domingo, 30 de diciembre de 2018

El Brexit lo tapa todo

BARCELONA.- En su carta a los Reyes Magos, Theresa May ha pedido más Brexit. Que no se acabe nunca, o por lo menos mientras ella sea la inquilina de Downing Street. Porque el Brexit, aunque la ha llevado a sufrir humillaciones a manos de la Unión Europea, de los Comunes y de su propio partido, ha tapado en el 2018 todo el resto de problemas del país, y le ha evitado tener que dar explicaciones sobre el impacto de la austeridad, el colapso de la medicina pública, la destrucción del Estado de bienestar, la proliferación de gente sin techo, el aumento de la desigualdad y la pobreza infantil, la crisis de la vivienda, el déficit… según la crónica de su corresponsal en Londres que hoy publica el diario La Vanguardia.

Que el Brexit se encuentre en el epicentro de la agenda política favorece a los conservadores y hace daño al Labour, que se siente mucho más cómodo hablando de los problemas sociales. Si su líder Jeremy Corbyn pide censura a May por haber proclamado oficialmente el fin de la austeridad, cuando el impacto de los recortes sigue afectando negativamente a la vida diaria de millones de personas, su discurso cae en saco roto, lo mismo en la prensa que en el Parlamento. Lo único que importa es la salida de Europa.
El Brexit es la tapadera perfecta. La primera ministra ha prometido 25.000 millones de euros extras anuales para arreglar el deteriorado NHS (National Health Service, medicina pública), pero por el momento no ha mejorado nada. Las colas para las operaciones son más largas que nunca, la gente pasa la noche en los pasillos por falta de camas, se producen más muertes de las necesarias, y en realidad nadie sabe de dónde va a salir el dinero para la reforma en los presupuestos sucesivos. 
Desde luego no de una subida de impuestos, porque los tories (y en especial los euroescépticos) pretenden bajarlos. La mejora de la sanidad es una de las muchas “políticas fantasma” de Theresa May, desaparecidas tras el paraguas del Brexit. Como la lucha contra la injusticia –que ella mismo denunció en su discurso de investidura–, y el abandono de todos esos ciudadanos de clase trabajadora que se han quedado atrás con la globalización, que subsisten con contratos basura o el salario mínimo, y se dan cuenta de que no podrán dar a sus hijos lo que sus padres les dieron a ellos. 
O las víctimas de la desindustrialización en lugares desoladores como Huddersfield, Rotherham o Bury, con comercios cerrados y donde los únicos trabajos que quedan son en empaquetadoras o call centers (centrales telefónicas para atención al cliente o la venta de productos).
Al poco de llegar al poder, Theresa May causó una revolución con su propuesta de un “impuesto a la demencia”, que habría hecho que el Estado se quedara con la mayor parte del patrimonio (incluida la vivienda) de las personas necesitadas de cuidados por parte del Estado en su ancianidad, dejándoles sólo un máximo de 110.000 euros para repartir entre sus herederos. 
La idea nunca prosperó, pero el problema del cuidado social sigue ahí, más presente que nunca, escondido en la carpeta cada vez más gorda de “temas por resolver”. La población del Reino Unido envejece y hace falta gente joven que pague impuestos, pero el Gobierno se empeña en reducir la inmigración y cerrar las puertas del país.
Un informe de las Naciones Unidas ha criticado la manera “malintencionada y punitiva” con que el Gobierno británico trata a los miembros más pobres y vulnerables de su sociedad. Gran Bretaña es la quinta mayor potencia económica del mundo, pero nueve de cada treinta niños en edad escolar vive en la pobreza, según un informe de la Fundación John Rowntree. Y de ellos, la gran
mayoría pertenece a familias donde por lo menos uno de los padres trabaja, pero con sueldos de miseria. Catorce millones de personas, una quinta parte de la población del país, son oficialmente “pobres”.
La principal causa de esta creciente desigualdad es la reforma del Estado de bienestar por parte de los conservadores, de manera que seis tipos de subsidios sociales (paro, familia numerosa, vivienda, etcétera) han quedado englobados en uno solo llamado “crédito universal”. 
La operación, columna vertebral de la política de austeridad, ha jugado por supuesto a favor del Tesoro, y hecho que los dependientes de la asistencia estatal perciban sustancialmente menos. Y en muchos casos caigan en la pobreza.
Inevitablemente, también ha subido (un 73% en los últimos tres años) la cantidad de gente sin techo que duerme en la calle, en los pasadizos subterráneos y a la puerta de las estaciones de metro (muchos padecen problemas mentales, otros se han quedado sin empleo, sufren adicciones o una crisis familiar). 
Por término medio hay un día cualquiera 600 personas a la intemperie en las ciudades británicas, y una de ellas murió hace poco en las inmediaciones del Parlamento de Westminster, el corazón de la democracia británica. Más de 120.000 niños viven en residencias temporales, un incremento del 70% desde que los conservadores llegaron al poder en el 2010.
Londres se ha convertido en una de las ciudades más violentas del mundo, por delante de Nueva York, con un incremento de la delincuencia derivado de la pobreza y la desigualdad. 

El crimen electrónico está a la orden del día (hay individuos que se disfrazan de agentes de tráfico para robar los datos de las tarjetas de crédito pretendiendo hacer que ayudan a quienes van a pagar el aparcamiento), así como los robos de bolsos a los transeúntes por ladrones que van en motocicletas sin matrícula. 
Tan sólo en Londres se han registrado en el 2018 un total de 132 asesinatos, de ellos 72 con arma blanca. La mayoría de víctimas son jóvenes de entre 16 y 24 años, de barriadas pobres y vinculados a bandas.
Otro de los grandes problemas sociales del Reino Unido es la falta de vivienda, tanto de compra como de alquiler. Los apartamentos que se construyen son de lujo, adquiridos por multimillonarios rusos, chinos o de Oriente Medio como inversión, y que permanecen abandonados la mayor parte del año. 
Los caseros, protegidos por la ley, se han vuelto cada vez más avariciosos, reduciendo el tamaño de los pisos que rentan a asilados e inmigrantes hasta hacerlos casi inhabitables a pesar de sus precios exorbitantes. Y a quien no paga un mes o exige reformas o arreglos, los ponen sin contemplaciones de patitas en la calle.
Y todo ello sin entrar en los problemas estructurales de la economía británica, que el Brexit puede agravar aún más: la disminución del 20% en las inversiones, tanto nacionales como extranjeras, en infraestructura; la escasa productividad de los trabajadores del país, una de las más bajas de toda la Unión Europea; la reticencia de los bancos a financiar la expansión de las pequeñas y medianas empresas; el paro endémico (aunque el índice de desempleo es sólo del 5%, un 30% de los parados son permanentes); el declive de las manufacturas; el déficit comercial, que la austeridad apenas ha logrado reducir; la devaluación de la libra esterlina, que no ha servido para dar un impulso a las exportaciones; el aumento de la deuda nacional y el déficit fiscal; la falta de competencia y el monopolio del gas, el agua y la electricidad por un puñado de empresas que imponen precios poco abusivos a los consumidores (uno de los programas más populares del Labour consiste en volver a nacionalizar esos sectores); la carencia crónica de dinero para los servicios públicos, y su inevitable deterioro…
Pero Theresa May tiene la buena fortuna de no tener que dar explicaciones por esos problemas, y por la ausencia de ideas o propuestas concretas para solucionarlos. El Brexit lo tapa todo. Por favor, que Melchor, Gaspar y Baltasar traigan más Brexit, toneladas de Brexit…

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