PEKÍN.- Desde mascarillas y purificadores de aire para
sobrevivir a la polución urbana hasta los filtros para las chimeneas
industriales, pasando por la manufactura de equipos para energías
renovables, la contaminación china ha abierto un enorme negocio que
mueve cientos de miles de millones de dólares.
"El
invierno pasado asistimos a un salto en la demanda de esos productos
(mascarillas y filtros de aire). Es un negocio de por sí, y eso es solo
de consumo civil", asegura el director del Instituto de Asuntos
Públicos y Medioambientales de China (IPE, por su acrónimo inglés), Ma
Jun.
"Pero, en realidad -apunta Ma-, el mercado para el
control de emisiones industriales y de eficiencia es mucho más grande.
Estamos hablando de programas de muchos billones de yuanes (miles de
millones de dólares o de euros). Hay un mercado mucho más grande".
La Oficina de Estadística de China pone algunas cifras a estas
cábalas: solo las relativas a 2016 a la inversión de Pekín en gestión de
residuos, infraestructuras verdes y programas de abandono del carbón
alcanzaron el equivalente en yuanes a unos 36.500 millones de dólares o
32.000 millones de euros.
Para el experto del IPE,
la industria medioambiental es una de las sendas para el crecimiento a
explotar en el futuro, aunque buena parte de los nuevos puestos de
trabajo en ese campo ya se están generando en China.
La investigadora medioambiental Angel Hsu, profesora de la universidad
estadounidense de Yale, concreta que China creó en 2017 un tercio de los
llamados "empleos verdes" (puestos de trabajo relacionados con la
industria medioambiental) de todo el mundo.
De
hecho, la inversión de Pekín en energías renovables en 2017 fue de largo
la mayor del mundo, con 126.600 millones de dólares (unos 112.000
millones de euros) destinados a esa industria, según un informe
publicado en abril de este año por el Programa de la ONU para el Medio
Ambiente.
Aunque desde Greenpeace alertan de que
sería erróneo suponer que la producción china de, por ejemplo, paneles
solares o vehículos eléctricos se manufactura en fábricas alimentadas
por energía renovable, debido a la omnipresencia del carbón, fuente de
energía con una cuota todavía de en torno al 60 % en el país asiático.
El analista del departamento de investigación de Contaminación Mundial
del Aire de Greenpeace Lauri Myllyvirta sí concede que "en cuestiones
de cumplimiento de la legislación medioambiental, en particular del
aire, ha habido grandes progresos en los últimos cinco años y eso es
alentador".
Sin embargo, el negocio está también del
lado de quienes tratan de saltarse los controles establecidos por
Pekín, más frecuentes y férreos desde que, en agosto de 2017, el
entonces denominado Ministerio de Protección Medioambiental se
comprometiera a una reducción de un 15 % de las partículas más
contaminantes en un año.
A mediados del año pasado,
el citado ministerio envió un "ejército" de 5.600 inspectores
medioambientales a Pekín, Tianjin y otras 26 ciudades chinas en el norte
y el centro de China, las principales zonas contaminantes y
contaminadas, a fin de hacer valer las regulaciones de vertidos en los
suelos, el agua y el aire.
Pero varios de ellos han
salido magullados de estas inspecciones, ya que, en un país que produce
casi dos tercios de su energía gracias al carbón, también hay muchos
intereses en que nada cambie.
A principios de mes,
por ejemplo, dos hombres fueron detenidos por su supuesta relación con
la muerte en un accidente de tráfico de un inspector medioambiental en
la provincia oriental de Zhejiang, con cuyo coche chocaron los
sospechosos.
El pasado mes de agosto, varios
inspectores fueron rodeados, vejados y apaleados por varios obreros
cuando inspeccionaban una obra en la provincia central de Shaanxi,
mientras que, en marzo de 2017, el dueño de una fábrica dio una paliza a
cuatro inspectores de la provincia de Anhui, en el este.
Pekín, no obstante, parece apostar de manera firme por el negocio
"verde" y el cielo azul: el mes pasado calificó cualquier intentona de
gobiernos locales o de empresas chinas por tapar sus violaciones de la
legislación medioambiental como "una soberana estupidez" destinada al
fracaso.
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