I
“Asumo todas las responsabilidades de la derrota”. Con estas
palabras, pronunciadas en la noche del pasado 4 de diciembre, un
compungido Matteo Renzi anunció su dimisión como presidente del gobierno
italiano después de constatar el amplio rechazo a su proyecto de
reforma constitucional sometido a referéndum.
En efecto, el recuento
oficial se saldó con un 59,95% (19.019.197) de votos al “No” a la
reforma, frente a un 40,05% (12.706.340) de votos favorables al “Sí”.
Que el contenido de la reforma, analizado en otro artículo publicado en el boletín de noviembre de mientrastanto.e,
tenía por finalidad restringir los espacios de participación popular en
la vida política le quedó claro a la parte más informada y crítica de
la sociedad italiana.
Aun así, para entender el porqué de la contundente
victoria del “No”, conviene tener presentes dos puntos importantes que
poco tienen que ver con la Carta Magna.
Por lo pronto, que el “No” ha sido en buena parte un voto de clase,
ya que esta opción ganó potentemente en las regiones del centro y sur de
la península, más castigadas por el paro y con un nivel de renta
inferior al de la media nacional. El “Sí” sólo ha ganado en tres
regiones (Trentino-Alto Adigio, Toscana y Emilia-Romaña) que todavía
mantienen una sólida cohesión social y en las que el PD sigue teniendo
un cierto arraigo social; y también en la ciudad de Milán, desde siempre
el más rico centro industrial y financiero del país.
Por lo demás, la
derrota de Renzi ha sido inapelable. Según un estudio del centro de
sondeos SWG, el 73% de los parados y el 64% de los obreros votaron “No”.
Y el Instituto de Estudios Carlo Cattaneo realizó una interesante
encuesta en Bolonia —cuyas conclusiones, sin embargo, pueden ser
aplicadas a todo el territorio nacional— según la cual los votantes con
rentas superiores a 25.000 euros anuales se escoraron mayoritariamente
por el “Sí”, a diferencia de los ciudadanos más pobres.
En definitiva,
los ciudadanos sólo en parte votaron sobre la reforma constitucional;
todos los analistas apuntan también a un voto acerca de la política del
gobierno, clamorosamente rechazada por los sectores sociales más
afectados por la crisis.
En segundo lugar, el “No” ha sido respaldado sobre todo por la franja
de electores que va de los 18 a los 50 años, y en particular por los
electores menores de 35 años, lo cual choca con la narrativa política de
Renzi, articulada en torno a los conceptos de “cambio generacional” y
“vigor juvenil”.
Los jóvenes, pues, le han dado la espalda a un político
de 41 años que, pese a su lenguaje renovador y dinámico, es percibido
como el líder de un partido que ha practicado políticas duras hacia la
juventud —hablaré enseguida de ellas— y que sólo es adherente a las
necesidades materiales de los ciudadanos que han contado con las
protecciones sociales fruto de las luchas de los años 1968-1980 y/o que
ahora disfrutan de pensiones dignas.
A tenor de lo dicho, y puesto que Renzi centró toda su acción de
gobierno alrededor de esta reforma, presentándola como un plebiscito
sobre su persona, se entiende por qué no tuvo más remedio que presentar
su dimisión como presidente. Con todo, dejó claro que su voluntad es
presentarse como candidato del PD a las próximas elecciones generales
(que, como muy tarde, se celebrarán en febrero de 2018).
Es por esto por
lo que trabajó para que el presidente de la República italiana, Sergio
Mattarella, nombrara jefe del Ejecutivo al ministro de Exteriores, Paolo
Gentiloni, hombre de perfil bajo y fiel al ex alcalde de Florencia. El
programa del nuevo gobierno se limitará a elaborar, junto con las otras
fuerzas parlamentarias, una nueva ley electoral y a afrontar la espinosa
cuestión de la quiebra del banco Monte dei Paschi.
II
La dimisión de Renzi deja definitivamente al descubierto la debilidad
de su partido. Después del final político de Pier Luigi Bersani,
candidato del PD en las elecciones generales de febrero de 2013 y caído
rápidamente en desgracia en la primavera de ese año, y del gobierno pro
austeridad de Enrico Letta (2013-2014), Renzi fue visto como el último
recurso del que disponía el PD para dar vida a un proyecto político que
devolviera la esperanza a una sociedad italiana exhausta tras tantos
recortes presupuestarios.
Él mismo se presentó desde el principio como
el hombre que abandonaría la política de austeridad para reactivar la
economía con políticas macroeconómicas expansivas. Sin embargo, y como
muchos previeron in illo tempore, ello suponía entrar en
conflicto con el gobierno alemán y la tecnocracia de la UE acerca de la
necesidad de superar unos tratados y normas comunitarias intrínsecamente
deflacionistas.
Y, ahora lo sabemos, Renzi nunca dio realmente batalla
en este terreno. A lo sumo, cultivó una inútil retórica antialemana que
en ningún momento se tradujo en actos concretos ni en la articulación de
un frente antiausteridad protagonizado por los países del sur de la UE
(como le pidió Alexis Tsipras en el primer semestre de 2015).
En la
práctica, sus constantes quejas por la intransigencia ordoliberal
alemana se dirigieron a arrancar un poco de flexibilidad en el recorte
del déficit con el que costear medidas populistas para crear consenso
electoral (como, por ejemplo, la rebaja del IRPF, que supuso 80 euros
más en la nómina de los italianos que ganaban menos de 25.000 euros al
año, gracias a la cual ganó las elecciones europeas de 2014).
Y, lejos
de esforzarse en estimular la anémica demanda interna italiana, su
gobierno se volcó en practicar políticas de la oferta a través de una
dura reforma del mercado laboral —que ha afectado sobre todo a los
jóvenes— y de una reforma de la administración pública que, se decía,
había sido históricamente víctima de intereses gremiales y corporativos
que apesadumbraban a la economía italiana.
Lisa y llanamente: Renzi
apenas se desvió de la “austeridad expansiva” que habían seguido sus
predecesores y que ha comportado cinco años de estancamiento económico y
un aumento de la deuda pública. Y que, más importante todavía, ha
mermado el consenso del que disfrutó entre la ciudadanía en sus primeros
meses de gobierno; lo cual es significativo si tenemos en cuenta que su
gobierno pudo contar con una sólida mayoría parlamentaria y con el
apoyo de todos los grandes grupos mediáticos del país.
En definitiva, hay motivos razonables para pensar que, con la
dimisión de Renzi, fracasa el proyecto del Partido Demócrata nacido en
2007 de la fusión de los partidos ex comunistas y ex democristianos
italianos; un proyecto de “catch-all party”, que quería superar a la
vieja socialdemocracia europea para mirar al modelo estadounidense de
partido líquido, de cuadros, sin una ideología definida (más allá de un
progresismo vaporoso y de un europeísmo insustancial) y genéricamente
“reformista”.
Los ciudadanos italianos, con su comportamiento electoral,
han demostrado que rechazan no sólo el modelo de bipolarismo de tipo
angloamericano que anhelaba implantar el PD mediante reformas
electorales ultramayoritarias, sino también el liderismo agresivo de
Renzi y su supeditación económica a la Unión Europea y al gobierno
alemán.
En este momento, el liderazgo de Renzi es cuestionado incluso
dentro de su propio partido; y no parece estar en condiciones de agregar
a las fuerzas del sindicato CGIL y a lo que queda de la izquierda
radical después de haberlas ninguneado desde 2014. Pase lo que pase, e
independientemente de la ley electoral que el gobierno de Paolo
Gentiloni consiga hacer aprobar en el Parlamento, este partido no
volverá a poder gobernar en solitario el país, como lo ha hecho en los
últimos cuatro años.
El Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo y el
conjunto de fuerzas de derecha (Berlusconi y la “lepenizada” Liga Norte)
suman el 25-30% de los votos cada uno. Y, salvo sorpresas o
acontecimientos inesperados, su consenso se mantendrá estable. En suma,
Italia se ha convertido en un país políticamente tripolar.
III
Por último, pocas dudas cabe acerca de que 2017 será un año delicado
para Italia. Después de que el maltrecho Monte dei Paschi de Siena, el
tercer mayor banco del país, fracasara en su operación de ampliación de
capital por 5.000 millones de euros, el gobierno de Gentiloni ha
aprobado, mediante un decreto ley, un fondo de rescate dotado con 20.000
millones que permitiría al Monte dei Paschi, y a otros bancos italianos
con problemas, recapitalizarse con dinero público.
Esta medida, que no
cumple con la normativa de la UE pensada para evitar que el coste de los
rescates bancarios recaiga sobre los contribuyentes (y que, por el
contrario, prevé una adecuada distribución de ese coste entre los
accionistas y los acreedores de los bancos, es decir, el llamado
“bail-in”), ha sido criticada de inmediato por Carsten Schneider,
miembro del Comité de Finanzas del Bundestag, y por el mismo ministro
alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble.
Poco importa que el gobierno de
Angela Merkel aprobase en 2008 un millonario paquete de ayudas para
salvar a sus bancos al borde de la quiebra; después de la aprobación en
2014 de la discutida unión bancaria europea, el gobierno de Berlín no
parece estar dispuesto a transigir con la aplicación de las normas
comunitarias.
Ahora bien, suponiendo que el gobierno italiano consiguiera llevar
adelante el rescate público de sus bancos y que el coste de la operación
acabara siendo de 20.000 millones (y no, como estima la compañía
estadounidense Bloomberg, de 52.000), debería encontrar el dinero
emitiendo deuda pública, lo cual supondría una subida de los impuestos y
un duro recorte del gasto público para contener el aumento de la ya
abultada deuda pública del país (133% del PIB). O bien tendría que pedir
dinero al Mecanismo Europeo de Estabilidad (MES), esto es, el organismo
intergubernamental creado en 2011 por el Consejo Europeo con vistas a
asegurar la estabilidad financiera de la zona euro mediante préstamos
sujetos a una rigurosa “condicionalidad”.
Dicho con otras palabras: una
vez recibido el préstamo, la Comisión Europea y los otros países de la
zona euro (sobre todo Alemania y Francia, que juntas poseen casi la
mitad de las cuotas de participación del MES) supervisarían todas las
decisiones económicas que tomara el gobierno italiano, anulando su
autonomía e imponiendo un programa severo de ajuste macroeconómico. Las
dos opciones, huelga decirlo, representarían una losa tremenda para el
gobierno que surja de las elecciones generales. Y más para una sociedad
que, desde 2007, ha perdido el 25% de su producción industrial, ha visto
aumentar el paro juvenil del 21 al 38% y mantiene una tasa de paro
general superior al 11%.
El panorama, pues, es tan sombrío que hasta en la prensa mainstream
italiana se empieza poco a poco a comentar la hipótesis que ha
formulado el periodista Wolfgang Münchau en dos artículos publicados en Eurointelligence y en el Financial Times
en diciembre de 2016: o bien Italia consigue de Alemania un cambio
radical en la política económica de la zona euro y un avance hacia la
unión política y de transferencias, o bien se verá obligada a salir del
euro para recapitalizar sus bancos con su moneda y relanzar su economía
recuperando plenamente la palanca fiscal y la flexibilidad del tipo de
cambio.
(*) Doctor en Historia por la Universidad Pompeu Fabra y profesor asociado en la Universidad Autónoma de Barcelona
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