MADRID.- Dos
años y medio después del referéndum sobre la permanencia del Reino
Unido en la UE, el Gobierno británico se encuentra en una posición de
crisis absoluta: incapaz de sacar adelante su acuerdo con la UE en el Parlamento con el riesgo de una catástrofe sin
precedentes si no hay un acuerdo firmado antes del próximo 29 de marzo.
Todo lo que podía salir mal ha salido mal, a juicio de El Economista.
Pero,
¿de quién es la culpa de la crisis del Gobierno de Theresa May? De
todos y de nadie. De hecho, hay que remontarse a 1992 para entender una
serie de errores catastróficos que han llevado a Reino Unido a esta
situación.
Fue en 1992 cuando
Reino Unido tuvo que ratificar el Tratado de Maastricht por el que se
creó la Unión Europea, como evolución de la antigua Comunidad Económica
Europea. Margaret Thatcher, que había sido depuesta como primera
ministra apenas dos años antes, anunció su oposición al acuerdo y lideró
a una serie de jóvenes diputados 'tories' que preferían a la legendaria
'Dama de Hierro' frente a su sustituto, John Major.
El entonces
'premier' perdió una serie de votos clave, y apenas logró ratificar el
tratado tras varias derrotas y por un escasísimo margen. Su Gobierno
nunca se recuperó de aquellas divisiones y acabó en una derrota
electoral histórica.
Esos jóvenes rebeldes -entre ellos el actual ministro de Comercio de
May, Liam Fox- crecieron en la oposición a las aplastantes mayorías
absolutas de Tony Blair. Mientras el bando mayoritario del partido
culpaba a los euroescépticos de haber hundido el Gobierno de Major y
haberle abierto las puertas a los laboristas, los 'rebeldes de
Maastricht' se convencían de que el problema era haber aceptado el
tratado de la UE.
Cuando David Cameron se presentó a líder de la oposición tras una
derrota 'tory' más, en 2005, los euroescépticos eran todavía una fuerza
pequeña pero muy poderosa por su capacidad de movilizar a sus miembros
para actuar al unísono.
Para conseguir su apoyo, Cameron les ofreció
salir del Partido Popular Europeo en Bruselas y unirse a una de las
formaciones euroescépticas de derecha en el Parlamento Europeo. A
cambio, Cameron obtuvo los votos necesarios para convertirse en nuevo
líder del Partido Conservador. Y los euroescépticos tomaron nota de su
importancia.
Y,
llegado el momento, se la cobraron. En 2013, con Cameron al frente de
un Gobierno de coalición con el (muy europeísta) Partido
Liberal-Demócrata, los euroescépticos temían perder el voto anti-europeo
a manos del UKIP, el partido abiertamente eurófobo del populista Nigel
Farage, que llevaba una década pidiendo la salida del Reino Unido de la
UE. De nuevo, volvieron a amenazar con derribar al Gobierno si no se
cumplían sus condiciones.
Para calmar a los 70 rebeldes -entre ellos el actual ministro de
Hacienda, Phillip Hammond, o el de Agricultura, Michael Gove-, Cameron
les ofreció celebrar un referéndum de permanencia si ganaba las
siguientes elecciones por mayoría absoluta.
El entonces primer ministro
estaba convencido de que no lo haría, que tendría que repetir la
coalición y de que sus socios le obligarían a abandonar esta promesa.
Eso, si no ganaban los laboristas, como pronosticaban algunas encuestas.
Pero, contra todo pronóstico, Cameron obtuvo esa mayoría absoluta. El referéndum era una realidad.
Y quizá el referéndum se habría ganado si Cameron hubiera formulado
la pregunta en un formato "Sí/no" a permanecer, que suele dar votos
extra a la opción positiva. O si no hubiera respetado las normas de
neutralidad gubernamental que normalmente solo se aplican a las
elecciones generales.
O si hubiera obligado a todo su Gobierno a apoyar
la permanencia, en vez de dejar que importantes ministros lideraran la
opción de salida. Pero quería actuar de la forma más neutra posible para
acabar con las divisiones en su partido. Y el tiro le salió por la culata.
Con la victoria del Brexit y la dimisión de Cameron, May llegó al
poder para implementar el resultado ante la incomparecencia de los
'brexiteros', que se fueron eliminando entre sí en una caótica campaña
de primarias para sustituir al líder saliente llena de traiciones. Solo
quedaba una candidata seria, pero tenía que granjearse la aceptación del
bando vencedor.
Dado que, en el referéndum, May había apoyado la permanencia, la
única forma de demostrar su transformación hacia el Brexit fue prometer
la activación del mecanismo de salida por el Artículo 50 del tratado
de la Unión lo antes posible. Ese mecanismo da dos años para negociar
una salida ordenada o, de lo contrario, condena al país que solicita su
salida a sufrir un caos económico extraordinario.
Todas las cartas, en resumen, las tenía la UE desde el momento en que
tomó esta decisión, entre los aplausos de los asistentes al congreso de
los 'tories'.
Este mes, precisamente, numerosos diputados y medios que
habían celebrado la activación del Artículo 50 como certeza de que el
Brexit se pondría en marcha están criticando a May por haberlo activado,
sin darse cuenta de lo que supondría.
Pero en aquel entonces el
Parlamento votó casi unánimemente por activarlo y cumplir el mandato del
referéndum, sin que el Gobierno -ni los laboristas- entendieran lo que
estaban haciendo.
Al
quedar a merced de las fechas establecidas por la Unión, los Veintisiete
pudieron empezar a poner sus condiciones. Y una era garantizar que la frontera de Irlanda no se cerraría bajo ningún escenario,
como línea roja irrenunciable para seguir negociando.
May cedió, sin
que -según explicaron después- sus propios ministros entendieran que
ello supondría dividir el país, atando a Irlanda del Norte a la UE de
forma permanente, o impedir un Brexit duro en el resto del país.
Mientras tanto, ni May ni sus ministros reconocieron públicamente los
problemas y las dificultades del Brexit: en todos sus discursos en los
que anunciabam sus objetivos y líneas rojas nunca llegaron a explicar
los riesgos de una salida desordenada ni los efectos del problema de la
frontera con Irlanda.
Durante el referéndum, el tema de la división de Irlanda apenas
apareció como un tema de debate. Solo un político a nivel nacional -May,
precisamente- habló de él como motivo para votar contra el Brexit.
Una
vez iniciadas las negociaciones, la primera ministra pasó meses
afirmando que existían alternativas tecnológicas -control remoto de
entrada y salida de productos y declaración y pago de aranceles mediante
cámaras y códigos QR- que no requerirían del "mecanismo de emergencia"
que mantendría atado a Irlanda del Norte a la UE. Bruselas los rechazó
de plano.
Por otro lado, el ala euroescéptica de su partido, envalentonada por
la victoria en el referéndum, afirmó desde el principio que salir sin
acuerdo no supondría ningún problema ni riesgo alguno, y que solo
tendría "una considerable ventaja", según el que pronto sería nombrado
ministro del Brexit, David Davis.
Con esa ventaja, el nuevo acuerdo
comercial que negociarían con la UE sería "el más fácil de alcanzar de
la Historia de la humanidad", y para marzo de 2019, Reino Unido habría
completado "un mercado internacional notablemente superior a la UE",
según Liam Fox. Todo ello era legalmente imposible, pero nadie les
preguntó por los problemas. Es más: les recompensaron con cargos.
Precisamente,
May dio las carteras encargadas de negociar la salida a sus principales
figuras (Boris Johnson en Exteriores, Davis y Dominic Raab en Brexit,
Fox en Comercio) con la esperanza de que vieran los problemas reales que
supondría una salida sin acuerdo, y las dificultades de negociar uno.
Pero cuando llegó la hora de tomar decisiones duras, los 'brexiteros' optaron por abandonar el Gobierno
y atacar a la primera ministra por no conseguir el Brexit duro que
ellos querían, en vez de reconocer que tal cosa no existía. Mejor
mantener el sueño vivo y culpar a alguien de su fracaso que reconocer
que sus fantasías siempre habían sido irrealizables.
A ello hay que añadir las expectativas erróneas de May sobre cómo
funcionaría la negociación.
Reino Unido ya tenía grandes excepciones a
las normas europeas: no tiene el euro, no está en el Espacio Schengen y
contribuye menos al presupuesto europeo, entre otros beneficios
negociados por Thatcher y Major durante los años 80 y 90.
De hecho, como
ministra de Interior de Cameron, May había conseguido adoptar solo
parte de las leyes y estructuras de coordinación de seguridad europea.
Así, May tomó la posición de pedir seguir en parte de las estructuras
del mercado común y, a la vez, poder cerrar las fronteras y hacer
acuerdos con otros países, estrategia que describió como "tener un
pastel y comérnoslo a la vez".
Cuando la UE insistió en que el mercado
común no era divisible, y que Reino Unido no podía estar solo en las
partes de la UE que le gustaban, obligando a May a elegir claramente
entre estar dentro o fuera, el ala 'brexitera' denunció esas condiciones
como "un castigo" de Bruselas.
Además, uno de sus principales eslóganes en ese tiempo ha sido
"ningún acuerdo es mejor que un mal acuerdo", minimizando los problemas
que podrían derivar de una salida caótica de la UE. Cuando su plan ha
cambiado -ahora este acuerdo es mejor que nada-, los diputados más
intransigentes solo tienen que citar sus propias palabras para
justificar un voto en contra y minimizar los riesgos que ahora sí
resalta May.
Pero quizá la puntilla fue el gigantesco error de haber convocado elecciones en mayo de 2017,
con el mecanismo de salida ya activado. May, que había heredado de
Cameron su ajustada mayoría absoluta, llamó a las urnas cuando las
encuestas le daban una ventaja de 20 puntos sobre los laboristas de
Jeremy Corbyn, al que sus propios diputados querían cesar.
Las quinielas del Gobierno pronosticaban una mayoría absoluta
aplastante de entre 70 y 100 diputados, o incluso más, lo que le habría
dado un colchón para poder ignorar a los 'brexiteros' radicales y a los
pro-UE entre sus filas, frente a un laborismo en descomposición. Pero
una campaña horrible, que le ganó el mote de "Maybot" por su actitud
fría y robótica y resucitó a un Corbyn mucho más telegénico y amable, le
hizo perder una docena de diputados. Así, en minoría, May quedó a merced de la oposición y de los extremistas de su partido.
No solo eso, sino que el nuevo Parlamento quedó dividido en grupos
irreconciliables con objetivos distintos: unos apoyan el acuerdo de May,
otros quieren un nuevo referéndum y otros quieren una salida dura; y
cada bando está dividido entre los que quieren provocar nuevas
elecciones anticipadas que den una victoria a Corbyn, los que quieren un
nuevo primer ministro 'tory' y los que están a gusto con May.
El resultado de esta larga cadena de errores, presiones y decisiones
evitables es que May está atrapada entre dividir su partido, llevar al
país a su barranco o hundir su Gobierno. No hay nadie que pueda
reemplazarla en su partido sin tener los mismos retos.
Y no hay mayoría
en el Parlamento ni para aprobar ninguna opción, ni para ir a
elecciones. Alguien tendrá que ceder, pero las líneas sobre la arena
llevan trazadas muchos años ya.
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