domingo, 29 de enero de 2017

Davos, veintiún años después / Juan Francisco Martín Seco *

Tuvo que ser en el World Economic Forum, en Davos, en febrero de 1996 donde el renacido capitalismo –actual hijo del capitalismo salvaje del siglo XIX– se quitase la careta, y tendría que ser Tietmeyer, el entonces gobernador del todopoderoso Buba, el encargado de proclamar lo que tantos pensaban pero no se atrevían a explicitar: “Los mercados financieros desempeñarán cada vez más el papel de gendarmes. Los políticos deben comprender que estarán en lo sucesivo bajo el control de los mercados financieros y no solamente de sus electores nacionales”. Anunciaba con ello el imperio de la globalización y la muerte de la democracia.
 
Han transcurrido veintiún años y los principales protagonistas del mundo económico y financiero han vuelto a reunirse en Davos, pero su mensaje ya no es tan triunfalista. Sus profecías acerca de que la globalización traería toda clase de bendiciones para las sociedades no se han cumplido, las tasas de crecimiento, lejos de aumentarse, se han ralentizado, el paro se ha incrementado y las desigualdades se han ampliado. Según un informe publicado por Oxfam, solo ocho personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la población mundial, 3.600 millones de personas. 

En el caso español, la fortuna de tres personas equivale a la riqueza del 30% más pobre del país. Es más, la inestabilidad económica se ha extendido a todo el mundo y se han multiplicado las crisis. El miedo y el desconcierto se han adueñado en buena medida de los poderes políticos y económicos. Algo no funciona. La progresiva extensión de lo que llaman populismo se percibe como una seria amenaza para el sistema y para sus intereses.

La seguridad y el optimismo de hace veintiún años ha desaparecido. De ahí que el informe que, como es habitual, ha precedido a las sesiones de este año del World Economic Forum haya estado marcado por el análisis de los riesgos e incertidumbres que se ciernen sobre el sistema económico internacional. “La combinación de desigualdad económica y polarización política amenaza con amplificar los riesgos globales, erosionando la solidaridad social sobre la que descansa la legitimidad de nuestros sistemas políticos y económicos”. 

Esta edición del Foro de Davos ha estado caracterizada por un cierto estupor e incredulidad, ante el fuerte descontento y frustración que se ha instalado en las sociedades más desarrolladas y que está dando ocasión al nacimiento y avance de movimientos antiglobalización bien sean de izquierdas o de derechas. En todas estas corrientes puede existir mucha hojarasca, errores, incluso graves aberraciones, pero no puede negarse que inciden sobre las múltiples contradicciones y las lacras que se han generado en el sistema y que denuncian sus resultados. Palabras como proteccionismo y populismo se han adueñado del escenario.

No deja de resultar curioso (sin embargo, hasta cierto punto lógico) que haya sido el presidente chino Xi Jinping quien se haya mostrado en Davos como el máximo adalid de la globalización y enemigo del proteccionismo. Bien es verdad que el proteccionismo que reprueba se reduce tan solo al que se basa en contingentes y aranceles, mientras deja intacto el que se fundamenta en la manipulación del tipo de cambio o en la competencia desleal en materia social, laboral o fiscal. 

Xi Jinping afirmó que nadie sale vencedor de una guerra comercial, lo cual es cierto, pero esta surge necesariamente cuando determinados países como China o Alemania fundamentan su crecimiento en la competitividad exterior mediante el mantenimiento de tipos de cambio artificialmente bajos o a través de dumping fiscales, sociales y laborales que generan la progresiva acumulación de superávits en la balanza por cuenta corriente, forzando déficits en sus competidores.

El presidente chino fue más allá defendiendo que muchos de los problemas que ahora tiene la economía internacional no proceden de la globalización y que esta no fue la causante de la crisis financiera, sino la falta de regulación adecuada. ¿Pero es que acaso no es la ausencia de toda regulación la sustancia de la que está construida la globalización? ¿No es el sometimiento de los políticos a los dictados de los mercados que proclamaba Tietmeyer en 1996, la base sobre la que se asienta la globalización? 

La gran recesión que se inició en 2007 y de la que, dígase lo que se diga, aún no hemos abandonado, tuvo su génesis en los fuertes desequilibrios en las balanzas de pagos acumulados por los distintos países en los años anteriores (ver mi libro La trastienda de la crisis, Editorial Península) y en los que China tuvo un papel esencial. Mantuvo una cotización ficticia e infravalorada del yuan que si bien disparó sus exportaciones y su expansión económica tuvo como contrapartida la generación de déficits en otros países, singularmente en EE. UU.

Tras el estallido de la crisis, China comprendió que tenía que moderar su postura, pero irrumpió en escena un nuevo actor, la UE. Alemania había seguido la misma política que China pero su superávit se compensaba con los déficits de los países del Sur, (aunque con graves problemas económicos para ellos) de manera que la Eurozona en su conjunto estaba más o menos en equilibrio. Ahora este se ha roto con la deflación interna a la que se ha sometido a los países deudores que han corregido sus déficit sin que Alemania haya moderado su superávit; todo lo contrario, lo ha incrementado.

Xi Jinping descartó en Davos que su país vaya a adentrarse en una guerra de divisas, pero lo cierto es que su divisa está ya claramente infravalorada, y el tipo de cambio actual del euro puede ser aceptable para países como España, Portugal o Grecia, pero está muy por debajo de lo que correspondería de acuerdo con la economía alemana. De ahí el superávit de la balanza de pagos de la eurozona en su conjunto. La situación es claramente inestable. Ni China ni Alemania pueden aspirar a vivir del déficit de la balanza de pagos norteamericana. 

A Trump se le puede calificar de casi todo, incluso de iluminado y caudillista, pero no se le puede negar que ha puesto el dedo en la llaga. La globalización genera desequilibrios insostenibles, inseguridad, crisis e incremento de las desigualdades. No se puede mantener un sistema que pretende producir allí donde no se consume, y consumir allí donde no se produce; que quiere que las rentas vayan en mayor medida a los que ahorran pero no consumen (los capitalistas), y que consuman aquellos que no perciben los ingresos (los trabajadores).


(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España


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