrando sus esfuerzos en ese sentido. Esos
militantes provienen de diferentes horizontes pero tienen en común el
haber tomado consciencia de los desastres pasados y presentes del
liberalismo económico desenfrenado.
Saben que ese liberalismo
económico, en sus fases del siglo XIX, siempre condujo a conquistas
imperialistas y a la rapiña colonial en los países del Sur, y a que en
contrapartida en los países del Norte se implantara un sistema rentista y
parasitario destructor de las sociedades.
Igualmente saben que
ese liberalismo económico fue el origen de conflictos bélicos en Europa y
de dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1045). Y observando la
realidad actual tienen consciencia que este liberalismo económico sólo
puede profundizar aún más la ya enorme fractura social, y esto en todos
los países del mundo, y llevar ineluctablemente a una forma de
feudalismo, de servidumbre, como la descrita en los trabajos del
economista Michael Hudson.
Las provocadoras políticas de EE.UU. y
la OTAN, y las insensatas políticas de los dirigentes de ciertos
países aliados en Europa y el Oriente Medio pueden fácilmente empujar el
mundo al borde de una nueva guerra, esta vez con armas nucleares.
Un testigo de peso de la guerra fría, el General (retirado) George Lee
Butler, que de 1991 a 1994 fue Comandante de la Fuerza Aérea Estratégica
y de su reemplazo, el Comando Estratégico, o sea el primer Comandante
del fin de la Unión Soviética y de la Guerra Fría, al menos en teoría,
condena en sus memorias las estrategias de confrontación militar en la
era nuclear.
Según él "no tienen justificación militar o
política", porque "la guerra nuclear al por mayor" -del tipo que él y
sus colegas preveían, planificaban y simulaban en ejercicios- "habría
hecho insustentable la vida, tal como la conocemos", porque "miles de
millones de personas, animales, todo lo viviente, perecerían bajo las
peores condiciones agonizantes que pudieran ser imaginadas".
Hoy
día, y por todo esto, el antiimperialismo vuelve a ser la cuestión
central en la lucha contra el capitalismo realmente existente y las
oligarquías nacionales mundializadas y mundialistas, y eso para luchar
por la supervivencia de las sociedades y el equilibrio ecológico del
planeta.
(*) Desde Montreal, en Canadá