miércoles, 26 de diciembre de 2018

El tormento del Papa por la III Guerra Mundial / José Manuel Vidal *

Al Papa Francisco le duele el mundo y le atormenta su Iglesia. Y en fechas tan señaladas como éstas, deja transparentar su dolor. Sabe que él sólo no puede supurar las heridas ocasionadas por el capitalismo financiero desenfrenado que deja tirados en las cunetas de la historia a millones de seres humanos, privados de la dignidad de personas. 

Sabe que la codicia de los especuladores se alimenta del dolor de la gente. Y sabe que, sin el seguimiento de las bases, tampoco puede cambiar su Iglesia ni limpiarla a fondo. Su revolución de la ternura necesita el apoyo de la gente y la ayuda decidida del Espíritu Santo.

Y en ocasiones como ésta de Navidad, cuando en el sistema linfático del orbe parece abrirse una rendija para el amor, Francisco se reviste con la capa pluvial del profeta que quiere a su pueblo. Le quiere tanto como para dar la vida por él. 

Por eso, el profeta Bergoglio denuncia el cáncer de la Humanidad y de la Iglesia y, al mismo tiempo, anuncia la misericordia infinita del Dios que, como buen padre, nunca deja solos ni abandonados a sus hijos. Y menos cuando más lo necesitan.

Zarandeada y lastrada por las enormes olas provocadas por los abusos sexuales del clero, la barca de la Iglesia hace aguas y, mientras muchos obispos-príncipes siguen viviendo opíparamente como funcionarios de lo sagrado, el Papa Francisco trata de taponar las vías de agua. En la Iglesia y en el mundo.

Y tira, para ello, de su enorme y reconocida autoridad moral global. Y desde el balcón de las bendiciones, como todos los años, ofrece al mundo una clave de sentido. Un mensaje universal que este año centró en la fraternidad, uno de los pilares (liberté, egalité, fraternité) de la revolución francesa y, antes, el corazón del mensaje de Jesús, que se escenifica en el pesebre de Belén, la ciudad del pan.

Fraternidad como única salida para caminar hacia un futuro en dignidad. Fraternidad entre personas, culturas y religiones. Sin ella, se cierran los horizontes e, incluso, los mejores proyectos "corren el riesgo de convertirse en estructuras sin espíritu".

Pero no una fraternidad impuesta ni homogénea ni uniforme, sino la fraternidad del mosaico, compuesto de muchos trozos de diversos y diferentes colores. Cuanto más bellas sean las distintas teselas más lucirá el mosaico. Un mosaico bello como una familia, con miembros diversos, pero unidos por el amor y la fraternidad "entre personas con ideas diferentes, pero capaces de respetarse y de escuchar al otro". Porque, para el Papa, las diferencias no son un peligro, sino una riqueza.

Y sólo desde la base de la fraternidad se puede alcanzar la paz, proclama Francisco. Y vuelve a repetir, como cada año, como todos los años desde que es Papa, una idea que le taladra el alma: la posibilidad de una tercera gran guerra mundial. Una guerra que sería la definitiva. Una hoguera que abrasaría el planeta.

La posibilidad de esta hecatombe atormenta el Papa, que parece obsesionado con esta idea. Quizás porque tiene datos, procedentes de la enorme red informativa de la Iglesia extendida por todo el mundo, de que la mecha está ya encendida.

Y de hecho, la mecha humea en lo que Francisco llama "la tercera guerra mundial a pedazos". Con focos muy concretos, que suele enumerar y que este año se concretan en nombres martirizados de antiguo por la peste de la guerra, como Palestina, Siria, Corea, Yemen o África, y otros nuevos, como Ucrania, Nicaragua y Venezuela.

Fuegos esparcidos por doquier que no sólo causan dolor y muerte a los que los sufren en sus propias carnes, sino que, además, pueden provocar el gran Armagedón. Y todo por la codicia de los mercaderes de la muerte, que venden sus armas para que otros se maten con ellas, se lucran con la desesperación de los más pobres y babean de codicia.

Una codicia que, según el Papa, seca el alma y como hiedra asfixiante ahoga la fraternidad del corazón de los poderosos, creadores de un sistema que descarta, mata y envenena. Para frenar a la bicha codiciosa, condenada por el Maligno a vivir sin jamás saciarse por mucho que tenga y acumule, Francisco opone el nuevo modelo de vida que trae un niño, el Niño Dios.

Un modelo vital basado, como en el belén, en compartir y no en devorar ni acaparar. Un nuevo sistema que comience a brillar, basado en un "nuevo amanecer de la fraternidad" en el mundo, y termine recorriendo "caminos de reconciliación".

Porque sólo así se alcanzará la paz y se evitará el neocolonialismo ideológico, cultural y económico, que no sólo tritura conciencias, personas y pueblos, sino que, además, provoca y suscita hostilidad hacia las minorías étnicas, culturales o religiosas. Y hasta su muerte, como la de tantos cristianos en Oriente Medio o en Pakistán, por el mero hecho de serlos.

Y Francisco concluye, antes de la bendición urbi et orbi, pidiendo al Niño Dios que "proteja a todos los niños de la tierra y a toda persona frágil, indefensa y descartada". Porque esos, los más pobres y vulnerables son los preferidos de Dios.

Porque sólo con ésos, los vicarios de Cristo, la Iglesia volverá a recuperar la credibilidad dañada por la lepra de los abusos. Y, porque sólo así, los creyentes podrán decir con el evangelista: "Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad" (Lc 2,14).


(*) Periodista y teólogo español



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