Tengo
prohibido por el oficio de periodista el tomarme a mí mismo como
protagonista de mis artículos. Por eso, esto que tienen ante sus
ojos no es un artículo sino unas notas de viaje. Así que no las lean si
no quieren perder el tiempo.
Mientras vuelo a Rusia, mi cabeza, entrenada para cierta forma
de mirar las cosas, piensa en que Moscú es la capital de un país cuya
superficie tiene 34 veces la de España, y es el único del mundo que
se extiende desde el Pacífico Occidental a uno de los mares europeos,
el Caspio. La primitiva economía agraria de la que vivían sus
pueblos no gozaba de ninguna de las ventajas medioambientales que
disfrutaron los pueblos de Europa occidental en sus desarrollos
más primerizos.
El
país comprende centenares de grupos étnicos y lenguas, así como
riquezas naturales inmensas. Se trata de una comunidad estatal que
apenas empezó a darse formas estables en el siglo XV, desplazando la
hegemonía de Ucrania, al que siguieron otros tres siglos de expansión
territorial y conquista de pueblos con otras lenguas, otras religiones:
un territorio extenso y despoblado que no se podía mantener unido más
que con mano fuerte.
Unos arquitectos italianos, a finales del siglo XV, ayudaron a Iván
IV el Terrible a defender lo suyo con la fortificación moderna, y
someter a los otros con la artillería y la caballería.
También llegó la lenta incursión del reino de Rusia en el sistema
europeo: en las regiones bálticas contra polacos, lituanos, suecos y
teutones, y en el sur contra los turcos. El momento fundacional de la
Rusia moderna, sin embargo, se da cuando un zar clarividente ve la
inferioridad técnica y cultural de su pueblo vis a vis los de Europa
Occidental. Pedro I marcha a Holanda a trabajar en sus astilleros, y
aprende técnicas útiles a sus planes de dar una buena lección a los
enemigos que se oponen a la expansión de Rusia.
Lo consigue sobre un
reino tras otro. Desde entonces los zares son autócratas ilustrados, la
fórmula que les permitirá medirse de forma competente con las potencias
occidentales. Y aunque los bolcheviques destruyeron aquel sistema de
tanto éxito, la fórmula autocrática y el desarrollo técnico permitieron a
la Rusia soviética renacer y llegar en 1945 a dominar la mitad
oriental de Europa.
La Rusia de Putin ha reconstruido las herramientas más obvias del
poder: el militar, que había resultado desbaratado tras la crisis de los
Noventa. Aunque la industria y la tecnología se han actualizado, no lo
han hecho lo suficiente para asegurar a su pueblo una economía de
mercado abierta. La autocracia de antaño dejó en herencia el régimen
autoritario de hoy, que puede ser brutal si las circunstancias lo
requieren, pero que garantiza cierto grado de suficiencia para vivir, y
cuenta con la complacencia o indiferencia de la población. La oposición
apenas cuenta.
Acabemos las reflexiones. Ahora toca Moscú.
Primera sorpresa: desde el aeropuerto de Sheremetshevo al hotel en el
centro, hora y media de taxi. Colosales atascos en todas las anchas
avenidas. Espectáculo urbano sorprendente: todas las casas, de todas las
avenidas, tienen sus fachadas armoniosamente iluminadas, como por orden
de un comité central empeñado en la belleza urbana.
Volviendo a los taxis: algo parecido a los Ubi y los Cabify dominan
el mercado, porque los llamas por teléfono y conciertas: nada de
taxímetros. Nunca te falta oferta. Y baratísimos.
Me guían en Moscú una madre, Ludmila, y su hija Zoia, dos vidas al
servicio de instituciones españolas desde hace bastantes años. Zoia me
cuenta que acude al trabajo en tren, 80 minutos de viaje entre ida y
vuelta. Ludmila vive aún más lejos. La hija me enseña el metro, la madre
el Kremlin, el Moscú histórico y los museos, y me pasea en barco por el
Moskva. Zoia me lleva al Instituto Cervantes, donde trabaja. Su
director, Abel Murcia, me da datos: cinco mil moscovitas mantienen
contactos asiduos o continuos con sus cursos y actividades. Y señala una
ligera caída en los cursos de español.
Cuando voy a cambiar euros, observo que cada día cae la cotización
del rublo. La iluminación urbana parece contradecir la mala coyuntura.
Pregunto sobre el momento político del país. Ludmila, que es
pensionista, me dice que la cuestión candente es la ley que eleva la
edad de jubilación, aprobada por el parlamento el 27 de septiembre
último, de 60 a 63. El clamor contra la medida se ha extendido por el
país, y Rusia Unida ha perdido el gobierno en cuatro estados de la
federación.
Ante las protestas, hubo que arbitrar paliativos: la Duma ha aprobado
una ley por la que serán perseguidos los patronos que despidan
trabajadores dentro de los cinco años antes de su jubilación. Putin,
prudentemente, ha prometido que la ley será modificada para devolver a
las mujeres el límite de los 60 años.
Llego a Madrid y me encuentro con la información geopolítica a la que
estoy abonado. Un análisis indica que la lucha que Rusia mantiene con
Ucrania en el sudeste de este país, se va a extender al mar de Azov,
donde los rusos han construido un puente entre dos lenguas de su
territorio que bloquea el tráfico marítimo más pesado de los puertos
ucranianos de Berdyansk y Mariupol.
Ucrania se propone construir una
base naval en ese mar, después de haber perdido ante Rusia la de
Sebastopol. Presumo que la base será meramente testimonial al saber que
Ucrania cuenta con una marina de 66 buques de combate y Rusia con más de
2.800, por lo que Kiev se limitará a reforzar la defensa de sus costas,
y esperar ayuda de alguna potencia que pueda intimidar a Rusia.
(*) Periodista español
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